Cuando estoy es peor. A veces me echa un vistazo desapasionado y dice:
– ¿Por qué no te compras el monoxinosequé ése, esa loción que se dan los hombres contra la calvicie?
O bien:
– Deberías cuidarte un poco más.
No parecen frases muy crueles, pero tendrían que oír el tono. Y la imagen de mí mismo que me ofrecen sus ojos. Estoy allí, en el fondo de las pupilas de ella, pequeñito por todas partes, más pequeñito aún de lo que sé que soy, con mi calva incipiente y mi barriga incipiente y mi derrota incipiente. Y entonces no le digo a mi mujer que llevo años frotándome la coronilla con minoxidil sin mejoría apreciable, y que en el secreto del cuarto de baño hago abdominales, y que lo peor es que intento cuidarme y que la ruina incipiente de mi aspecto es el pobre resultado de todos mis desvelos. Para disimular, hago como que no me interesa nada mi apariencia física, como que desdeño esas banalidades. Es un viejo recurso que he usado desde la infancia: pretender que no me importa aquello en lo que he fracasado. Pero sé que mi mujer sabe mi truco. Y también sabe que yo sé que ella lo sabe. Es humillante. Mi mujer es mi mayor enemigo porque me humilla.
Quizá no es culpa suya. Quizá todo esto sea también tan duro para ella como lo es para mí. Al principio no fue así: al principio yo me miraba en ella y veía un dios. Sé que me quiso con locura. Lo sé, aunque no lo recuerdo; hoy me es tan difícil imaginarla enamorada de mí que, si no guardara todavía algunas arrebatadas cartas suyas, y, sobre todo, si no tuviera como prueba principal el hecho inaudito de que acabó casándose conmigo, creería que todo había sido producto de mi imaginación. Recuerdo, eso sí, que un día se apagó su mirada como se apaga la luz de un reflector. Y entonces yo dejé de estar bajo los focos y ya no volví a ser jamás el protagonista de esta mala película.
Las mujeres son así. O al menos muchas mujeres, sobre todo las que son apasionadas, como ella. Son terribles porque lo quieren todo. Porque no se conforman. Porque en el fondo pretenden encontrar al Príncipe Azul. Y cuando creen haberlo hallado, se emparejan; pero al cabo de unas semanas, de unos meses, de unos años, una mañana se despiertan y descubren que, en lugar de haberse estado acostando todas esas noches con el Príncipe, en realidad lo han estado haciendo con una rana. Lo peor es que entonces desprecian a la rana y abominan de ella, en vez de aceptar las cosas tal cual son, como yo mismo he hecho. Porque también mi mujer es mitad batracia, como todos; pero a mí no me importa, incluso me gusta. A veces, por las noches, mientras ella duerme en nuestra cama común (que es un desierto), yo la vigilo agazapado en la penumbra, esperando el prodigio. Suspira ella, se agita entre sueños, unta de crema de belleza toda la almohada; yo escruto a mi mujer atentamente, la veo un poco rana, algo verdosa, me atrevo a ponerle una mano en la cintura; ella ronronea sin despertar, como si le gustase; me acerco más, me cobijo en la tibieza de su espalda como antes, palpitan los segundos en la noche, aquí estamos los dos siendo otra vez uno, compañera de charca al fin aunque sea dormida. Entonces me duermo yo también en esa postura inverosímil; y al cabo de un instante de plácida negrura alguien me sacude, me despierta. Es ella, que está erguida sobre un codo, contemplándome de cerca, la cabeza levantada como una cobra. La cobra mira a la rana y dice:
– Roncas. Ya estás roncando otra vez. Date la vuelta.
