Alcánzame el libro del teatino Lozano. Nada mejor que destacar la verdad de los hechos comparándola con las mentiras de la imaginación. Bien pérfida la de este otro majadero tonsurado. El más testarudo calumniador de José de Antequera. Su Historia de las Revoluciones del Paraguay, contraria al movimiento comunero, contraria a su jefe. Ése ya no podía defenderse de tales bellaquerías porque lo habían asesinado dos veces. El padre Pedro Lozano pretendió hacerlo por tercera vez recopilando los infundios, imposturas e infamias que se tejieron contra el jefe comunero. Lo mismo que obran y obrarán contra mí los anónimos panfletistas. Alguno de esos escritorzuelos emigrados se animará sin embargo, en la impunidad de la distancia, a estampar cínicamente su firma al pie de tales truhanerías.
Tráeme el libro. No está aquí, Señor. Lo dejó usted guardado en el Cuartel del Hospital. Ténganlo pues a pan y agua; que le den una purga diariamente hasta que muera o arroje al sumidero todas sus mentiras. El Paí Lozano no está aquí, Señor; no estuvo nunca, que yo sepa. Te he pedido que me alcances las Revoluciones del Paraguay. Están en el Cuartel del Hospital, Señor. La Historia, bribón. La Historia está en el Hospital, Señor, guardada bajo llave en el almario. La dejó usted allá cuando su internación.
Quedamos en la primera interrupción de la Colonia. Un siglo atrás José de Antequera llega, brega, no se entrega. El gobernador de Buenos Aires, el ínclito mariscal de campo Bruno Mauricio de Zabala invade el Paraguay con cien mil indios de las Misiones. Barbilla hundida, bucles enrulados, se pone a la cabeza de la expedición represora. Cinco años de batallas. Colosal carnicería. Desde los tiempos de Fernando III, el santo, y de Alfonso X, el sabio, no se ha visto lucha más cruenta. Con retardo de siglos la Edad Me dia entra a talar las selvas, los hombres, los derechos de la provincia del Paraguay.
En la gran pelotera, cada uno sólo ve la rueda de hechura de sol de oro muy fino, tamaño de una rueda de carreta. Los sarracenos de Buenos Aires, los padres del imperio jesuítico, los encomenderos godo-criollos, descabezan, destripan la rebelión. Antequera es llevado a Lima. También Juan de Mena, su alguacil mayor en Asunción. Son arcabuceados en las mulas que los llevan al cadalso, antes de que el pueblo amotinado pueda libertarlos. Para mayor seguridad arrojan sus cadáveres sobre el tablado. El verdugo troncha las cabezas. Las dos primeras cabezas que ruedan por la independencia americana. Gorgorito de historiador. Lo que no impide que aquello haya ocurrido. Visto y oído lo cual aprendí a ser desconfiado. Cien años en un día. Un día antes del siglo rematé la vuelta de aquel levantamiento proclamando, yo a mi vez en estas colonias, que el poder español había caducado. No solamente los derechos realengos del borbón. También los usurpados por la cabeza del virreinato donde el despotismo monárquico había sido reemplazado por el despotismo criollo bajo disfraz revolucionario. Lo que resultaba dos veces peor.
Igual aquí en el Paraguay. Asunción no era mejor que Buenos Aires en este sentido. Asunción ciudad-capital. Fundadora de pueblos. Amparo-reparo de la conquista, la estigmatizaron cédulas reales. Honor deshonorante.
