Rosa Montero - Amantes y enemigos
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Antonio se incorporó con brusquedad, una mano arrugando el borde de la toalla y la otra sujetándose ansiosamente el pecho.
– Me siento mal -dijo. Y se dejó caer sobre la felpa a rayas. -Eso es el sol. Te dije que te taparas la cabeza -le reconvino Isabel en tono distraído y sin abandonar la lectura.
Antonio jadeó. La mujer bajó la revista y le observó con mayor atención. El hombre permanecía muy quieto y su rostro tenía una expresión blanda y descompuesta, como si fuera a quebrarse en un sollozo.
– ¿Qué te pasa? -se inquietó Isabel. -Me siento mal -repitió él en un ronco susurro, con los ojos desencajados y prendidos en el cielo sin nubes.
Transpiraba. La calva del hombre se había perlado súbitamente de brillantes gotitas. Claro, que hacía mucho calor. Más abajo, los profundos pliegues de la sotabarba eran pequeños ríos, y, más abajo aún, el pecho cubierto de canosos vellos y el prominente estómago relucían alegremente en una espesa mezcla de sudor y ungüentos achicharrantes. Pero las gotas de la calva eran distintas, tan duras, claras y esféricas como si fueran de cristal. Lágrimas de vidrio para una frente de mármol. Porque estaba poniéndose muy pálido.
– Pero, Antonio, ¿qué sientes, qué te duele? -se angustió ella.
– Tengo miedo -dijo el hombre con voz clara.
Tiene miedo, se repitió Isabel confusamente. La mano se crispaba sobre su pecho. La mujer se la cogió: estaba fría y húmeda. Le alisó los dedos con delicadeza, como quien alisa un papel arrugado. Esos dedos moteados por la edad. Esa carne blanda y conocida. Apretó suavemente la mano de su marido, como hacía a veces, por las noches, justo antes de dormirse, cuando se sentía caer en el agujero de los sueños. Pero Antonio seguía contemplando el cielo fijamente, como si estuviera enfadado con ella.
– Ya han ido a buscar al médico -dijo alguien a su lado.
Isabel alzó el rostro. Estaba rodeada por un muro de piernas desnudas. Piernas peludas, piernas adiposas, piernas rectas como varas, piernas satinadas y aceitosas, atentísimas piernas de bañistas curiosos.
Entre muslo y muslo, en una esquina, vio la línea espumeante y rizada del mar.
– Gracias. El muro de mirones la asfixiaba. Bajó la cabeza y descubrió la revista, medio enterrada junto a sus rodillas, aún abierta por la página del Voyager. Los granos de arena que se habían adherido al papel satinado parecían minúsculos planetas en relieve. Estamos en la foto, se dijo Isabel con desmayo; lo increíble es que estamos en la foto. Ahí, en esa diminuta chispa de luz que era la Tierra, estaba la playa, y la toalla de rayas azules, y el bosque de piernas. Y Antonio jadeando. Aunque no, la foto había sido tomada tiempo antes, a saber qué habrían estado haciendo ellos en ese momento. Quizá el disparo de la cámara los pilló durmiendo, o jugando con los nietos, o cortándose las uñas. O quizá sucediera el domingo pasado, cuando Antonio y ella fueron a bailar para festejar el comienzo de sus vacaciones. Era en una terraza del paseo Marítimo, con orquestina y todo; trotaron y giraron y rieron y bebieron lo suficiente como para ponerse las orejas al rojo y el corazón ligero, y luego, a eso de las once, cayó un chaparrón. El aire olía a tierra caliente y recién mojada, olía a otros veranos y otras lluvias, y regresaron al hotel dando un paseo, cogidos del brazo e inmersos en el aroma de los tiempos perdidos. Sí, ése tuvo que ser el momento justo de la foto, una pequeña y cálida noche terrestre encerrada en la helada y colosal noche estelar. Antonio gimió e hizo girar los ojos en sus órbitas.
– Me estoy muriendo.
– No digas tonterías -contestó Isabel-. Uno no puede morirse con el sol que hace.
Era verdad. ¿Dónde se había visto una muerte a pleno sol, una muerte tan pública, tan iluminada, tan impúdica? Isabel parpadeó, mareada. Hacía tanto calor que no se podía pensar. Y la luz. Esa luz cegadora, irreal, como la de los sueños. Restañó el sudor de la frente de Antonio con la toalla de rayas azules y luego, tras doblarla primorosamente, se la colocó bajo la nuca. Antonio se dejaba hacer, rígido y engarabitado. Tenía las mejillas blancas y los labios morados.
