Antonio Molina - Beatus Ille

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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

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Recuerdo luego la plaza poco a poco vacía y el cuerpo encogido junto a la columna, pero esa imagen se pierde en la de otros cuerpos que yo no vi, el de mi padre, alumbrado por los faros de un camión al pie de la tapia del cementerio, el cuerpo muerto y solo que vio mi padre el diecinueve de julio de mil novecientos treinta y seis en una esquina de la plaza de San Lorenzo. Cuerpos sin cara como mordiendo la tierra agria o el pavimento de una calle, abandonados al sol, en la siesta vacía, muertos y solos, corrompidos y solos, sin nombre ni dignidad ni gloria, exactamente igual que animales muertos en el fango de un río. Silenciosamente entrábamos en el agua antes de amanecer levantando con las dos manos los fusiles sobre nuestras cabezas y pisábamos algo blando que se hundía, una materia cenagosa y corrupta, fango y cadáveres de mulos ahogados bajo el peso de una ametralladora y cuerpos humanos como despojados de los huesos. Recuerdo la plaza del general Orduña como si la viera desde muy alto, en una hora más desierta aún porque el reloj de la torre no podía anunciarla. El pedestal vacío, el automóvil de Manuel, el cuerpo que un guardia de asalto hurgaba con la punta de su fusil. Mariana y yo caminando muy separados y lentos hacia el automóvil, sentados en él, sin decir nada, sin preguntarnos dónde estarían ahora Orlando y Santiago. Mariana puso las manos tensas en el volante y miró la plaza sin nadie o sólo el cristal manchado que nos separaba de ella. El pelo despeinado y castaño le tapaba el perfil como un velo únicamente concebido para que yo no pudiera verla. Dije su nombre en voz baja, y ella me miró en el retrovisor sin volverse hacia mí. Puse una mano en su rodilla sin atreverme a reconocer o a sentir la forma del muslo bajo la falda tan liviana, como si desearla en ese instante hubiera sido una deslealtad. Cuando volvimos a la casa Manuel aún no había llegado del cortijo, y Orlando y Santiago estaban esperándonos en la biblioteca, un poco ebrios, muy juntos en el sofá, riendo por algo que se decían al oído, con las copas levantadas, como si no recordaran el motivo por el que iban a brindar.