Los oligarcones querían seguir viviendo hasta el fin de los tiempos de la cría de su dinero y de sus vacas. Vivir haciendo el no hacer nada. Prole de los que traicionaron el levantamiento comunero. Aristócratas-iscariotes. Los que vendieron a Antequera por la maldición de los Treinta Dineros. Bando de los contrabandos. Bando de los escamoteadores de los derechos del Común. Bastar- dos de aquella región de encomenderos. Mancebos de la tierra y del garrote. Eupátridas que se autotitulaban patricios. Pon una nota al pie: Eupátrida significa propietario. Señor Feudal. Dueño de tierras, vidas y haciendas. No, mejor tacha la palabra eupátrida. No la entenderán. Empezarán a meterla en sus oficios sin ton ni son. Les alucina todo lo que no entienden. ¿Qué saben ellos de Atenas, de Solón? ¿Has oído tú algo de Atenas, de Solón? Lo que Vuecencia ha dicho de ellos, nomás. Continúa escribiendo: Por otra parte aquí en el Paraguay esta palabra nada significa. Si alguna vez hubo eupátridas, ya no los hay. Difuntados o emparedados están. Pese a que los genes de la gens testarudos tarados engendran: La gens godo-criolla reproduciéndose sin cesar en la cadena de los genes-iscariotes. Éstos han sido, continúan siendo los judis-cariotes que pretenden erigirse en judiscatarios del Gobierno. Desde hace un siglo han traicionado la causa de nuestra Nación. Los que traicionan una vez traicionan siempre. Han tratado, seguirán tratando de venderla a los porteños, a los brasileños, al mejor postor europeo o americano.
No me perdonan que me haya intrusado en sus dominios. Desprecian el trato justo que doy a guacarnacos y espolones campesinos; así es como estos delicados espíritus designan al chusmerío. Han olvidado que la chusma de la gleba era la que amamantaba sus haciendas en servidumbre perpetua. Para estos mancebos de la tierra, para estos fierabrases del garrote, la chusma no era sino un apero de labranza más. Piezas laborativas/procreativas. Utensilios-animados. Trabajaban en los feudos con las rodillas rotas a una orden del sol hasta la caída de la noche. Sin día libre, sin hogar, sin ropa, sin nada más que su nada cansada.
Hasta que recibí el Gobierno, el don dividía aquí a la gente en don-amo/siervo-sin-don. Gente-persona/gente-muchedumbre. De un lado la holganza califaria del mayorazgo godo-criollo. Del otro, el esclavo colgado del clavo. El muerto-ser-continuamente-vivo: Peones, chacareros, balseros, caminadores del agua, del monte, gente de remo y yerba, hacheros, vaqueros, artesanos, caravaneros, montañeses. Esclavos armados una parte de ellos, debían defender los feudos de los kaloikagathoí criollos. Si tuviera Vuecencia la bondad de repetirme el término que se me ha escapado.
Escribe simplemente: Amos. ¿Pretendían aún los dones-amos que la chusma hambrienta además de servirlos los amara? La gente-muchedumbre; en otras palabras, la chusma laborativa-procreativa producía los bienes, padecía todos los males. Los ricos disfrutaban de todos los bienes. Dos estados en apariencia inseparables. Igualmente funestos al bien común: Del uno salen los causantes de la tiranía; del otro, los tiranos. ¿Cómo establecer la igualdad entre ricos y pordioseros? ¡No se fatigue usted con estas quimeras!, me decía el porteño Pedro Alcántara de Somellera en vísperas de la Re volución. Vea usted don Pedro, precisamente porque la fuerza de las cosas tiende sin cesar a destruir la igualdad, la fuerza de la Re volución debe siempre tender a mantenerla: Que ninguno sea lo bastante rico para comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para verse obligado a venderse. Ah ah, exclamó el porteño, ¿usted quiere distribuir las riquezas de unos pocos emparejando a todos en la pobreza? No, don Pedro, yo quiero reunir los extremos. Lo que usted quiere es suprimir la existencia de clases, señor José. La igualdad no se da sin la libertad, don Pedro Alcántara. Ésos son los dos extremos que debemos reunir.
Entré a gobernar un país donde los infortunados no contaban para nada, donde los bribones lo eran todo. Cuando empuñé el Poder Supremo en 1814, a los que me aconsejaron con primeras o segundas intenciones que me apoyara en las clases altas, dije: Señores, por ahora pocas gracias. En la situación en que se encuentra el país, en que me encuentro yo mismo, mi única nobleza es la chusma. No sabía yo que en los días de aquella época el gran Napoleón había pronunciado iguales o parecidas palabras. Empequeñecido, derrotado después, por haber traicionado la causa revolucionaria de su país.
(En el cuaderno privado. Letra desconocida.)
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