Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Amadeo Bonpland regresó al Paraguay en 1857 en el barco Le Bisson, de la armada francesa, con el propósito de coleccionar plantas en Asunción, la ciudad capital que no pudo conocer durante su benigno cautiverio de diez años en las Misiones, bajo el gobierno de El Supremo. Resultó evidente que tanto como la recolección de especies naturales, le interesó vivamente saber qué había sucedido con los restos mortales del Dictador Perpetuo. El monolito que indicaba el emplazamiento del sepulcro frente al altar mayor del templo de la Encarnación había desaparecido y se había profanado la tumba. Todos sus esfuerzos por averiguar algo tropezaron con una impenetrable consigna de silencio, tanto en las esferas oficiales como populares.

Al año siguiente y a los 85 años de su edad el célebre naturalista falleció (11 de mayo de 1858). Su cadáver fue conducido a la localidad de Restauración (hoy Paso de los Libres). A su muerte era director e institutor del Museo de Ciencias Naturales de Corrientes, cargo que le otorgaron honorariamente poco después del derrocamiento de Rosas. El gobernador dio orden de que el cadáver fuera embalsamado a fin de que toda la población correnti-na pudiera participar en las honras fúnebres decretadas por siete días. Tal decisión gubernativa fue frustrada sin embargo por un borracho que apuñaleó el cadáver expuesto al relente en el patio frontero de la casa, en medio del humo de las plantas aromáticas y medicinales en que era «curado» o momificado, según el método de embalsamamiento dado por el propio Bonpland en sus manuscritos. La agresión del borracho se debió a la creencia de que el conocido y querido médico se negaba a saludarlo, cosa que ya estaba enteramente fuera de las posibilidades de su proverbial afabilidad.

Un descendiente de El Supremo, el viejo Macario de Itapé, relató el episodio a un mediocre escriba, que lo transcribe de este modo:

«-Unos años antes de la Guerra Grande fui a visitar al médico Guasú de Santa Ana para pedirle remedios. Mi hermana Candé estaba muy enferma del pasmo de sangre. Recordaba el viaje anterior, veinte años antes, cuando me enviaron con taita a traer el bálsamo para el Karaí Guasú (El Supremo), esta vez no tuve suerte. Viaje inútil. El franchute también estaba enfermo. Así me dijeron. Tres días esperé frente a su casa, a que se sanara. Por las noches lo sacaban al corredor en un sillón frailero. Lo veíamos quieto y blanco, gordo y dormido a la luz de la luna. La última noche un borracho pasó y pasó frente al enfermo, saludándolo a gritos. Iba y venía, cada vez más enojado, gritando cada vez más fuerte: -¡Buenas noches, Karaí Bonpland! ¡Ave María Purísima, Karaí Bonpland!… Al final lo insultó ya directamente. El médico guasú, grande y blanco y desnudo, lleno de sueño, no le hacía caso, ni se molestaba. Entonces el borracho no aguantó más. Sacó su cuchillo y subiendo al corredor, lo apuñaleó con rabia, hasta que salté sobre él y le arranqué el fierro. Vino mucha gente. Después supimos que el médico guasú había muerto tres días atrás. Para mí fue como si hubiera muerto por segunda vez, y por querer salvarlo al menos esta segunda vez, caí preso con el borracho criminal, que salió sano y salvo a los tres días. A mí me dejaron tres meses en el calabozo a pan y agua, por creer la policía que yo era cómplice del borracho. Está visto que en este mundo no se puede luego hacer ningún servicio a nadie. Ni siquiera a los muertos. Vienen los vivos y te encajan palo acusándote de cualquier cosa. Cuantimás si uno es pobre. Te acusan de haber matado a un muerto, de haberte limpiado el culo con un pájaro, te acusan de estar vivo. Cualquier cosa. Con tal de meterte palo. El borracho, medio pariente del gobernador, no tuvo necesidad de explicar nada. Yo cuando más explicaba me creían menos y me pegaban más. Al fin se olvidaron de mí. Ni agua ni galleta cuartelera. Asaba mosquitos al fuego de mi pucho y tan siquiera eso comía. Pero estaban muy flacos. Más que yo. Sólo me escapé cuando puramente piel y hueso, más flaco que una parra, di una última pitada al pucho. Me mezclé al humo. Cuando pude colarme por una rajadura del adobe, no paré hasta la querencia». (N. del C.)

