«Porque lo que no entendí entonces, lo que únicamente entiendo ahora, cuando te lo cuento a ti, que no lo conociste y no puedes saber hasta qué punto había cambiado y lo imaginas, supongo, como un personaje literario, es que al perderlo a él yo no estaba perdiendo al único hombre a quien podía llamar mi amigo, sino el derecho a recordar o saber cómo había sido mi vida antes de que renunciara para siempre a ella. Las cosas existen sólo si hay alguien, un interlocutor o un testigo, que nos permita recordar que alguna vez fueron ciertas. Por eso él decía que la peor desdicha de un amante no es perder el amor, sino quedarse solo con su memoria, quedarse ciego, precisaba, recordando unos versos de don Pedro Salinas que recitaba siempre y que tal vez has visto subrayados en ese libro suyo que hay en la biblioteca. "Que hay otro ser por el que miro el mundo, porque me está queriendo con sus ojos." Ahora sé que al principio, cuando sin decirle nada limpié la habitación de las ventanas circulares y puse en ella la máquina de escribir, no lo hacía para ofrecerle un refugio o la posibilidad de que escribiera su libro, si no para tenerlo aquí, en esta ciudad y en esta casa, para tener a alguien a quien pudiera decirle lo que no había dicho en diez años y compartir la memoria del tiempo en que Mariana estaba viva. Era igual que antes de la guerra, cuando ella y yo nos enamoramos. Lo buscábamos siempre, porque su presencia nos hacía conscientes de nuestra felicidad de un modo más intenso que cuando estábamos solos. Pero él nunca me habló de Mariana en los meses que pasó aquí. Pronunció su nombre una sola vez, el primer día, cuando me dijo que iba a escribir un libro sobre todos nosotros. Yo imagino que aquel libro era como un vampiro que lo despojaba del uso de la palabra y de los recuerdos a medida que escribía. Le entregaba la vida exactamente como quien da su sangre en un hospital o se consagra al opio. Por eso no lo reconocí cuando aquella noche me abrió la puerta de su habitación. Llevaba por lo menos una semana sin afeitarse y sin comer los platos calientes que Teresa le dejaba en el corredor, y el aire de la habitación y su ropa olían como si no hubiera abierto la ventana ni se hubiera cambiado o lavado desde que llegó aquí. Abrió y se quedó mirándome con su abrigo caído sobre los hombros y me golpeó su sombra al misma tiempo que percibía el olor enrarecido del aire, porque la lámpara de la habitación oscilaba tras él como si hubiera chocado contra ella cuando se levantó para abrirme. Oscilaba él también, los brazos cruzados y las dos manos sujetando las solapas anchas del abrigo, y sonreía sin que yo pudiera ver sus pupilas tras los cristales de las gafas. Tardé un poco en comprender que estaba borracho y que se mecía en el alcohol como un pez tras el cristal de una pecera iluminada, más allá del pudor insolente de quien bebe solo hasta caer derribado y se levanta enseguida porque ha oído que lo llaman y debe fingir que está sobrio. Tienes fuego, me dijo, mostrándome una colilla apagada que olvidó muy pronto en el filo del cenicero, y me invitó a sentarme, repitiendo mi nombre como si acabara de recordarlo y aún no se hubiera familiarizado con él, y bruscamente me olvidó y me dio la espalda para mirar hacia la plaza desde una de las ventanas circulares. "Tienes que permitir que te vea Medina", le dije, pero él no me oyó o no me hizo caso, y se echó a reír con aquella risa fría que yo no le había conocido hasta entonces y que parecía la risa de un muerto. Para no caer se apoyó en el alféizar de la ventana, y caminó hacia mí siguiendo una difícil línea recta, sosteniendo ahora, al mismo tiempo que un nuevo cigarrillo una copa de coñac que se movía ligeramente con el temblor de su mano. "Teresa me ha dicho que casi no pruebas la comida. Medina está abajo, en el gabinete. Si tú quieres, subirá a verte ahora mismo." Se derrumbó en una silla, frente a la máquina de escribir y movió las manos y los labios para decir algo, dijo Mariana o Solana y me mostró con un gesto de fatiga las hojas ya escritas que había en el suelo y sobre la mesa y la hoja en blanco que estaba puesta en la máquina de escribir. "Perdona, Manuel", se disculpaba por cada gesto o palabra, "perdona que no haya limpiado esto para recibirte. Siempre fui muy desordenado, tú lo sabes. Ahora me parece que estoy volviéndome sucio. Pero no estoy enfermo. Tú te acuerdas de Orlando: cuando lo miraba a uno con aquellos ojos fríos de saurio era que se iba a morir de tanto como había bebido. Esta tarde empecé a escribir y no pude ir más allá de la segunda línea. El alcohol sirve alguna vez, pero no sustituye. Eso también lo sabía Orlando". Bebí con él, le pregunté por el libro inacabado y temible cuyas páginas tiradas junto a la mesa él mismo pisaba o apartaba con el pie con un aire de descuido en el que descubrí una parte de castigo voluntario y perversidad, pero ya no era Jacinto Solana el hombre con quien yo estaba hablando.»
