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Augusto Bastos: Yo el Supremo

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Augusto Bastos Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Cuando llegamos a Kuruguaty, el comisionado entró gateando en su casa. Vino todo el pueblo a ver el sucedido. Se mandó llamar al cura párroco de San Estanislao y excusador de los xexueños del Xexuí. Misa, procesión, rogativas, promesas. No hubo caso; nada podía remediar el daño. Probé el recurso de los guaykurúes: Pegué un tironazo a los cabellos de don Tikú. La cabellera me quedó en las manos más pesada que un pedazo de piedra. Un profundo olor a cosa enterrada.

Se mandó llamar a Artigas, que dicen que sabe curar con yuyos. El general de los Orientales vino de su chacra trayendo una carretada de yuyos de todas clases. Escátulas de melecinas. Un pomo de Agua-de-ángeles de extremado olor, destilada de muchas flores diferentes como ser las de azar, jazmín y murta. Vio y trató al enfermo. Hizo por él todo lo que se sabe que sabe hacer el asilado oriental. No le pudo sacar una sola palabra, qué digo, Excelencia, un solo sonido de la boca. No le pudo meter una gota de melecina en la juntura de los labios hechos ya también piedra. Al comisionado lo subían a su catre. Sin saber cómo, ya estaba otra vez en el suelo en cuatro patas como los de allá. Se le friccionó con seis estadales de cera negra. Don José Gervasio Artigas midió el espacio que va de los dedos de una mano a la otra, que es la misma distancia que hay de pies a cabeza. Pero encontró que la hilada correspondía a dos hombres diferentes. El ex Protector de los Orientales movió la cabeza. Éste no es mi amigo don Francisco Alarcón, dijo. ¿Y entonces quién es?, preguntó el cura. No sé, dijo el general, y volvió a su chacra.

¡Cosa de malos espíritus!, se encocoró el cura xexueño. Hubo nuevas rogativas, procesiones. La cofradía sacó a la calle la imagen de san Isidro Labrador. Tikú Alarcón seguía envejeciendo en cuatro patas, cada vez más duro. Alguien quiso sangrarlo. La hoja del cuchillo se quebró al tocar la piel del viejo, que también se iba poniendo cada vez más caliente que piedra de horno.

¡Hay que ir a quemar el Tevegó!, corrió la voz por el pueblo. ¡Allí vive el Malo! ¡Eso es el infierno! Bueno, entonces, dijo mansamente Laureano Benítez, el Hermano Mayor de la cofradía, si este santo hombre pudo salir y volver del infierno, a mí me parece que hay que hacerle un nicho. Ya el comisionado no tenía ni el altor del Señor San Blas.

Al día siguiente, Tikú Alarcón se murió en la misma posición, más viejo que un lagarto. Hubo que enterrarlo en un cajón de criatura. ¡Ea basta ya, deslenguado palabrero! Hablas como los pasquines. Perdón, Excelencia, yo fui testigo de esta historia; traje la instrucción sumaria levantada por el juez de la Villa del Kuruguaty y el oficio del comandante Fernando Acosta, de la Villa Real de la Concepción. Cuando Vuecencia regresó del Cuartel del Hospital rompió los papeles sin leerlos. Lo mismo sucedió, Señor, con el informe sobre la misteriosa piedra redonda encontrada en las excavaciones de los cerros de Yariguaá por el millar de presos políticos que Vuecencia envió bajo custodia a trabajar en esas canteras. ¿Sucedieron ambos hechos al mismo tiempo? No, Excelencia. La piedra del cerro de Yariguaá o Silla-del-viento fue encontrada hace cuatro años, después de la gran cosecha del 36. Lo del Tevegó no hace un mes, poco antes de que Vuecencia se desgraciara en el accidente. Yo ordené que se me remitiera copia fiel de todos los signos que están labrados en la piedra. Así se hizo, Excelencia, pero usted rompió la copia. ¡Porque estaba mal hecha, bribón! ¿O crees que no sé cómo son estas inscripciones rupestres? Envié instrucciones de cómo debía efectuarse la copia a escala del petroglifo. Medición de sus dimensiones. Orientación astronómica. Pedí muestra del material de la piedra. ¿Sabes lo que hubiera sido encontrar allí los vestigios de una civilización de miles de años? Envía de inmediato un oficio al comandante de la región de Yariguaá ordenándole me remita la piedra. No costará más trabajo que haber traído el aerolito ochenta leguas del interior del Chaco. Me parece, excelencia, que usaron la piedra de Silla-del-viento en la construcción del cuartel nuevo de la zona. ¡Que la saquen de allí! ¿Y si la quebraron en pedazos para armar los cimientos, Señor? ¡Que junten los pedazos! Voy a estudiarlos yo mismo al microscopio. Determinar la antigüedad, porque las piedras sí la tienen. Descifrar el jeroglífico. Soy el único que puede hacerlo en este país de cretinos sabihondos.

Otro oficio al comandante de Villa Real. Ordenarle que con los efectivos de línea a su mando proceda a desmantelar la colonia penitenciaria del Tevegó. Si resta algún sobreviviente enviarlo engrillado con segura custodia. ¿Qué acabas de farfullar? Nada, Excelencia, de particular. Sólo pienso que me parece va a ser más fácil traer la piedra con sus miles de años y sus miles de arrobas, que a esa gente del Tevegó.

