Rosa Montero - Amantes y enemigos

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Todos los textos tratan sobre ese oscuro lugar de placer y dolor que es la pareja, esto es, tratan del amor y del desamor, de la necesidad y la invención del otro. Son historias que hablan del deseo carnal y la pasión, de la costumbre y la desesperación, de la felicidad y del infierno. Estos relatos, a menudo inquietantes, agridulces, llenos de sentido del humor y de la melancolía del amor, componen un sugestivo espejo de nuestra intimidad más turbia y más profunda, de ese territorio abisal e incandescente que siempre se resiste a ser nombrado.

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No siempre fue así. Al principio todo era distinto. Él estudiaba dibujo lineal por las noches. Y soñaba con hacerse arquitecto. Quería ser alguien. Es más, yo creía que él era alguien. Pero nunca se atrevió a dejar la gestoría. No sé cuándo le perdí la confianza, pero sé que me decepcionó hace ya mucho. No era ni más listo ni más trabajador ni más capaz que yo. Tampoco era más fuerte, me refiero a más fuerte por dentro; por ejemplo, no me sirvió de nada cuando creímos que la niña tenía la meningitis. Y yo, para estar enamorada, necesito admirar al que ha de ser mi hombre. Me has decepcionado, le he dicho muchas veces. Y él se calla y se pone a orear el periódico.

Claro que quizá yo también he cambiado. Antes la vida me parecía un lugar lleno de aventuras, y por las noches, mientras me dormía, la cabeza se me llenaba de imágenes felices: nosotros dos con nuestra hija pequeña, envidiados por todos; él trabajando en un estudio de arquitectura y envidiado por todos; nosotros dos viajando en avión por medio mundo y envidiados por todos. Eran estampas quietas, como las de los álbumes de cromos de mi infancia. Después dejé de pensar en esas cosas, porque estaba siempre tan cansada que me dormía nada más acostarme. Y luego se me pasó la juventud. Llega un día en el que te despiertas y te dices: así que en esto consistía la vida. Poca cosa.

Le he engañado en dos ocasiones. Con dos compañeros de la oficina. Fue un desastre. Yo buscaba el amor a través de ellos y me temo que ellos sólo me buscaban a mí. Los dos estaban casados. Me sentí ridícula. Entre unos y otros, entre estas cosas y todas las demás, se me ha agriado el carácter. Yo de joven era muy alegre. El me lo decía siempre: me encanta tu vitalidad. Y de novios me llamaba Cascabelito. Ahora que lo pienso, quizá para él yo también haya sido una decepción: últimamente no hago otra cosa que gruñir, protestar y estar de morros todo el día.

A veces, sin embargo, me despierto de madrugada sin saber dónde estoy. Me rodea la oscuridad, me acosa el vértigo, me encuentro sola e indefensa en la inmensidad de un mundo hostil. Entonces mi brazo tropieza con una espalda blanda y cálida. Y el rítmico sonido de una respiración muy conocida cae en mis oídos como un bálsamo. Es él, durmiendo a mi lado; reconozco su olor, su tacto, su tibieza. Poco a poco, las tinieblas dejan de ser tinieblas y la habitación comienza a reconstruirse a mi alrededor: la mesilla, el despertador, la pared del fondo, la blusa manchada de grasa que me quité anoche y que descansa ahora sobre la silla. La cotidianidad triunfa una vez más sobre el vacío. Me abrazo a su espalda y, medio dormida, contemplo cómo el alba pone una línea de luz sobre el tejado de las casas vecinas.

Y entonces, sólo entonces, me digo: es mi hombre.

El monstruo de lago

Llevaba dos semanas comiendo porquerías y durmiendo en los bed and breakfast más modestos, pero el dinero se le iba de entre las manos como agua. El coche y el alcohol, eso era lo que le descabalaba el presupuesto. El alquiler del coche era lo peor, pero no había otra manera de moverse. La editorial le pagaba cuatro mil pesetas de dietas al día, lo cual, aunque Escocia estuviera barata, era casi una burla. Así que se alimentaba con la bazofia de los pubs, salchichas purpúreas y guisantes de lata, todo regado con unas cuantas pintas de cerveza. Eso estaba comiendo ahora, precisamente, acodado en la mesa de un pub, junto a la carretera. Un local oscuro como un mal pensamiento, aunque todavía no eran las cuatro de la tarde. Afuera, más allá de los ventanucos, el día moría prematuramente, agobiado por un cielo de nubarrones negros. Sólo estaban a primeros de noviembre, pero hacía ya un frío insoportable. El lago, al otro lado de la carretera, tenía el color helado del mercurio. No tardaría en nevar.

