Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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(En el cuaderno privado)

Nunca he amado a nadie, lo recordaría. Algún residuo habría quedado de ello en mi memoria. Salvo en sueños, y entonces eran animales. Animales de sueño, de trasmundo. Figuras humanas de una perfección indescriptible. Sobre todo esa criatura que las cifraba a todas. Visión-mujer. Astro-hembra. Cometa-errante. Ser extramundano de ojos azules. Blancura resplandeciente. Larguísima cabellera de oro, emergiendo de entre los vapores del horizonte, barriendo, cubriendo a fantástica velocidad todo el arco del hemisferio equinoccial.

No amé a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. Por lo menos bajo la forma de amor normal que no se da a un ser anormal como yo. ¿No entiendes que lo imposible no se da en un mundo normal?, me digo y repito. Especialmente para un espíritu como el que he tenido toda la vida. Siempre alerta contra mí mismo; desconfiando siempre, hasta de lo más confiable.

De pronto estas furias cegadoras. Súbitas violencias. ¿Por qué estos arrebatos salvajes? Esta cólera, esta feroz exaltación levantándose de repente en mi interior con la saña de un viento devastador. Sin más causa y razón que su propia sinrazón. Estas terribles erupciones que han hecho de mi vida un infierno. Un tan largo morir para la fatiga de haber nacido dos veces. Una sola es ya demasiado. ¡Tan cansado a la larga!

En cierto sentido puede que haya sido una lástima. No haber encontrado, merecido una buena esposa que me ayudara a ser un hombre calmo. Un marido. Resignado a no ser más que eso. Tal vez estaría sentado al sol fumando mi cigarro, palmoteando el trasero de las terceras o cuartas generaciones. Dando vueltas en el caletre, en la punta de la lengua, el regusto de lo que habrá para cenar entre los olores que vienen de la cocina, los ruidos de los cubiertos. Considerado, respetado por todos. Chancletario placer, en lugar de arrastrar gastados zapatos sobre los mismos viejos o nuevos caminos. Estar. Quedarse. Permanecer. A un espíritu como el que siempre he tenido, nunca le han gustado los viajes, contratiempos trajinadores.

Ah si no fuera por esta horrible desazón que siempre he tenido, habría pasado mi vida encerrado en una gran habitación vacía, llena de ecos. No en este agujero de albañal. Sin nada más que hacer que escuchar el silencio mucho tiempo guardado. Un gran reloj de péndulo. Escuchar, amodorrarse. No los ruidos del espíritu traqueado, enfermo. Las flatulencias intestinales. Oír el tic tac del péndulo. Seguir con los ojos el vaivén que va de lo negro a lo blanco. Ver las pesas de plomo colgando cada vez más bajas, hasta que me levanto de mi silla. Subo las pesas una vez a la semana.

Según el proverbio latino Stercus cuique suum bene olet, a cada cual le gusta el olor de su estercolero, ¿habría aguantado mi buena esposa, por sufrida que hubiera sido, las miserias de una vida conyugal? Supongamos que le hubiese tocado en suerte aquel hombre, del que habla el obispo de Hipona, forzado por los gases de su vientre a peer incesantemente durante más de cuarenta años hasta que bajó al sepulcro, puede decirse en alas de esos vientos de sus interioridades.

Pongámosnos sin embargo en el mejor de los casos. Imaginemos la variante optimista propuesta por Vives, el glosador del santo, con otro ejemplo de su época; el del hombre que mantenía el poderío de su voluntad sobre el trasero, el más rebelde, el más tumultuario de nuestros órganos. A tal obediencia lo habría sometido, que lo obligaba a expeler esos gases en forma de aires musicales variando cada tanto la partitura; de tal suerte que muchos lo visitaban deseosos de deleitarse con esos odorantes conciertos. Vives afirma que el virtuoso se hallaba a veces tan inspirado en el solitario retiro de su cámara, que la calidad de sus ejecuciones rayaba a la altura de los mejores gaiteros, de los más renombrados dulzaineros del país. Son excepciones. Mas pensemos por un momento en la pobre mujer del hombre con trasero músico. ¿Habría soportado sin enloquecer oyendo por más de cuarenta años sin cesar un solo minuto, los solos de ese clarinete?