Vamos a lo que nos importa por el momento. Recomencemos el ciclo. ¿Dónde está el pasquín? En su mano, Excelencia. No, secretante chupatintas. En el pórtico de la catedral. Clavado bajo cuatro chinches. Una partida de granaderos lo retira a punta de sable. Lo llevan a la comandancia. Te dan aviso. Cuando lo lees te quedas media res al aire viendo ya la hoguera encendida en la plaza, a punto de convertirnos a todos en tizones. Con ojos de carnero degollado me traes el papel. Aquí está. No dice nada. No importa lo que diga. Lo que importa es lo que está detrás. El sentido del sin-sentido.

Vas a ponerte a rastrear la letra del pasquín en todos los expedientes. Legajos de acuerdos, desacuerdos, contraacuerdos. Comunicaciones internacionales. Tratados. Notas reversales. Letras remisorias. Todas las facturas de los comerciantes portugueses-brasileros, orientales. El papelaje de sisa, diezmo, alcabala. Contribución fructuaria. Estanco, vendaje, ramo de guerra. Registros de importación-exportación. Guías de embarques remitidos-recibidos. Correspondencia íntegra de los funcionarios, del más bajo al más alto rango. Cifrados de espías, vicheadores, agentes de los distintos servicios de inteligencias. Remitos de contrabandistas de armas. Todo. El más mísero pedazo de papel escrito.

¿Has entendido lo que te mando hacer? Sí, Excelencia: Debo buscar el molde de la letra del pasquín catedralicio, buscar su pelo y marca en todos los documentos del archivo. Al fin vas aprendiendo la manera de hablar sin andar bajo muchas nubes. No se te olvide tampoco revisar prolistamente los nombres de los enemigos de la Patria, del Gobierno, fieles amigos de nuestros enemigos. Agarra al crapuloso intempestivo de los muchos aturdidos que zumban por las calles del Paraguay, según clama en su Proclama mi patriotero tío el fraile Bel-Asco. Caza al culícido. Achichárralo en su vela definitiva. Entiérralo en su propia hez. Haz lo que te ordeno. ¿Me has entendido? Pues manos a la obra. Bájate de la luna. Lúnico, Excelencia… ¿Qué pasa ahora? Que el trabajo me va a llevar cierto tiempo nomás. Hay unos cuantos veinte mil legajos en el archivo. Otros tantos en las secretarías de los juzgados, comisarías, delegaciones, comandancias, puestos fronterizos y demás. F'uera de los que están a la mano en trámite de despacho. Unas quinientas mil fojas poco más o menos en total, Señor. Sin contar las que se te han perdido por tu incuria, maestro del desorden, de la dejadez, del abandono. No has perdido las manos, sólo porque te hacen falta para comer. Yo siendo que pueda, Excelencia, un decir con todo respeto, mi voluntad no se enfría en el servicio, y si Su Merced me ordena, encuentro el pelo en un agujero sin fondo, cuantimás a estos malhechores de la letra escrita del rumor. Siempre dices lo mismo pero no has acabado con ellos. Se pierden los expedientes; los pasquineros son cada vez más numerosos. De los expedientes, me permito recordar a Vuecencia, sólo falta el proceso del año 20, presuntamente robado por el reo José María Pilar, su paje a mano, quien por mandato de la inexorable justicia de Su Excelencia ya tuvo su merecido. Si no por ese delito que no se le pudo probar, por otros no menos graves que lo llevaron bajo el naranjo. Los demás legajos están todos. Yo diría a Vuecencia, con su venia, que hasta sobran de tantos que son. ¡Sólo tus patas en remojo pueden evaporar semejante idiotez! Esos documentos, aun los más insignificantes a tu desjuicio, tienen su importancia. Son sagrados, puesto que ellos registran circunstanciadamente el nacimiento de la Patria, la formación de la República. Sus muchas vicisitudes. Sus victorias. Sus fracasos. Sus hijos beneméritos. Sus traidores. Su invencible voluntad de sobrevivir. Sólo Yo sé las veces que para tapar sus necesidades tuve que añadir un trozo de pellejo de zorro cuando no bastó la piel del león parado en el escudo de la República. Revisa esos documentos uno por uno. Regístralos a lupa con ojos de lupus, con los tres ojos de las hormigas. A pesar de ser completamente ciegas ellas saben qué hoja cortan. Para no restar tu tiempo al servicio recluta a la caterva de escribientes de juzgados, escribanos, pendolistas que no hacen más que andar gorroneando todo el día por plazas y mercados. Haz la leva. Enciérralos en el archivo. Ponlos a rastrear la letra. Por algunos días se quedarán las placeras sin sus cartas; los escribientes sin su plato de locro. También nosotros vamos a descansar por un tiempo de tantos escritos de mil zoncerajes. ¡Cuánto más le habría valido al país que estos parásitos de la pluma hubieran sido buenos aradores, carpidores, peones, en las chacras, en las estancias patrias, no esta plaga de letricidas peores que las langostas!

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