«Por qué no escribes un libro de verdad», decía él, «una novela como Rosa María, para que yo pueda leerla». Un solo libro que tuviera la misteriosa apariencia que habían poseído todos los libros en mi infancia: un objeto denso y necesario, un volumen grávido por la geometría de las palabras y la materia del papel, con duros ángulos y tapas gastadas por el largo trato con la imaginación y las manos. Tal vez ahora no estoy escribiendo para mí ni para salvar una memoria proscrita: oscuramente me conduce el deseo de tramar y hacer un libro igual que un alfarero modela una jarra de arcilla: para que lo toquen sus manos de muerto y lo lean y revivan sus ojos cegados por el miedo final y el estupor de un destino que no le pertenecía. Me dicen, dice Manuel, que nadie sabe por qué lo mataron, pero eso es un modo piadoso o cobarde de no decir que lo mataron porque era mi padre. Probablemente temían que yo hubiera logrado escapar: acaso calcularon que no bastaba una sola muerte para agotar mi castigo o mi culpa. Sé, me han dicho, que el segundo o el tercer día de abril de 1939 lo vieron llegar a la plaza de San Lorenzo exactamente igual que se había marchado tres años atrás. Ató la brida del mulo a la reja de la ventana, abrió la puerta con su gran llave de hierro, descargó el colchón y la cama desarmada y preguntó a un vecino quién había ganado la guerra, moviendo pensativamente la cabeza cuando se lo dijeron. Durante varios días no salió de la casa. Escuchaba la radio hasta muy entrada la noche, vigilaba la plaza tras los postigos de un balcón, y cuando alguien llamaba a la puerta se apresuraba a abrir, contra su antigua costumbre.
Al cuarto día llegó a la plaza una camioneta pintada de negro y se detuvo bajo los álamos, enfilando a la casa. Con estrépito de puertezuelas violentamente cerradas y botas militares bajaron cinco hombres uniformados de camisa azul y boina roja. Dentro de la camioneta, junto al conductor, quedó un hombre de paisano que hacia a los otros señales afirmativas indicándoles la puerta todavía cerrada. Cuando abrió para mirar quién llamaba le hincaron el cañón de una pistola en el pecho, obligándolo a retroceder hacia el interior del portal, gritándole que no bajara las manos de la nuca. «¿Eres tú Justo Solana?» dijo uno de ellos, el que le había apuntado por primera vez. Golpeándolo con las culatas de las pistolas lo empujaron hacia la calle, hasta que estuvo cerca de la ventanilla por donde lo miraba el hombre de paisano. Estuvo un rato así, inmóvil, cercado por las pistolas, con las manos unidas bajo la nuca, y al final el hombre de paisano, que había bajado el cristal de la ventanilla para mirarlo mejor, dijo: «Éste es. Lo he reconocido en seguida», y los otros, como si obedecieran una orden, lo hicieron subir a culatazos en la camioneta y luego saltaron a ella apuntando todavía hacia las ventanas cerradas de la plaza, que sólo volvieron a abrirse muy levemente cuando el ruido del motor se había perdido por los callejones.
He visto el lugar a donde lo llevaron. Un convento, ahora abandonado, que durante la guerra fue almacén y cuartel para las milicias anarquistas, en una de esas plazuelas sin árboles que uno encuentra a veces inopinadamente al final de una calle de Mágina. En 1939 blanquearon la fachada del convento para tachar los grandes rótulos pintados en rojo que la cubrían, pero los años y la lluvia han desleído tenuemente la cal y ahora pueden adivinarse de nuevo las iniciales, las palabras condenadas. F.A.I., debió leer en la fachada cuando lo hicieron bajar de la furgoneta. Loor a Durruti, pero sin duda ignoraba quién era Durruti y qué significaban las iniciales furiosamente escritas con brochazos rojos. Eran únicamente una parte de la guerra que al final lo había atrapado, tan indescifrables como la guerra misma y los rostros de los hombres que lo empujaron y el motivo que usaron para detenerlo. Los sótanos, la capilla, las celdas de los frailes, estaban llenos de presos, y habían tendido una alambrada espinosa entre las columnas del patio para alojar allí a los que ya no cabían en las celdas. Desde la calle se veía una niebla de rostros oscuros adheridos a las rejas de las ventanas, de ojos y manos asidas a los barrotes o surgiendo desde la penumbra como animales extraños o ramas de árboles que inútilmente se alargaran para alcanzar la luz. Había también, supongo, en los corredores altos, donde apenas llegaba el ruido de los tacones y las órdenes y los motores de los camiones cargados de presos que se detenían en la plaza, un atareado rumor de papeles y máquinas de escribir, ventiladores, tal vez, listas de nombres interminablemente repetidas en papel carbón y comprobadas por alguien que iba deslizando un lápiz por el margen y se interrumpía de vez en cuando para corregir un nombre o trazar a su lado una breve señal.
