Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaré y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros.

Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.

Pero hasta ahora no lo ha sido, así que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño

Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipayibao en la copa de sake. No es muy distinto a echar levadura en un bizcocho. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aun antes de ir a la Biblioteca Nacional, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipayibao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta: como de chino. Olí, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora s¿ que Diego había sido un alcohólico antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero ¿por qué no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo? ¿Por qué ahora parezco estar más cerca de los sesenta años que de los cuarenta?

De modo que seguimos. Esto es, yo sigo emponzoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al panel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria.

Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego imperceptiblemente, rectifica en último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.

Tarde en la noche

¿Qué hubieras hecho tú? Estaba tirado en el portal, atravesado al pie de la escalera. Para pasar tenía que saltar por encima de su cuerpo. Al prestarme la casa, mi amiga ya me había advertido que esas cosas podían suceder. Yonquis y borrachos. Prostitutas con sida y vagabundos locos. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo desanduve mi camino y salí de nuevo a la calle con el pulso galopándome en las venas. La retirada no sirvió de gran cosa: eran las cuatro de la madrugada y no se veía un alma. Y tal vez fuera mejor así, porque a esas horas y en ese barrio (en el centro de Madrid, cerca de la Ballesta, donde los edificios se pudren y las noches se pueblan de presencias siniestras) cualquier extraño podía convertirse en tu enemigo. Así que me quedé un rato ahí fuera, tiritando a pesar del bochorno, dudando entre el pánico a la noche negra o el temor al tipo caído en el portal. En esto consiste la vida justamente: en tener que decidir todo el tiempo entre un miedo u otro.

Me asomé con cautela al interior y el bulto seguía sin moverse. Estaría dormido, estaría drogado, estaría borracho; con suerte ni se enteraría de que una mujer pasaba a su lado. A la mezquina y polvorienta luz de la bombilla vi una cazadora de cuero negro, unos pantalones oscuros, unas piernas muy largas. Estaba tumbado sobre un costado, la espalda hacia mí. Me acerqué muy despacio hasta llegar al límite: tendría que vadearle con el siguiente paso. Aguanté la respiración y levanté el pie derecho. Levantarlo muy alto, afianzarlo en el primer escalón, salir zumbando por encima del cuerpo. Pero ¿Y si me agarraba de un tobillo, como en los malos sueños? ¿Y si estaba ahí agazapado esperando mi paso, como un depredador espera a su víctima en la espesura? El automático de la luz tictaqueaba estruendosamente, pero creo que mi corazón era aún más ruidoso. Pasé por encima y mientras lo hacía vi aparecer su cabeza, redonda, casi pelada al cero; su perfil pálido y joven, los ojos cerrados, entreabiertos los labios; y, por último, el pequeño charco de sangre bajo la sien. Entonces sucedieron al mismo tiempo varias cosas: el tipo suspiró, se apagó la bombilla, yo grité y salí corriendo hacia arriba, tropezando en las tinieblas, volándome las espinillas con el filo de los escalones. Alcancé el primer piso, encendí la luz de un puñetazo, abrí mi puerta; y antes de cerrarla y apoyarme contra la hoja sin aliento, creí escuchar una voz que musitaba: «Por favor».

¿Qué hubieras hecho tú? Yo saqué la caja de las herramientas, cogí el martillo y, blandiéndolo defensivamente con la mano derecha, regresé al portal. Una decisión idiota, claro está, porque, de haberlo necesitado, habría sido incapaz de darle un martillazo en la cabeza. Pero he comprobado que en los momentos de apuro, cuando la realidad se muestra en toda su inmediatez y su crudeza, la vida es siempre absurda. De modo que me aferré absurdamente a mi martillo y descendí las escaleras hasta llegar a él. Seguía tumbado y se tocaba la sien con una mano; hizo ademán de incorporarse sobre el codo, pero se derrumbó.

– Estoy mareado. ¿Por qué no avisé a la policía? Tal vez porque le había visto la cara. Porque había suspirado. Me senté en el penúltimo peldaño.

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