Mas no solamente los gases. También el reumatismo, el mal de piedra, los incontables trastornos de la edad, de la salud. No son estas inevitables goteras las únicas que enmohecen, deterioran, agrietan la unión conyugal. Hay que contar sobre todo con el peor de los achaques: la soledad de dos en compañía. El tener que verse, frotarse, soportarse de grado o por fuerza, un día, todos los días sin más término que la muerte misma. Estar el uno al acecho del otro. Soportar sus respectivos caprichos, manías, antojos. El grío tiránico de no poder aceptar un pensamiento diverso al propio. Entonces no hay más remedio que no dejarse ver nunca en las comidas. Huir del otro. No hablarle jamás. Sobre todo cuando el otro pertenece a la especie de gente fanática que cree rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose; que se enamora de su menosprecio; que se enmienda empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus propios placeres son dura carga! La compañía de un perro es más humana en estas condiciones que la de un marido estrafalario, que la de una histérica mujer. Nostri nosmet poenitet . Nosotros mismos somos nuestra penitencia, decía Terencio con razón.

Hay quien oculta su vida.

No; no amé a ninguna mujer que no fuera ese cometa-mujer.

No pude haber amado a Clara Petrona Zavala y Delgadillo. Si por un instante ocupó el lugar de mi Dulcinea celeste, lo fue sólo por un instante.

En todo caso formaba una sola persona con Clara Petrona su madre, doña Josefa Fabiana. La hija, sombra crepuscular de esa mujer, a quien yo di, no los porteños, el nombre de Estrella del Norte. Mas este nombre corresponde en verdad a un astro de mi cosmos secreto que yo mismo no conozco.

El corazón crece por todos lados cuando ama. Aquel que ama a una persona a causa de su belleza, ¿ama a la persona? No; porque la viruela que mata la belleza sin matar a la persona haría que él la dejara de amar. No se ama a las personas. Se aman sus cualidades. Las de Clara Petrona, con ser casi insuperables, eran inferiores a las de su madre; las de ésta no igualaban a la Estrella del Norte, mi deidad celeste.

De niño la llamaba Leontina. Acaso por los sonidos luminosos que sentía encenderse dentro de mí al pronunciar ese nombre hurtado a las confidencias del aya. En ese nombre se formó la historia de esa niña rubia. Su nombre. Ese nombre en que se combinaban las luces de una girándula. La fuerza. La fragilidad. El sonido sin sexo, sólo audible para mí en la femineidad suma.

¡Ah Estrella del Norte! El corazón desbordado te seguía por todas partes. Sobre todo por las noches. Aventura-perro. Aventura-león. ¿Esperaba encontrar en ella lo inesperado? Siguiendo el camino, me prevenía el aya, no te vayas a meter en un cántaro.

Yo cerraba los ojos en la obscuridad. Murmuraba el nombre. La veía brillar bajo los párpados. Por aquel tiempo ella era también una niña. Yo sentía ya entonces que sólo a ella podría amar. Sus rubios cabellos caían más abajo de su cintura, sobre la túnica de aó-poí, ceñida con un cíngulo de esparto. Su cabellera de cometa no alumbraba aún las manchas negras de la Cruz del Sur, entre las tres Canopes de que habla Américo Vespucio en la Relación de su Tercer Viaje. Mas la primera descripción de las manchas negras, de los Sacos-de-Carbón, la encontré mucho después en el De Rebus Oceanisis, de Pedro Mártir de Anglería.

Antes me acostaba de espaldas en el pasto, buscando a la Estre lla del Norte, entre las constelaciones de las Osas. A mis espaldas, mi nodriza cubierta de llagas traía a Heráclito de la mano. Se reían de mí. La encontrarás en el cántaro, se burlaba roncamente la una. La mujer sale de lo húmedo, decía el otro. Búscala en la ley de las estaciones; allí donde el número siete se junta con la luna.

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