(Cuaderno de bitácora)

Los rayos del sol caen a plomo sobre la sumaca de dos palos. Navega a remo aguas abajo por el río en bajante. Ni una brizna de aire. La vela cangreja cae lacia de la botavara. A ciertas horas rachas calientes la inflan a contracorriente. Marcha atrás la sumaca a saltitos. Los veinte bogadores redoblan sus esfuerzos por hacerla avanzar. Gritos guturales. Ojos revoleados a lo blanco. Negros cuerpos aceitados de sudor, colgados de las takuaras botadoras. El sol clavado en el cénit. Si pasan los días y las noches, pasan por detrás del escudo de Josué, sin que podamos saber si estamos en la cegadora tiniebla del mediodía o en la escrutadora tiniebla de medianoche. Ahora el sol es macho. La luna hembra desabotona sus fases. Se muestra desnuda a cara llena, la muy descarada. Los remadores indios y mulatos la contemplan con todo el cuerpo gimiendo, pandeándose en el arco del deseo mientras bogan bajo los crecientes y los menguantes. Solamente ellos la ven cambiar deforma. La ven yacer en su viejo sillón de hamaca. También el hombre se mecerá allí alguna vez cohabitando con ese animal del color de las flores. Solitario y suave animal del color de la miel. Camaleona de la noche. Cerda estéril hinchándose hasta mostrar el ombligo de su redonda preñez; o, volviéndose de costado, nada más que la comba en luna nueva de la cadera. Aridez fértilísima. Hace brotar las semillas. Bajar y subir las mareas. La sangre de las mujeres. El pensamiento de los hombres. Por mí, vete al diablo, hembra-satélite. Ya te has comido hasta mis dientes volviéndolos polvo.

Vamos atravesando un campo de victorias-regias. Más de una legua de extensión. Todo el riacho cubierto por cedazos del maíz-del-agua. Los redondos pimpollos de seda negra chupan la luz y humean un vapor a coronas fúnebres. Hiede el agua a limo de playones recalentados. Tufo de alquitranada viscosidad. Fetidez de los bajíos donde hierve el cieno fermentado. Carroña de peces muertos. Islas de camalotes en putrefacción. La fetidez del agua terrosa-leonada sale a nuestro encuentro. Nos persigue implacable.

La sumaca va repleta de cueros en salazón. Tercios de yerbamate. Barriles de sebo, de cera, de grasa. El calor los hace estallar de tanto en tanto, y se derraman en la sentina. Saltan llamaradas. El patrón caprino a saltos de un lado a otro los va apagando a ponchazos. Fardos de especias. Plantas medicinales. Feroces sabores. Dentro del hedor, otro hedor. El insoportable hedor que viaja con nosotros. Incalculables varas cúbicas, toneladas de cilindrica pestilencia cien veces más alta que el palo mayor. No surge de la bodega de la sumaca sino de la bodega de nuestra alma. Semejante al olor de la misa dominical. 1Algo que no puede provenir de nada sano o terrenal. Hedor blasfemo. Negotiium perambulans in tenebris. Hedor tal que sólo llegó hasta mí una vez, mientras me hallaba de pie junto a un objeto moribundo; ese viejo que durante más de setenta años había sido considerado un ser humano. Una vez más, la rancia fetidez me atacó en el Archivo de Genealogías de la Provincia cuando buscaba los datos de mi origen. Por supuesto no los encontré allí. No se hallaban en ninguna parte. Salvo ese hedor a bastarda prosapia. Me presenté a la justicia recabando información sumaria y plena de sangre y buena conducta. ¿Mi origen? Lo conocerás como una fetidez, murmuró alguien a mi oído. Por el olor se sabe la calidad, decía el aya Encarnación. Cuanto más calida tiene el consangre en vida, peor olor tiene después de muerto. ¿Era ese hedor toda mi ascendencia agnaticia? Siete testigos falsos, al tenor de las preguntas del cuestionario, bajo falso juramento, perjuran: Que tienen mi estirpe por noble y de distinguida sangre salva de rodilla en rodilla, y por tal ha sido conocido y reconocido el de autos generalmente sin voces contrarias. ¡Horrible dialecto!

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