Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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– ¿Estás bien? -dije; una pregunta también idiota.

– Estoy mareado -repitió.

– ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde estás herido?

– No sé…

Dejé el martillo a un lado y le ayudé a sentarse contra la pared. Era muy grande pero muy joven, casi un adolescente. En la cabeza tenia una pequeña brecha. Como la que se hizo mi hija hace seis años, cuando aprendía a montar en bicicleta. El chico me recordaba a mi hija; no porque sus rasgos se asemejaran, sino porque los dos tenían aún todo el futuro en la cara. Vistos desde la otra orilla de la edad, desde la madurez de los ya cumplidos cuarenta años, todos los jóvenes se parecen entre sí, lo mismo que para un occidental todos los chinos son iguales.

– Te tendría que ver un médico.

– No, no, estoy bien. Ya estoy bien. No es nada. Ya me marcho.

Se puso de pie y trastabilló. Le agarré de un brazo.

– Espera, hombre, espera. Sube a casa. Por lo menos te curaré la herida, te sientas un poco…

Le arrastré escaleras arriba algo refunfuñante, le metí en el cuarto de baño y le senté en el bidé. Limpié su cara, manchada de sangre seca, y luego desinfecté y estudié la herida. No parecía gran cosa.

– Deberían darte un par de puntos. El chico se puso de pie y se miró detenidamente en el espejo.

– No es nada. Esto se cierra solo. He tenido peores.

Seguro que decía la verdad. Por debajo del rubiato y cortísimo pelo se adivinaban un par de cicatrices. También la mejilla derecha estaba cruzada por un tajo antiguo: una estrecha línea abultada y lívida que descendía con zigzag de rayo por su cara de niño. Aunque, ahora que le veía bien, a plena luz, alto, fuerte y rapado, con el chirlo canalla partiéndole el carrillo, ya no parecía tan niño como antes.

Ni mucho menos.

– ¿Qué edad tienes?

– ¿Por qué?

El trallazo de su respuesta rezumaba desconfianza: a ti qué te importa, me venía a decir su mirada desdeñosa, su ronca voz de hombre. Porque era un hombre. Qué hacía yo a las cuatro de la madrugada en mi cuarto de baño con un hombre desconocido, con un rapado de chaqueta de cuero e infames cicatrices. La nuca se me quedó fría de repente. Salí del cuarto con premura, aturulladamente (dónde demonios estaría el martillo), intentando disimular mi agitación. El tipo salió detrás y se dejó caer en el sofá.

– Veintidós.

Le miré.

– Tengo veintidós años.

Se pasó las manos por la cara con gesto cansado. Sus ojos eran verdes y rasgados, con largas pestañas color cobre. Eran unos ojos hermosos y delicados, ojos de muchacha. O de adolescente melancólico. De nuevo me pareció muy joven. Indefenso y perdido, como yo, en la ciudad enemiga. Se quitó la cazadora y la tiró al suelo. Debajo llevaba una camiseta blanca desgarrada.

– Estoy matado.

– Te prepararé un café antes de que te vayas.

Porque yo quería que se fuera. Lo pensé mientras trajinaba en la cocina: ya no me asustaba como antes, pero que se fuera. Pero cuando salí, apenas tres minutos más tarde, el chico estaba roncando en el sofá: dormido se le veía tan inocente como mi hija. La camiseta se le había arrugado en la cintura dejando al aire un palmo de su abdomen: un estómago liso, pero no musculoso, blanco y delicado, ausente de vello, inmaduro y pueril. Pero sus brazos desnudos eran fuertes y curtidos y viriles. La contradicción entre esos dos fragmentos de carne, entre el vientre conmovedor y los brazos poderosos, resultaba inquietante, casi obscena (además, tampoco mi hija era inocente: había escogido a su padre, me había rechazado, competía conmigo, me torturaba, mis amigos decían que eso era el Edipo).