La luz, todas las noches, redonda y amarilla y alta como una luna menor que sólo perteneciera a esa plaza, la única luz encendida a medianoche en la oscuridad de Mágina, la única conciencia, pensaba Manuel, no aletargada por el estupor todavía intacto de la guerra y del invierno larguísimo que al cabo de ocho años parecía prolongarla. Volvía a la casa al anochecer, tras visitar a Medina en su consultorio a dar un lento paseo que solía llevarlo hacia el mirador de la muralla, y antes de empujar la puerta se detenía un rato bajo las acacias para mirar la ventana iluminada de la habitación donde Jacinto Solana estaba escribiendo en ese instante. Imaginaba que oía entre la lluvia el rumor de la máquina de escribir, y lo seguía oyendo confundido con ella o con el murmullo de la voz de Jacinto Solana cuando se despertaba en mitad de la noche huyendo de la vasta mano que le abría el pecho para arrancarle el corazón como se arranca una raíz de la tierra grumosa y húmeda. Los golpes multiplicados y metálicos sonaban sobre su cabeza como la lluvia en los cristales del balcón y los pasos insomnes del hombre que no parecía dormir nunca ni abdicar ni un instante de su perpetua vigilia frente a la máquina de escribir o en torno a ella, destapada siempre, le contaba Teresa, desde el amanecer, al acecho, como un animal mecánico sobre la mesa que Solana rondaba cuando no podía escribir caminando a ciegas entre el humo de sus cigarrillos y el laberinto acuciado de su memoria, girando en círculos de geometría obsesiva como un insecto alrededor de una lámpara. A medianoche cortaban la luz eléctrica y todas las calles y las ventanas de Mágina eran borradas por la súbita crecida de la oscuridad, pero entonces, al cabo de unos minutos durante los que el círculo de la ventana se desvanecía en la alta negrura de la casa, aparecía una luz más amarilla y tenue y se perfilaba en ella la sombra del hombre solo que había encendido la primera vela de la noche para alumbrar su insomnio de palabras escritas o negadas, y a veces Manuel, oculto bajo las ramas de las acacias, veía a Jacinto Solana fumando inmóvil en el círculo de la luz, mirando la ciénaga de tiniebla donde arrojaba la colilla como quien tira una piedra al fondo de un pozo y aguarda a que se escuche su caída en el agua. Cerraba luego la ventana y Manuel volvía a oír los lejanos golpes metálicos de su escritura, tan usuales entre los rumores de la casa como el latido de la sangre en las sienes, y cobardemente se acercaba a ellos subiendo en silencio hasta la misma puerta de la habitación, pero cuando adelantaba la mano para golpearla se detenía y escuchaba los pasos sobre el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, y nunca llamaba, porque temía que Solana no quisiera recibirlo. «Al principio, casi todas las tardes, yo subía a conversar con él, y le llevaba tabaco, un termo de café, alguna botella de coñac. Él salía entonces de la casa al amanecer, para no encontrarse con mi madre o con Utrera, y era entonces cuando Teresa limpiaba la habitación y le hacía la cama, pero poco a poco dejó de salir y hasta de abrirle a Teresa, y ella dejaba la bandeja del desayuno ante la puerta cerrada y cuando volvía para recogerla la encontraba intacta. Hubo una tarde en que tampoco me abrió a mí. Quise creer, y hasta se lo dije luego a Medina, que probablemente se había dormido después de varias noches de insomnio y no me oyó llamar. Pero un momento antes yo había escuchado la máquina de escribir y tenía mientras esperaba junto a la puerta, la absoluta certeza de que él estaba sentado frente a la máquina, conteniendo la respiración, con los índices de las dos manos inmóviles sobre el teclado, esperando a que yo me marchara. Oí el chasquido del encendedor, una respiración muy extraña, como la de un enfermo, y luego, cuando ya me iba pensando que Solana no podía escribir y estaba atrapado en el suplicio de una página en blanco, oí el roce áspero de la pluma sobre el papel, y supe que ni siquiera el silencio era señal de una tregua.»

Como la sangre en las sienes, como la carcoma en los anaqueles más inaccesibles de la biblioteca, como una araña que teje invisiblemente los hilos de su celada bajo la trampilla de un sótano: estaba allí, en la casa, en la habitación de las ventanas circulares, y algunas veces salía a la calle o deambulaba a las tres de la madrugada por el corredor de la galería, pero muy pronto, cuando pasaron los primeros días de solivianto que trajo consigo su llegada, pareció como si verdaderamente se hubiera ido de un modo irrevocable, porque nunca hablaban de él ni se encontraban con su huraña figura, y sólo las periódicas visitas de Teresa al último piso con la escoba y el trapo de limpiar el polvo o la bandeja de la comida indicaban que alguien vivía en aquella región de salones deshabitados durante tantos años: alguien, en todo caso, que iba perdiendo el nombre y el rostro que le asignaban los recuerdos de todos y poco a poco se reducía a una presencia oscura, a la certeza desdibujada y algunas veces temible de que el último piso no estaba vacío, y si pensaban en él, porque oían sus pasos en el entarimado o el ruido de la máquina de escribir, difícilmente podían vincular tales signos a la memoria del hombre que conocieron antes de la guerra o a su inexacta sombra detenida en el patio diez años después. Estaba en la casa como está la carcoma aunque uno no pueda oír su mordedura, y al cabo de un mes su presencia se había emboscado tan definitivamente tras los breves indicios que la revelaban que Manuel, cuando se decidió al fin a entrar en su habitación aunque él no quisiera recibirlo, porque temía que estuviera enfermo, esperó ante la puerta que había golpeado una y otra vez sin obtener respuesta sintiendo la incertidumbre atroz de que no fuera Jacinto Solana el hombre que descorría el cerrojo para abrirle.

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