Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Excelencia, son más de ocho mil escribientes, y hay un solo pasquín. Tendría que ir turnándolos de a uno por vez, de tal forma que de aquí a unos veinticinco años podrán revisar los quinientos mil folios… ¡No, bribón, no! Mutila el papel en trozos muy pequeños hasta hacerle perder el sentido. Nadie debe enterarse de lo que contiene. Reparte el rompecabezas a esos millares de perdularios. Ve la manera de componértelas para que se espíen mutuamente. El caraña que ha tejido esta tela caerá por sí solo. Tropezará en una frase, en una coma. Lo negro de su conciencia lo engañará en el delirio de la semejanza. Cualquiera de ellos puede ser el malhechor; el más insignificante de entre esos pendolines. Su orden será cumplida, Excelencia. Aunque me animaría a decirle, Señor, que casi no hace falta. ¿Cómo que no hace falta, holgazán? En la punta del ojo, Excelencia, tengo la letra de cada uno de los escritos. Del más mínimo papel. Y si Vuecencia me apura, yo diría que hasta las formas de los puntos al final de los párrafos. Su Señoría sabe mejor que yo que los puntos nunca son del todo redondos, así como en las letras más parecidas siempre hay alguna diferencia. Un rasgo más grueso. Un rasgo más fino. Los bigotes de la t, más largos, más cortos, según el pulso de quien los marcó. La colita de chancho de la o, levantada o caída. Ni hablar del empeine, de las piernas retorcidas de las letras. Los fustes. Los florones. Los lances a dos aguas. Las cabezas de humo. Los techos de campanillas de las mayúsculas. Las enredaderas de las rúbricas dibujadas en una sola espiral sin un respiro de la pluma, como es la que Su Excelencia traza debajo de su Nombre Supremo trepado a veces por la tapia del escrito… ¡Acaba mentecato con tu floricultura escrituraria! Sólo quería recordar a Vuecencia que me acuerdo de todos y de cada uno de los legajos del archivo. Por lo menos desde que Su Señoría se dignó nombrarme su fiel de fechos y actuario del Supremo Gobierno, en la línea sucesoria de don Jacinto Ruiz, de don Bernardino Villamayor, de don Sebastián Martínez Sanz, de don Juan Abdón Bejarano. Don Mateo Fleitas, el último a quien reemplacé en el honor del cargo, disfruta ahora en Ka'asapá de un merecido retiro. Encerrado en su casa, como en un calabozo, en la más total obscuridad, vive don Mateo Fleitas. Nadie lo ve durante el día. Una lechuza, Señor. Más escondido que el urukuré'á en la espesura del monte. Únicamente por las noches cuando no sale la luna, su fuego-frío le saca en la piel una especie de sarna parecida a la lepra-blanca, en los ojos un flujo legañoso parecido a la pitaña, don Mateo sale a pasear por el pueblo. Cuando la luna no sale, sale don Mateo. Envuelto en la capa de forro colorado que Su Excelencia le regaló. Su sombrero-caranday coronado de velas encendidas. Ya el vecindario no se asusta cuando ve esas luces porque sabe que bajo ese sombrero iluminado va don Mateo. Lo encontrará por ahí, capaz que hacia el bajo del Pozo Bolaños, me dijeron cuando pregunté por él en la noche de mi llegada al pueblo por el asunto aquel de los abigeatos.

Seyendo noche muy obscura lo vi subir la arribada de la fuente milagrosa. Vi el sombrero solo flotando en el aire, muy afarolado, lleno de lumbre, que al principio creí ver un mazacote de cocuyos alumbrando verdosamente los cardales. ¡Don Mateo!, grité llamándolo fuerte. El sombrero coronado de velas se me arrimó. Eh don Poli, ¿qué hace usté por estos lugares tan noche? He venido para investigar el robo de ganado de la estancia-patria. ¡Ah cuatreros!, dijo don Mateo Fleitas que ya estaba siendo un poco de sombra humana a mi lado. ¿Y a usted cómo le va?, dije por decir algo. Ya ve, colega, lo mismo de siempre. Sin novedad. Me pareció que tenía que bromearle un poco. ¿Qué, don Mateo, anda jugando al toro-candil o qué? Ya estoy un poco viejo para eso, dijo con su voz cascadita y chilladita. Con esas velas en el sombrero no va a perderse, compadre. No es que me vaya perder, más perdido de lo que ya estoy. Conozco bien estos yavorais. Si se me antoja puedo recorrer todo Ka'asapá con los ojos cerrados. ¿Una promesa entonces? Antes de dormir vengo siempre al Pozo Bolaños a tomar un trago de la surgente del Santo. Mejor remedio no hay. Opilativo. Cornal. Vamos a casa. Así conversamos un poco. Me puso la mano en el hombro. Sentí que sus uñas se engancharon en los flecos de mi poncho. Ni me di cuenta de que habíamos entrado al rancho. Se sacó el sombrero. Lo puso sobre un cántaro. Apagó todas las velas menos el cabo más gastadito con esas uñas de kagua-ré; las del pulgar y el índice sobre todo, Señor, ganchudas y filosas como una navaja. Con el líquido de una limeta roció el cuarto tres veces. Una fragancia sin segundo en un segundo borró el aire a cerrado, a orines de viejo, a carne descompuesta que olí al entrar. Ahora olía mismamente a jardín. Me fijé si había puesto algunas plantas aromáticas en los rincones. Sólo alcancé a ver unas sombras que revolaban casi pegadas al techo; otras, colgadas en racimos, de la paja misma.