– Mamá, ¿está muerto ese señor? -preguntó un niño a voz en grito señalándolos con un cucurucho de helado.
– Shhhh, calla, calla… En el círculo de piernas expectantes no corría ni una brizna de aire; olía a aceite bronceador y a salitre, a carne caliente y podredumbre marina. Al niño le goteaba la vainilla del helado por la mano.
Tendré que pasar por la cestería y anular el encargo del sillón, se dijo Isabel, abrumada por el sofoco, por el peso de la luz y el estupor. De la orilla llegaron las risas de un-par de muchachos y el retumbar pasajero de una radio. La fría mano de Antonio apretó tímidamente la suya, como hacían, a veces, antes de dormirse; pero ahora el hombre jadeaba y contemplaba el cielo con los ojos muy abiertos, unos
ojos oscurecidos por el pánico. Tan indefenso como un recién nacido. Isabel sorbió las lágrimas y, por hacer algo, se puso a limpiar de arena el cuerpo de su marido.
– No te preocupes, el médico debe de estar a punto de llegar.
Y también ella miró hacia arriba, intentando entrever, más allá de la lámina de aire azul brillante, la gran noche del tiempo y del espacio.
Parece tan dulce
Parece tan dulce y es feroz. Contemplen la sala: está llena de gente vestida de fiesta. Un tercio de esa gente, haciendo un cálculo optimista, son personas que no me quieren bien. Todos mis competidores, todos mis verdugos y todas mis víctimas. Llevo quince años en la firma, los cinco últimos como director de personal: no ha sido fácil. Pero de entre todos esos señores y señoras que me odian sé con certeza que la peor es ella. Ella es mi mayor enemigo. Estoy muy seguro de lo que digo porque la conozco bien: es mi mujer.
Y eso que están presentes los más belicosos, los más tenaces de mis adversarios: Donatella, la licenciada en Económicas con un máster en Harvard que entró como secretaria mía porque no encontraba trabajo con la crisis, y que un día me echó lenta y deliberadamente un carajillo hirviendo en los pantalones porque yo le había pedido que nos trajera unos cafés a la reunión. Zaldíbar, que me tiranizó los seis años que fue mi jefe, firmando como suyos, sin yo saberlo, todos los informes que le hice. Contreras, que aspiraba a mi cargo y perdió la contienda, ayudado en la derrota, probablemente, por el hecho casual de que yo me hubiera hecho socio del mismo club de tenis que el Director General, con quien llegué a trabar cierta amistad a golpe de raqueta (no soy un santo, pero tampoco un cerdo como Zaldíbar: digamos que estoy asentado en el más común y vulgar nivel de indignidad). Pues bien, pese a estar presentes estos tres pesos pesados de la hostilidad, ella sigue siendo el mayor enemigo que tengo en esta sala y en el planeta. El hecho de estar casados sólo agrava la cosa. Duermo con ella, con mi feroz enemiga, y en mis noches insomnes me parece escucharle rumiar, en el silencio de sus sueños, ocultos planes de futuras venganzas.
Parece tan dulce. Ahí está, al otro lado de la sala, apoyada en la pared con su fingida y elegante desgana de siempre, hablando con alguien a quien no conozco: mírenla, ahora se la ve bien entre la gente, las espesas aguas de la concurrencia se han abierto un poco, creo que acaban de sacar los canapés calientes y ha habido una deriva de glotones hacia la puerta. Hay que reconocer que se mantiene guapa: se toma su trabajo para ello, desde luego. Se tiñe el pelo, se da masajes, hace gimnasia todo el día (quiero decir, siempre que está en casa: es abogada y trabaja en un despacho laboralista), se llena la cara de potingues, de mascarillas horrendas, de cremas apestosas; se mete en la cama por las noches tan resbaladiza y aceitosa como un luchador de sumo en un campeonato. En esto compruebo una vez más que es mi enemiga y puedo medir el odio y el desapego que me tiene: tantos esfuerzos por mantenerse guapa ¿para quién? Debe de ser para Donatella, para Contreras, para Zaldíbar. Para mí no es, eso está claro, a mí me ofrece la tramoya del afeite, un gorro de plástico en el pelo, un aspecto ridículo. No sé si lo hace por sadismo: para afrentarme con su presencia. O si, lo que sería peor (lo que sospecho), lo hace simplemente porque no me ve, porque no me tiene en consideración, porque no existo. Muchas veces en mi vida, con diversas personas, me he sentido así, de cristal transparente: pero no estar en su mirada, en la mirada de ella, es lo más duro.
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