Sé que todos los días, a la caída de la tarde, llegaba a la puerta del convento una hilera de burros cargados con hojas de coliflor. Volcaban los serones en el zaguán, y una cuadrilla de presos vigilados por guardianes marroquíes recogía el forraje a grandes brazadas y lo arrojaba a los otros sobre la alambrada del patio. Las grandes hojas de un verde entre azulado y gris se derramaban entre las manos tendidas de los presos, que peleaban para conseguirlas y las desgarraban y mordían luego ávidamente sus nervaduras chupando su jugo pegajoso y amargo. Él no comió. Él no quiso humillarse entre los grupos de hombres que se disputaban una hoja de forraje de vacas y avanzaban a gatas buscando entre los pies de los otros un resto inadvertido o pisado. Después de comer esas hojas que crujían como papel de estraza y dejaban un sucio rastro verde y húmedo alrededor de la boca, algunos presos, tal vez los que más fieramente habían peleado para conseguirlas, se retorcían sobre las losas y vomitaban apretándose el vientre y amanecían muertos e hinchados en medio del patio o en el rincón de una celda. Silencioso y solo, él miraba los rostros desconocidos y las cosas extrañas que sucedían a su alrededor y pensaba que eso, al fin, era la guerra, la misma crueldad y desorden que había conocido cuando en su juventud lo llevaron a Cuba. De vez en cuando, a medianoche, escuchaba los retemblidos de un camión parándose junto a la puerta del convento. Entonces el silencio se imponía de golpe sobre el murmullo de los cuerpos amontonados en la oscuridad, y todas las pupilas quedaban fijas en el aire, nunca en los rostros de los otros, porque mirar a otro hombre era tener ante sí la prefiguración de la llamada y la muerte. Al ruido del camión sucedía el de los cerrojos y el redoble de las botas por los corredores. Entre dos columnas del patio, en el umbral de una celda, se detenía un grupo de figuras uniformadas, y una de ellas, alumbrando con una linterna la lista mecanografiada que sostenía en la otra mano, iba leyendo lentamente los nombres, equivocándose a veces al pronunciar un apellido difícil.
Una noche pronunciaron el suyo. Tenía los huesos entumecidos de humedad y un ingrato sabor como de ceniza en la boca. Dos guardias lo alzaron del suelo y le ataron las manos a la espalda con un alambre. Pensó en mí, de quien nada sabía desde dos años atrás, en su casa cerrada, en su tierra sola bajo la noche. Lo hicieron subir a la caja del camión y lo maniataron contra el espaldar de una silla, al lado de un hombre de cabeza derribada que se estremecía en sus ataduras con un llanto sordo y continuo. Habían clavado una doble fila de sillas de anea sobre las tablas del camión, y los hombres atados a los espaldares permanecían alineados y rígidos, como si asistieran a su propio velatorio, oscilando gravemente en las curvas de los callejones y rebotando convulsos cuando el camión dejó atrás las últimas esquinas alumbradas y se internó por un camino de tierra en los baldíos del norte de la ciudad. Sintió el ilimitado olor del aire y de los descampados en la noche que los faros hendían buscando el camino del cementerio. El camión avanzó al fin entre cipreses oscuros, y al llegar ante la verja de hierro giró a la izquierda continuando por una estrecha vereda a lo largo de las tapias bajas y encaladas. Alguien gritó al conductor que se detuviera, y el camión retrocedió hasta situarse frente a un tramo de la tapia donde la cal estaba picoteada de disparos. Dos soldados iban desatando las cuerdas que los sujetaban a las sillas y empujándolos luego para que saltaran del camión. Los alinearon ante la tapia, deslumbrados por los faros amarillos que alargaban sus sombras sobre la tierra removida y manchada. Mucho antes de que sonaran los cerrojos de los fusiles y la detonación única que no llegó a escuchar, él ya había dejado de tener miedo, porque se sabía al otro lado de la muerte: la muerte era esa luz amarilla que lo cegaba, era la sombra que se iniciaba tras ella y cobraba la forma de los olivos cercanos y de los hombres emboscados o confundidos con ellos que levantaban sus fusiles y permanecían inmóviles durante un tiempo sin fin, como si no fueran a moverse ni a disparar nunca. No el dolor del vacío ni el vértigo de caer con las manos atadas sobre la tierra o sobre otro cuerpo, sino una súbita sensación de lucidez y abandono y crudo sabor de sangre en la boca cerrada contra la oscuridad.
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