Antonio Molina - Beatus Ille

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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

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También entonces, como ahora, cuando tan inútilmente escribo para revivirlo, era imposible la gratitud. En la tibia tarde de mayo se prolongaba sobre nosotros la sombra de los terraplenes y de la muralla sur de Mágina, y el aire tenía el olor húmedo de las hojas de los granados, la transparencia fría del agua por las acequias. Ante mis ojos las terrazas de la huerta descendían hacia el valle como las estancias de un jardín sucesivo. Él estaba barriendo la tierra apisonada del cobertizo, y se detuvo al llegar a mi lado, mirando a donde yo miraba, como si hubiera adivinado la tentación que tan súbitamente me poseía, no como un deseo o un propósito, sino con la imperiosa certeza de un dolor que nos vuelve a herir cuando ya lo habíamos olvidado: «Que el mundo termine aquí, que no haya nada al otro lado de la sierra, sólo aquel mar de naufragios y acantilados oscuros que yo imaginaba entonces, porque lo había visto en un grabado de Rosa María.» Pero tal vez estoy queriendo corregir el pasado: es ahora, diez años después, encerrado como un fugitivo en esta habitación de ventanas circulares, cuando siento la ciega, la inútil tentación de arrancarme la conciencia como Edipo se arrancó los ojos para que no quede en mí sino la memoria de aquel jardín y de mi padre: alto, abotinado, asfixiado por el cuello duro y los botines que crujían de un modo extraño cuando caminaba por el corredor de la escuela, porque sólo se los ponía para asistir a los entierros, alto y de pronto cobarde cuando llamó a la puerta y pidió permiso sin atreverse a entrar antes de que el director se levantara para recibirlo. Yo acababa de cumplir once años, y una noche, después de echar el último pienso a los animales y atrancar la puerta de la calle, él se sentó frente a mí y apartó el libro que yo estaba leyendo para mirarme a los ojos. «Mañana voy a sacarte de la escuela. Bastante tienes con lo que sabes ya.» Detrás de mí, junto al fuego, mi madre cosía algo o simplemente lo miraba a él, no impasible, sino vencida de antemano, y aunque yo hubiera querido decirle algo o pedirle ayuda habría sido imposible, porque el llanto me detenía la voz y todo era muy lejano tras la niebla de las lágrimas. «No llores, que ya no eres un chiquillo. Los hombres no lloran.» Él recogió el candil de la repisa de la chimenea y le hizo una señal a mi madre. Me dejaron solo, alumbrado por las ascuas rojas de la lumbre, los ojos fijos en el libro y en las palabras que se deshacían como si estuvieran escritas sobre el agua. Al día siguiente, antes del amanecer, aparejé a la yegua blanca y la llevé a beber al pilar de la muralla. Amanecía cuando yo cabalgaba despacio por el camino de la huerta. Pensé no detenerme: seguiría hasta el fin el mismo camino blanco, más allá de las huertas, de los olivares, del río y de las remotas colinas azules que se ondulaban ante las primeras estribaciones de la sierra. Pero al llegar al álamo seco bajé de la yegua y la dejé atada de la brida, y me senté en el pesebre para esperar la plena luz del día, porque había traído mi cartera con los cuadernos escolares y quería terminar un ejercicio de aritmética, como si eso importara, como si tuviera ante mí un plácido porvenir de patios y pupitres y exámenes en los que siempre, no por amor al estudio sino por una especie de vengativa obstinación, conseguía la nota más alta. Esa mañana, sentado en el pupitre que compartía con Manuel, lo dejé copiar los ejercicios de mi cuaderno sin decirle una sola palabra, y no jugué con él ni con nadie cuando salimos al recreo. Con sus mandiles azules y sus cuellos blancos, los otros corrían gritando tras un balón o trepaban por las rejas del patio, pero yo no era como ellos. Yo miraba el gran reloj en la fachada de la escuela, parado desde siempre en las diez y cuarto, y esa hora detenida era más temible porque ocultaba el paso verdadero del tiempo, las otras agujas invisibles que aproximaban el momento en que mi padre, después de vender las últimas hortalizas y cerrar su puesto en el mercado, iba a ponerse el cuello duro y el traje y los botines de los entierros para informar al director de que yo, su hijo, Jacinto Solana, no iba a volver a la escuela porque ya era un hombre y él me necesitaba para trabajar en su tierra hasta el fin de mi vida. Pero cuando al fin llegó y entramos juntos en el despacho del director, lo vi infinitamente dócil, extraviado, vulnerable, murmurando «¿da usted su permiso?» con una voz que yo no le había escuchado nunca. Asentía, murmuraba cosas sosteniendo el sombrero con sus dos grandes manos que de pronto se me antojaron inútiles, difícilmente erguido en el filo del sillón donde sólo se había atrevido a sentarse cuando el director se lo indicó, y entonces yo sentí la necesidad de defenderlo o de apretar su mano y caminar junto a él igual que cuando era pequeño y lo acompañaba a vender la leche por las casas de Mágina. «Pero usted no sabe el disparate que está a punto de cometer, amigo mío»: defenderlo del director y de su blanda sonrisa y de sus palabras, que cobraban la misma cualidad hostil de la mesa de roble donde apoyaba las manos y del retrato de Alfonso XIII que había colgado sobre su cabeza. «Debo decirle que su hijo es el mejor alumno que tenemos en la escuela. Le auguro un porvenir magnífico, ya se incline por las ciencias o por las artes, caminos ambos para los que la naturaleza lo dotó de excepcionales cualidades. No, no es preciso que usted me lo diga: la agricultura es una profesión muy digna, y una gran fuente de riqueza para la nación, pero las jóvenes cabezas como la de su hijo están llamadas a profesar un destino, si no más digno, sí de mayor responsabilidad y altura.» Hizo una pausa para recobrar el aliento y se puso resueltamente en pie, posando en mis hombros sus manos blandas y pequeñas, con un gesto en el que al cabo de los años sospecho una vaga intención alegórica. «Su hijo, amigo mío, debe seguir aún bajo la custodia de sus maestros. ¿Quién le dice que no tenemos ante nosotros a un futuro ingeniero, a un médico eminente o, si me apura, a un tribuno de cálida oratoria? Muy grandes hombres salieron de un hogar humilde. Ahí tiene usted a don Santiago Ramón y Cajal.» Cuando al cabo de una hora salimos del despacho del director, caminamos en silencio por un corredor muy largo hasta la puerta de mi clase. Por encima del vago rumor que venía de las aulas alineadas yo escuchaba los pasos de mi padre y el crujido incómodo de sus botines, y recordaba su voz pronunciando al final las palabras que ni siquiera me había atrevido a desear -«Bueno, pues si usted lo dice lo dejaré aquí, con la falta que me hace, a ver si llega a ser algún día un hombre de provecho»-, pero no podía hallar en ellas la transitoria salvación que parecían prometerme, sino una culpa oscura y más cierta que la gratitud: la conciencia de una deuda que tal vez no merecía, que nunca iba a devolver. Antes de marcharse, mi padre se inclinó para darme un beso, sonriéndome de un modo que me hirió porque era la sonrisa de un hombre al que yo ya no conocía. «Anda, vuélvete a la clase, y no te entretengas al salir, que tienes que llevarme el almuerzo a la huerta.» Se volvió para decirme adiós desde la claridad última del pasillo, y cuando entré en el aula y Manuel se hizo a un lado para dejarme sitio en el pupitre me tapé la cara con las manos, para que no supiera que había estado llorando.

