– Hombre, ¿qué tal estás? ¿Ya se te ha curado la cabeza?
– Claro, casi, no es nada. Oye, gracias por lo de la otra noche, tía. Me alegro de verte.
Estuvimos hablando un rato, aunque no recuerdo de qué. No me contó por qué le habían abierto el cráneo ni a qué se dedicaba; y yo, cosa extraordinaria, tampoco se lo pregunté. Al final sólo sabía que, para mostrarme su gratitud, quería invitarme a tomar algo, pero que en ese momento no llevaba suficiente dinero; que se llamaba Altor, y que había quedado en pasarme a buscar por casa esa noche alrededor de las dos de la madrugada («antes tengo que hacer algunos bísnes») para darnos una vuelta y beber algo.
– ¿Pero habrá algún local abierto tan tarde?
– A esas horas es cuando empieza a abrir Madrid, tía, tú no sabes.
Y no, en efecto no sabía. Llegó a las dos en punto con los ojos entornados y sacando pecho; me enseño un puñado de billetes que llevaba en el bolsillo y una pequeña sonrisa de suficiencia, la sonrisa segura de sí de quien conoce bien la oscuridad. Era como Buffalo Bill conduciendo a una granjera novata por territorio indio. Caminamos por las calles entre contenedores desbordantes de basuras, árboles sedientos y mansas manadas de coches mal aparcados. Las noches madrileñas de verano tienen algo distinto: un cielo muy bajo, sin estrellas, y un silencio sonoro, lleno de ecos, en donde cualquier sonido reverbera. El repiqueteo de unos tacones, juramentos, risas, gritos aislados, el estallido de una botella rota.
Aitor estaba decidido a cumplir su papel de guía del infierno y me mostró todos los antros y las zonas urbanas más espesas. Las esquinas controladas por la antigua gente de bronce, viejos representantes de la marginalidad y del peligro, y los desfiladeros ocupados por los nuevos comanches. Putas greñudas insultaban a tambaleantes niñas guapas, las tribus enemigas se vigilaban entre sí sin acabar de decidir si rehuirse o pegarse, chulos y camellos defendían con tesón sus territorios. Y, entre medias, unos cuantos centenares de forasteros, chicos y chicas que venían al ombligo de Madrid desde la periferia de la ciudad atraídos por el turbio temblor de lo canalla. Bebimos demasiado, caminamos mucho, cogimos algún taxi, entramos y salimos de locales ensordecedores y agitados. Hay tantísimas personas en la noche, todas hambrientas de algo. Creo que fue en San Blas, en un sitio denso y pegajoso llamado Consulado o tal vez Canciller, moviéndome al ritmo de la música entre muchos otros cuerpos sudorosos, cuando advertí que, por un extraño fenómeno de la verticalidad y la cronología, Altor se encontraba al alcance de mis labios.
Cuando llegamos a casa estaba amaneciendo. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo le desnudé despacio, disfrutando de la revelación de su cuerpo. El pecho pálido, liso e inocente; los muslos robustos; las caderas tibias y gloriosas. Se me había olvidado que bajar un pantalón podía provocar tanta languidez y tanta fiebre. Por la ventana entraba una luz grisácea y primeriza que no alcanzaba a deshacer las sombras remansadas en las esquinas. El mundo era eternamente joven y yo también.
No recuerdo exactamente cuándo vi la noticia en el periódico: tal vez dos o tres días después. La vida, mientras tanto, había seguido siendo un lugar turbador y excitante. Nos levantábamos muy tarde, él se marchaba sin decir adónde, yo intentaba traducir, comer, pensar y ser en mitad del calor y el torbellino, nunca quedábamos en nada pero siempre reaparecía de madrugada. Yo no sabía su teléfono, ni dónde vivía, ni qué hacía: Altor era el misterio. Pero ese misterio se me pudrió dentro cuando leí el reportaje. Hablaba de mi barrio y del grupo de skinheads que tenían aterrorizado al vecindario. La policía los consideraba especialmente peligrosos y les atribuían diversas violaciones, apaleamientos, robos y dos muertes, una de ellas un mendigo que fue quemado vivo; pero no les podían detener porque ningún testigo osaba denunciarlos. Se los conocía, en fin, como la banda del Rajado, porque el líder era un tipo alto con la cara cruzada por un tajo. Esa cicatriz endurecida y pálida, pensé inmediatamente; ese camino de carne rota que yo he recorrido golosamente con la punta de mi lengua hasta llegar a los confines de su boca. Desde que leí la noticia las sospechas empezaron a envenenarme. Fue una ponzoña lenta y dolorosa.