Así que me metí en el dormitorio y corrí la cama tras la puerta, por si acaso. De todas maneras sabía que no iba a dormir nada, llevaba muchos días con insomnio. Hacía un calor infame y no podía abrir del todo las persianas: era un primer piso y la ventana estaba al alcance de los bárbaros (ya me lo advirtió mi amiga al dejarme la casa). Y lo peor es que por las rendijas no entraba el aire, pero sí esa peste a basuras de las noches de agosto madrileñas. O tal vez fuera el olor del barrio, que se estaba corrompiendo como un cadáver viejo; olor a sexo en venta y a portales meados y a esquinas desconchadas y a esperanzas podridas. Qué esperanzas se pueden tener a los cuarenta y dos años, sin un duro, traduciendo horrorosas novelas mal pagadas y dando clases de inglés a domicilio, recién separada de un hombre al que creí que amaba (se enamoró de otra) y repudiada por mi hija de doce años, que ha preferido quedarse con él (y con la usurpadora).

Me desperté a la una sudando como un pollo y con la sensación de ser la única persona que quedaba en Madrid tras no haberme enterado de la orden de evacuación por ataque atómico. Recordé al chico y me vestí de arriba abajo antes de correr la cama y salir del cuarto. Pero en la casa no había nadie. Nadie. Miré por todas partes, verificando que el pelado no se hubiera llevado nada, aunque tampoco es que hubiera mucho que robar. Tal vez estuve buscando también alguna huella, un guiño, una nota de gracias; de modo que no sé bien si me alivió o me decepcionó no encontrar ningún rastro. Era como si el muchacho no hubiera existido.

Pasaron los días y me fui haciendo a mi nueva casa. Recorrí las tiendas del barrio y conocí a los vecinos, casi todos ellos ancianos temerosos a la espera de la fatal llegada de los bárbaros: vivían en el edificio como quien habita una trinchera y apenas si se atrevían a salir de noche. Una tarde el más joven de los viejos, un solterón vetusto que hacía las veces de portero, me explicó con detalle cómo la ausencia de ley y de orden nos tenía a las puertas del Apocalipsis. Para colmo de males, añadió, últimamente estábamos en las garras de una banda, unos esquines de ésos, de los calvos, que tenían aterrorizado al barrio los muy bestias; apaleaban y acuchillaban a gente por la calle y habían matado a un negro en la esquina con Valverde. Pensé entonces en mi chico de la cabeza rota, mi náufrago de la noche del chirlo en el moflete, y se me ocurrió que a lo mejor era de la banda. En realidad en el fondo no me lo creía, pero empezó a divertirme el escalofrío de imaginármelo perverso. De haber metido en casa a uno de los gamberros más feroces. Y comencé a contar la historia: a los pocos amigos que habían sobrevivido a mi separación, y a Cherna el editor, cuando fui a ver si tenía algún libro para traducir, y a los dos alumnos que aún no se me habían marchado de vacaciones. Fui adornando el relato en las diversas narraciones con una descripción cada vez más salvaje y torva del muchacho, y todos me decían que era una loca por haber actuado de ese modo. Pero lo decían con un punto de admiración, como siempre se admiran la aventura y el riesgo cuando el resultado es feliz. O como me admiraba yo misma, viéndome por primera vez en mucho tiempo como protagonista de mi propio cuento y recordándome en las dulces locuras de la juventud. Porque yo también había sido un poco hippy, y fumadora de hash, y había vivido aturulladamente cálidas noches interminables que luego, pese a todo, se terminaron.

Y estaba en ésas, entreteniendo la depresión con las mentirillas de mi vida, cuando un día de bochorno insoportable bajé al bar de enfrente a desayunar. Eran las cuatro de la tarde, me acababa de levantar y quería morirme, pero opté por pedir un café, un bocadillo de lomo y una cerveza, en ese orden. Estaba terminando cuando apareció. Me tocó en el hombro, me volví y era él. Más alto de lo que le recordaba, y sobre todo más guapo. Ahora sonreía y tenía un gesto encantador, unos dientes preciosos. Me estremecí, no sé si por miedo a mis propias ensoñaciones o porque me pareció atractivo. ¡Y podría ser mi hijo! Una vergüenza. Miré con disimulo a Pepe, el del bar, y asumí inmediatamente un aire maternal. Que no se me notara. Menos mal que ahí, en el bar, no había contado nada.

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