Como traída por la sombra inmensa de la muralla, en cuya cima se iban encendiendo las lejanas luces del mirador, había caído sobre la huerta y el valle una noche lentísima, perfumada y azul y honda como el brillo del agua inmóvil en las albercas. Él sacó el candil de la casa y lo colgó de una de las vigas del cobertizo. En las noches así se cocinaba la cena en un fogón al aire libre. Fuera del círculo de aquella luz, que relumbraba ante la casa como las llamas de los rastrojos quemados en las noches de verano, había una oscuridad de océano sin orillas, de cerros negros y árboles como aparecidos o estatuas. Pero él no temía a la oscuridad ni al inhabitable silencio. Limpió el fogón de ceniza, atizó la lumbre, se puso en pie con una agilidad que me desconcertaba para señalarme el lugar donde estaban la sartén y el aceite. En una torre de la ciudad habían sonado las campanadas de las diez. «Tengo que irme ya, padre.» Se quedó quieto, junto al fuego, movió la cabeza con aire de melancolía o fatigado desengaño. «Con todo el tiempo que hace que no vienes a verme y no te quedas ni a cenar. ¿Dónde paras en Mágina?» «En casa de mi amigo Manuel. Se casa pasado mañana. Me ha pedido que lo invite a usted de su parte.» «Pues le das las gracias y le dices que tu padre está malo. Yo no subo a Mágina mientras no terminéis esa guerra.» Al despedirnos me besó sin mirarme, y volvió en seguida a atizar el fuego que se apagaba. Desde el camino de Mágina lo vi absorto, reclinado, solo en el resplandor del fuego como en una isla, enconadamente solo contra la oscuridad y la rendición. Lo imaginé apagando el fuego cuando terminara de cenar, entrando en la casa con el candil en la mano, reconociendo la penumbra y el orden que él había elegido. Colgaría el candil junto a la cabecera de la cama y recostado en ella abriría el volumen segundo de Rosa María o la Flor de los Amores, que era un libro más largo que su paciencia y su propia vida, encontrando acaso los viejos recortes que estaban ya tan amarillos como las páginas de la novela. Pero él nunca dijo a nadie que sabía leer y escribir: le importaba no dejar señales de su presencia en el mundo, y en la escritura, como en las fotografías, sospechaba una trampa que siempre quiso eludir, la celada invisible que tienden las huellas digitales.

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