Porque yo le tenía miedo. Al principio fue tan sólo un temor confuso y básico, el miedo elemental al peligro del hombre que casi siempre experimenta la mujer al comenzar una relación con un varón. Pero después de leer el reportaje los riesgos se fueron concretando y se hicieron persecutorios y obsesivos. Me asustaba Aitor, y cuando nos encontrábamos le escrutaba a hurtadillas, intentando adivinar qué había detrás de sus gestos de adulto y su rostro de niño. ¿Era ésa la cara de un asesino? ¿Y ésos los ojos de un violador? Esas manos fuertes y ásperas con las que me encendía, ¿habían blandido cadenas, triturado huesos, sudado las cachas de una navaja? Él era, en la calle, silencioso y seco, taciturno; cuando estábamos solos, juguetón y aniñado; y en la cama, salvaje. No me atrevía a interrogarlo directamente y empecé a ponerle trampas. Le hablaba de los negros, de los vagabundos. El se reía de mí y de mi súbita preocupación por los marginados. Una tarde en un bar, estando él a unos metros de mí, de espaldas en la barra, dije en alta voz: «¡Rajado!». Se volvieron todos menos él.
Pero el miedo aumentaba, y cuanto más le temía más le deseaba y más enferma me sentía. Le llevaba veinte años, podía ser un asesino, yo estaba loca. Los vecinos empezaban a mirarme con desconfianza: les escandalizaba la presencia de Aitor. Yo los rehuía, de la misma manera que rehuía a mis amigos, a mis familiares, a mis conocidos. A ratos me sentía avergonzada de mí misma y más perdida que esas viejas putas que salían de sus guaridas por las noches y subían como una espuma negra por la calle arriba. Me espantaba especialmente que mi ex marido pudiera enterarse: qué pensaría él de mí, y qué le diría entonces a mi hija, rabiosas barbaridades que la alejaban para siempre de mí. Pero después recordaba que mi marido se había ido con una chica a la que llevaba quince años. ¿Quién era él para decirme nada? Y entonces pensaba en Altor no desde mis miedos, sino desde la memoria de mi cuerpo y el calor de mi corazón, y me sentía en la gloria. No es él, Altor no es el Rajado, me convencía a mí misma: es demasiado hermoso, demasiado dulce.
Era dulce, en efecto, con una dulzura torpe y desabrida. Como quien no ha usado esa cualidad en mucho tiempo, o como quien ha sufrido una mutilación y le ha quedado un muñón sensible y dolorido. Aitor era un manco de corazón, un cojo emocional. Necesitado y receloso. Qué le habrían hecho, para dejarle así. Pero también, pensaba yo inmediatamente con el veneno de la duda, qué habría hecho él. La sentimentalidad no es ajena al horror: Hítler amaba a su Eva Braun y acariciaba niños. Y además, ¿no tendíamos a adjudicar a la belleza física unos atributos de bondad inexistentes? ¿Como si los seres hermosos no pudieran ser feos moralmente? Y, sin embargo, había habido en la historia perversos asesinos de perfil deslumbrante. Reflexionando en estas cosas, oyéndole dormir quietamente a mi lado, volvía a perderme en unos remolinos de angustia que me dejaban rota.
No podía seguir así, ya no podía aguantarlo, de modo que empecé a inventarme excusas, a decirle que no dormiría en casa y que no viniera. Y él, a su vez, empezó a ponerse tenso y agresivo. «Qué pasa, tía, ¿te avergüenzas de mí?», rugió un día cuando, al bajar las escaleras, yo me adelanté unos pasos para que el portero no nos viera salir juntos: y en su voz había odio. Esa noche no vino. Para entonces yo ya no trabajaba, no comía, no dormía, no contestaba las llamadas de mi familia ni de mis amigos: estaba como perdida de mí misma, ocupada por él o por su ausencia.
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