¿Por qué sigo con ella? Parece tan dulce a veces, sobre todo cuando está callada, cuando está ensimismada en otra cosa: será por eso. ¿Y ella por qué sigue conmigo? Es una pregunta que no me atrevo a contestar. Sé que soy una decepción para ella: incluso lo soy para mí mismo. Sé que me falta pasión, vitalidad, empuje. S¿ que mi mujer se desespera cada vez que me ve pasar las horas delante del televisor, absorto en unos programas que, por otra parte, aborrezco. Un día, hace ya años, era un domingo por la tarde y estábamos viendo una película en el vídeo, mi mujer bostezó, se estiró y se me quedó contemplando pensativamente:
– Quién sabe, quizá sea esto todo lo que hay -dijo con lentitud-. Es como cuando dejas de creer en
Dios en la adolescencia, cuando un día te das cuenta de que no hay cielo ni hay infierno y que esto es todo lo que hay.
Dicho lo cual se levantó del sofá y se puso a hacer pesas furiosamente en un rincón de la sala: para qué, para quién. Si esto es todo lo que hay, a qué viene tanta gimnasia. Mírenla: está todavía guapa, ya lo sé. Quizá se arregle para Zaldíbar. Para Contreras. Para Donatella. O quizá para ese hombre con el que lleva tanto rato hablando y que no sé quién es. Tal vez a mi mujer se le hayan vuelto a encender los faros de sus ojos y esté mirando a ese tipo con la luminosa mirada del enamoramiento, que siempre es la misma y siempre parece nueva. No quiero ni pensarlo. Antes, hace años, era celoso. Ahora tengo tantas razones para serlo que no puedo permitírmelo.
Ese estruendo que acabamos de escuchar de algo que se rompe definitivamente no fue mi corazón, contra todo pronóstico, sino que me parece que ha sido un trueno. Sí, ahora truena otra vez, y a través de las ventanas se ve un cielo tan negro como el futuro. A ella le dan miedo las tormentas. Un miedo pueril que es parte de su cuota de rana, de imperfecta. Mírenla: ya se ha puesto nerviosa. Ha vuelto la cabeza hacia los balcones, baila el peso del cuerpo de un pie a otro, se cambia el vaso de mano. Está buscando a alguien con los ojos. A mí. No quiero ser pretencioso, pero me parece que es a mí. Sí, ya me ha visto. Me mira. Me sonríe. Es una sonrisa que nadie ve: un fruncir muy pequeñito de los labios por abajo. Sólo yo sé que ella está sonriendo. Sólo yo conozco esa sonrisa. Y yo le digo: «No te preocupes, ya sabes que en las ciudades siempre hay buenos pararrayos». No se lo digo con la boca, pero ella entiende igual, desde el otro lado de la sala, lo que le he dicho. Eso es lo más cerca que estamos de la eternidad y del amor.
Recuerdo momentos. Buenos momentos. Los tengo guardados en la memoria para los instantes de mayor desaliento. Recuerdo cuando enfermé de gravedad con la neumonía y ella estaba tan fresca y tan serena en el incendio de mi fiebre, sus manos arropándome, entendiéndome y perdonándome como las manos de la Providencia. Recuerdo este invierno, cuando nevó y se cortó el fluido eléctrico: a la luz de las velas nos vimos distintos e hicimos el amor como si nos deseáramos, mientras los copos se asomaban sin ruido a la ventana. Y recuerdo las canciones que cantamos juntos en el viaje de vuelta de Barcelona, mientras conducíamos por la autopista a través de la noche: y lo que nos reímos. Escuchad el fragor: está diluviando. Ahí fuera llueve, en la intemperie. Es una noche desabrida y cruel, una oscuridad inacabable. Ella vuelve a mirarme, en la distancia. Entre toda la gente que hay en la habitación, me mira a mí. Fuera cae del negro cielo una lluvia de desgracias y dolores, de cánceres, fracasos, soledades, de envejecimientos, de miedos y de pérdidas. Y yo aprieto los dientes y aguanto el chaparrón, y sé que quiero a mi enemiga con toda mi voluntad, con toda mi desesperación. Con lo mejor que soy y con mi cobardía.
Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quien le amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni por qué.
Читать дальше