Estábamos ya muy lejos del andén, y al llegar a los primeros olivos iniciamos demoradamente el regreso. Mariana me tomó del brazo y descansó su peso en mí con un gesto que en otro tiempo fue usual, en Madrid, antes de Manuel, en las calles inciertas de la madrugada y la tentación nunca cumplida de abrazarla. «Mañana», decía al sentir su mano y la proximidad de sus caderas, rígido y cobarde, mañana y luego nunca, la otra casa, el dormitorio oscuro, el insomnio, el silencio y la espera y la oscuridad donde Beatriz no dormía. «Casi no puedo recordar lo que hacía antes de conocerte a ti», dijo Mariana. A un paso el andén, los soldados perezosos que la miraban, el reloj, donde iban a dar las once. Pero ella seguía apoyada en mi brazo y cuando levantaba la cabeza para buscar mis ojos yo veía en la transparencia de los suyos algo que no tenía nada que ver con sus palabras, que no era mío, ni de Manuel, ni de nadie, que pertenece ahora únicamente a la memoria del hombre en quien se fijaron por última vez, la certeza de una cita y de un disparo en el palomar, la voluntad de morir, ahora lo sé, para no ser nunca más vulnerable al abandono ni al miedo. «Modelo», repitió riéndose, «quién se acuerda de eso. No debieras recordármelo ahora. Yo no era nadie, menos que nadie, yo no era nada cuando te conocí. Iba de un sitio a otro, sin pararme nunca, porque si me hubiera detenido en alguien o en algo me habría deshecho en seguida, como una cara en el agua. Cuando apareciste tú y me miraste fue como si al fin yo me encarnara en mí misma. Ahora mismo te estoy viendo, tan callado y tan firme, mirando el cuadro, y no a mí, porque te daba vergüenza mirarme desnuda. Aquel día fue como si me viera por primera vez en los espejos. Tú no necesitabas hablar, ni siquiera moverte, para que se supiera que estabas en el mundo. Nunca había leído nada con tanta atención como los poemas tuyos que me dejaba Orlando. "Mira, esto lo ha escrito Solana. Salvo para nosotros dos, es un secreto." No dormía de noche leyendo los libros que me regalabas tú. Traje conmigo el primero de todos, La voz a ti debida, con la dedicatoria que le pediste a Salinas que escribiera para mí. "Para Mariana Ríos, con afecto, septiembre de 1933." Al leer aquellos poemas tenía siempre la sensación de que eras tú quien los escribía».
Que hay otro ser por el que miro el mundo, repetí, pero Mariana ya no estaba a mi lado y miraba las cosas más allá de mi deseo de inmovilizarlas en ella, rasgado por las agujas del reloj que se aliaban para señalar las doce y por el pitido aún lejano y la columna de humo que se adensó en tiznada niebla cuando el tren se detuvo frente a nosotros, sucio de guerra y de banderas desgarradas que colgaban a los costados de la locomotora, obsceno como un viejo animal de piel húmeda. Entre el humo que se deshacía revelando oscuros rostros ansiosos que miraban el andén desde las ventanillas vi a Orlando, que le hacía señas a Mariana agitando su carpeta de dibujo sobre las cabezas agrupadas contra los cristales, más alto que los otros, y antes de que él me viera, porque yo aún permanecía sentado en el banco del andén, oí sobre el estrépito de los vagones y los gritos de los soldados su gran voz y su risa mientras abrazaba a Mariana, levantándola en vuelo alrededor suyo. «Solana, viejo sátiro, príncipe de tu tiniebla, estás más pálido todavía que el domingo pasado. ¿O fue el sábado cuando nos emborrachamos por última vez?» Grande, cansado, con la ropa en un desorden de borrachera nocturna y un escaso mechón húmedo sobre las sienes, oliendo a alcohol y a medicinas, porque sufría ataques de asma, riendo con una obstinación en los ojos ebrios que a veces se me antojaba próxima a la locura, Orlando bajó del tren trayendo consigo como un emisario toda la excitación de la guerra y la premura ciega de Madrid. Traía carpetas de dibujos que se le cayeron al suelo cuando abrazó a Mariana y que yo recogí de entre los pies de la gente y una maleta que había extraviado en algún lugar del pasillo o de su departamento. Cuando ya subíamos a buscarla, yo urgido por la desesperación de Orlando, que aseguraba haber guardado en ella los bocetos de una obra maestra, apareció con ella un muchacho delgado y de pelo largo y muy negro cuyo rostro reconocí lejanamente. «Dios, por fin ha aparecido», dijo Orlando de un modo que no dejaba saber si se refería a la maleta o al muchacho. «Temí haberlos perdido a los dos, y os juro que prefería perder la maleta que perderlo a él. Santiago, ésta es Mariana, que ha tenido la gentileza de invitarnos a su boda con un hacendado de la localidad. A Solana creo que ya lo conoces. Es el que escribe en Octubre esos artículos tan finos sobre el arte y la revolución proletaria. Aspira a un puesto en el buró político.»