Ya no volvió a subir, cuenta, como si relatara una despedida definitiva y larguísima, ya sólo volvió a hablar con él la tarde del primero de abril, cuando entró en la habitación de Solana y lo vio guardar sus papeles y su ropa en la maleta de cartón. Estaba recién afeitado y se había puesto una corbata, y el aliento no le olía a coñac. Como un viajero que está a punto de abandonar un hotel, ordenaba sus cosas en la maleta y había hecho la cama y limpiado los ceniceros y se movía desconocido y resuelto por la habitación. «Me voy a Madrid, Manuel. Allí no me conoce nadie. Estaré más seguro.» Luego Manuel recordaría como una culpa propia su invitación a que Solana se marchara a «La Isla de Cuba»: el río lento y pardo entre las adelfas, la casa sola en la colina, circundada de almendros, la cita exacta y nunca más postergada de Jacinto Solana con su deseo de morir. Manuel llamó a un taxi, y esperaron juntos en el zaguán, aceptando para siempre una inédita cortesía de desconocidos, subieron en el automóvil y cruzaron en silencio los callejones de Mágina y la plaza del general Orduña y luego las anchas calles rectas que dilatan la ciudad hacia el norte, y cuando llegaron a la estación ninguno de los dos tuvo que iniciar un gesto de despedida porque el tranvía amarillo del Guadalquivir ya avanzaba despacio sobre los raíles. Manuel lo vio parado y alejándose en el estribo, con la maleta en la mano y el sombrero sobre los ojos, y le hizo una señal de adiós que Solana no llegó a advertir, porque ya había entrado en el vagón y buscado un asiento cercano a la ventanilla para ver cómo las calles de Mágina se desvanecían para siempre en una ciudad alta y tendida sobre las ruinas de la muralla, suspendida como una línea de niebla azul sobre la lejanía ondulada de los olivares.
«Durante veintidós años he estado solo», dijo Manuel, mirando a Minaya como si se cifrara en su rostro la duración del tiempo, «desde que Solana se marchó hasta que tú llegaste». En el mismo taxi que los había llevado a la estación volvió a la casa cuando ya era de noche, y le extrañó no ver la luz encendida en las ventanas circulares. Estuvo en la habitación de Solana, que aún olía a humo de tabaco y a la presencia y a la usura de un cuerpo, cubrió la máquina de escribir y luego bajó al gabinete para mirarse a sí mismo en mil novecientos treinta y siete, para mirar su propio orgullo y su hombría exaltada por las botonaduras y correas del uniforme. En la fotografía oval, Mariana lo miraba como si estuviera adivinando al hombre futuro y muerto que ahora tenía ante sí. «Pero Mariana lo miraba a él, debes saberlo», dijo Manuel en la biblioteca, frente al fuego. «Estábamos en el estudio del fotógrafo, y yo me había puesto mi uniforme y las dos estrellas que nunca llegué a usar, porque me ascendieron a teniente cuando estaba muriéndome en un hospital de Guadalajara. Ella me tomó del brazo y miró al objetivo cuando el fotógrafo nos dijo que sonriéramos, pero Solana estaba detrás de él, con Orlando, y yo apenas podía verlos, porque me cegaban los focos. Al mismo tiempo que me apretaba el brazo, Mariana movió muy ligeramente la cabeza y encontró los ojos de Solana. Fue exactamente entonces cuando disparó el fotógrafo. Desde cualquier ángulo del gabinete que la mires, ella parece sonreír y mirarte a ti, pero a quien mira es a Jacinto Solana.»
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