– ¿Es suyo el coche que hay delante?

M. se sobresaltó y miró hacia atrás dos veces, una por encima de cada hombro, buscando la persona a quien la pregunta podría ir dirigida: no estaba acostumbrado a despertar ningún tipo de interés. Pero detrás de él no había nadie. Contempló entonces con más atención al hombre que había formulado la pregunta. Era un tipo de cráneo y vientre redondos, grandes narizotas, ojos de miope. Poseía el aspecto de no haber tenido ni una sola idea propia en toda su vida.

– Supongo que sí -respondió M., en aceptable inglés.

– ¿Extranjero?

– Español.

– ¿Viajando?

– Voy a Inverness.

Tras este breve interrogatorio, el hombrecillo calló, aparentemente satisfecho. M. volvió a su salchicha, fría ya y con sabor a nitratos. Un asco. Como se pasaba los días conduciendo y trabajando, sólo comía una vez por jornada, un almuerzo tardío. Luego seguía camino y por las noches, antes de acostarse, se metía unos whiskys en el cuerpo. Bastantes whiskys. Pero no se consideraba un alcohólico: sólo bebía para poder dormir.

– ¿Le importa si me siento un ratito con usted? -dijo el hombre.

– No, no… -contestó M. sorprendido. Ellos dos, el hombre y él, eran los únicos parroquianos que había en el local. Cosa que no era de extrañar, porque el pub se levantaba en mitad de la nada, entre colinas sombrías y desiertas. Seguramente el tipo se encontraba aburrido de estar solo y de ahí su locuacidad y su insistencia. Un pelmazo. Tenía todo el aspecto de ser un pelmazo. Pero a M. no le importaba: incluso agradecía su presencia. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie, más allá de las mínimas frases necesarias para ordenar una comida y de las monótonas preguntas de su trabajo: «¿El garaje está incluido en el precio?», «¿cuántas habitaciones tiene?», «¿cuánto cuesta el menú?». Cómo odiaba su empleo. De entre todas las guías de viajes más baratas, más feas y peor hechas del mundo, las Orbe se llevarían sin esfuerzo el primer premio. La editorial las vendía por dos perras a una serie de periódicos regionales, y éstos las regalaban, una cada semana, junto con el diario de los domingos. Eran unos librillos confeccionados a puñetazos, plagados de erratas y tan mal pegados que no aguantaban el recorrido del quiosco a la casa sin perder alguna hoja.

– ¿A qué se dedica usted? -inquirió el hombre. Unos matojos de pelos negros sobresalían de sus narizotas.

– Soy periodista. -¡Qué interesante! -dijo el tipo. Y parecía de verdad impresionado.

Porque no sabe, se dijo M. Porque no sabe. Lo que peor llevaba era tener que entrar en los hoteles de lujo a preguntar las tonterías que preguntaba. Y cruzar los larguísimos vestíbulos soportando la mirada suspicaz y desdeñosa del conserje. Porque con él nunca se equivocaban los conserjes de los grandes hoteles: siempre sabían, desde la primera ojeada, que él no podía ser un cliente.

– Entonces quizá le interese saber quién soy yo -dijo el hombrecillo en tono modesto-. Yo, verá usted, soy el monstruo del lago Ness.

Me resopló, súbitamente dolido. Pero, entonces, ¿el tipo se estaba mofando de él? ¿Le había reconocido, de la misma manera que le reconocían los conserjes de los hoteles de lujo, como un objetivo fácil para la burla? Pero no, el hombrecillo parecía estar hablando en seno.

– Claro, ya comprendo que a usted le costará creerme -tartamudeó-. Pero es que, ¿cómo explicarle?, yo soy la apariencia humana del monstruo.

Un loquito, eso era. A M. no le asustaban los locos. Al contrario, con ellos se sentía incluso más a gusto. Con ellos no se veía en la obligación de justificarse por lo mal que le había ido en la vida. A los locos no les importaba que tuviera el hígado hecho papilla o que, a los cincuenta y cuatro años, viviera solo como un perro en una sórdida pensión madrileña. Ni que esta miserable chapuza de las guías se la hubieran dado casi por compasión.

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