Trajo una manta que sacó de un baúl; parecía tejida en lana o pelo muy suave de un color tirando a pardo-oscuro; yo diría más bien un color sin color porque la luz desteñida del candil no entraba en esa espumilla que a más luz sería todavía menos visible; un suponer, el color de la nada si la nada tuviese color. Tóquela, Policarpo. Tiré retiré la mano. Tóquela sin miedo, colega. Tenté la mano. Más blanda que la seda, el terciopelo, el tafetán o la holanda era. ¿De qué está hecha esta tela, don Mateo? Parece plumilla de pichones recién nacidos, plumón de pájaros que no conozco, y eso que no hay pájaro que no conozca. Señaló hacia el techo: De esos que andan revoloteando sobre su cabeza. Hace diez años que estoy tejiendo la manta para regalar a Su Excelencia el día de su cumpleaños. Este 6 de enero, si el reumatismo me deja caminar las cincuenta leguas hasta Asunción, yo mismo voy a ir a llevarle mi regalo porque me han contado que nuestro Karaí anda medio sin ropa y medio enfermo. Esta manta lo va a abrigar y lo va a curar. ¡Pero hecha con ese pelo, don Mateo! ¿Le parece que Su Excelencia va a usar semejante cosa?, tartamudeé entre arcadas. Usted sabe muy bien que nuestro Karaí Guasú no acepta luego ningún regalo. ¡Ea, don Poli! Esto no es regalo. Es remedio. Va a ser una manta única en el mundo. Suave, ya la ha tocado usté mismo. La más liviana. Si la tiro al aire en este momento, usté y yo podemos envejecer esperando que vuelva a caer. La más abrigada. No hay frío que pueda atravesar el tejido. Contra la calor de afuera y la calentura de adentro también sirve. Esta manta es contra todo y por todo. Yo miraba el techo cerrando los ojos. Pero ¿cómo ha podido juntar tantos orejudos? Ya me conocen. Vienen. Se sienten como en su casa. Si acaso hacia el atardecer salen a ventilarse un rato. Después vuelven a entrar. Aquí están a gusto. ¿No le muerden, no le chupan la sangre? No son zonzos, Poli. Saben que en mis venas ya no hay sino sanguaza. Yo les traigo animalitos del monte; ésos que andan de noche son los más vivos y de sangre más caliente. Mis mbopís cebados y contentos crían un pelo tan fino que sólo manos acostumbradas a la pluma, como la suya o la mía, pueden hilar, manejar, tejer, dijo despabilando el candil con esas uñas larguísimas. Mientras duermen les arranco la plumita de seda con miradas de seda y tironcitos de seda. Somos muy compañeros. Pero dejando aparte la colcha que no es de discutir, yo malicio que uno de estos mis animalitos podría aliviar los males de Su Excelencia. Aquí, hará unos años, un fraile dominico se moría de una ardiente calentura. El sangrador no consiguió sacarle una gota de sangre con su lanceta. Los frailes estimando que el enfermo se moría, después de darle el último adiós se fueron a dormir y mandaron a los indios a cavar la sepultura para enterrarlo con la fresca. Por la ventana largué un murciélago que yo por esos días guardaba en arresto y sin comida por haberse desacatado. El mbopí se le prendió a un pie. Cuando se atracó echó a volar dejando rota la vena. A la salida del sol volvieron los frailes creyendo que el enfermo ya estaría muerto. Lo encontraron vivo, alegre, casi güeno, leyendo su Breviario en la cama. Gracias al mbopí-médico el fraile volvió muy pronto a su natural. Hoy por hoy es el más gordo y activo de la congregación; el que más hijos tiene con las indias-feligresas se dice; pero yo no me ocupo de esas calumnias ocupado día y noche en el trabajo de tejer la manta para nuestro Supremo.

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