Hablaba tanto y tan rápido y con tan malvadas aristas que calculé que había estado bebiendo hasta el momento justo en que el tren llegó a Mágina. La petaca de licor le abultaba un bolsillo de la chaqueta, pero cuando nos presentó al muchacho que había traído consigo entendí que era el orgullo y no el alcohol la razón más cierta de su exaltada alegría. «Solana, debes volver cuanto antes a Madrid. El frente va a desmoronarse si tú no vas a recitarles a nuestros soldados alguno de tus romances comunistas. Hasta los intelectuales claman por ti. El otro día me encontré a Bergamín, con esa cara de recién comulgado que tiene siempre, y me dijo que en cuanto volvieras iba a nombrarte secretario suyo para ese congreso que preparáis en Valencia. No te lo pierdas, Marianita, el Congreso de Intelectuales Antifascistas o algo parecido. Todo con mayúsculas.» Me pasó la mano por el hombro no tanto para congraciarse conmigo como para no perder el equilibrio, y apoyado en Mariana y en mí salió de la estación. Allí se detuvo, junto al automóvil abierto donde Santiago y yo guardábamos el equipaje, mirando como deslumbrado el vasto cielo azul y la doble avenida de tilos que cortaba la llanura en dirección a Mágina, cuyas torres más altas se divisaban como agujas picudas sobre el descampado. Orlando se quitó el pañuelo rojo y negro que siempre llevaba al cuello y se limpió con él el sudor de la cara, fijo en la claridad, con el pañuelo detenido junto a la boca, como una máscara que no se decidiera a arrancarse. «Solana», dijo, de espaldas a nosotros, «Solana infiel, tenías que habérmelo dicho, tenías que haberme advertido de esta luz. ¿No eras capaz de darte cuenta que ésta es la luz que yo estaba esperando? Hasta Velázquez es oscuridad comparado con ella». Se tambaleaba con la cabeza vuelta hacia lo azul, y cuando Santiago bajó del automóvil ya en marcha y lo tomó del brazo como a un ciego la abatió de golpe y cerró los ojos, y pareció dormirse contra el respaldo del asiento trasero, con la boca y las aletas de la nariz muy abiertas, como si soñara el inicio de un ataque de asma.
Cruzábamos ya las primeras calles de hotelitos bajos y jardines polvorientos donde termina Mágina por el norte cuando vi de nuevo en el retrovisor sus ojos abiertos y enrojecidos, fijos en los míos, en una lucidez ausente que el despertar o el silencio que nos había ganado a los cuatro desde que Mariana arrancó el automóvil despojaban de toda señal de burla o de orgullo. Dejó caer lentamente la cabeza sobre el hombro de Santiago, que permanecía grave y firme junto a él, mirando las largas casas alineadas, y al encender un cigarrillo sin apartar los ojos del retrovisor creí adivinar en su gesto una antigua contraseña de desolación o renuncia, como si bruscamente lo hubiera abandonado el espejismo del alcohol. Movió un poco la cabeza y entonces supe que aludía a Mariana y me preguntaba sin palabras por ella. «Estás guapísima conduciendo, Mariana», dijo, con los párpados entornados para apurar la indolencia, «me recuerdas a aquella heroína del Orlando Furioso que cabalgaba sobre un caballo alado con una armadura reluciente». Apoyó su mano en el respaldo de Mariana y le acarició el pelo con ternura fugaz, como un fauno adormecido, como tocando el aire o una líquida seda que se le deshacía entre los dedos grandes y manchados. Ella apartó un momento los ojos de la calzada para sonreírle en el espejo con aquella tranquila gratitud de cómplice que siempre hubo en su modo de mirar a Orlando. Tuve celos cuando sorprendí el cruce de sus miradas en el retrovisor, porque yo deseaba esa parte candida y ofrecida de Mariana que sólo se revelaba en su trato con Orlando tanto como la otra, la más oscura y carnal, que pertenecía a Manuel, y hubiera querido unir las dos en una sola mujer indudable y no hermética a mi inteligencia y mi deseo como la tercera Mariana, la única que yo conocía, sombra o reverso de las otras o de sí misma que estaba siempre como a un lado de las cosas, que a veces, esa misma mañana, me tomaba del brazo y se detenía para decirme las exactas palabras que me quemaban a mí y que yo nunca le diría. «Siempre estaré contigo. Haga lo que haga y esté con quien esté, aunque no vuelva a verte. Quiero que lo sepas y que no se te olvide nunca, ni siquiera cuando ya no te importe.»
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