Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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Mi médico particular, el único que tiene acceso a mi cámara, mi vida en sus manos, no ha podido hacer otra cosa que robustecer mi mala salud. En su lugar, a más de cien leguas de distancia, los remedios de Bonpland algún bien me hacían, a trueque de las molestias políticas que también me dio. Mor de mi voluntad lo dejé partir sólo después que los grandes soberbios de la tierra dejaron de importunarme exigiéndome su liberación. Preferí el flux disentérico a que los sabios, los estadistas del mundo, el propio Napoleón, quienquiera que fuese, Alejandro de Macedonia, los Siete Sabios de Grecia, creyeran que podían torcer la vara de mis designios. ¿No amenazó Simón Bolívar con invadir el Paraguay, según lo recordó el padre Pérez en mis exequias, para liberar a su amigo francés, arrasando a un pueblo americano libre? Liberar al naturalista franchute ¿de qué? Si aquí disfrutó de mayor libertad que en parte alguna y gozó la misma o mayor prosperidad que cualquier ciudadano de este país, cuando supo ceñirse a sus leyes y respetar su soberanía. ¿No ha declarado el mismo Amadeo Bonpland que él no quería abandonar el Paraguay donde encontró el Paraíso Perdido? ¿Querían liberarlo o arrancarlo del Primer Jardín? ¿Qué exigencias eran esas bribonerías de los poderosos del mundo que tomaban como pretexto de sus bribonadas a ese-pobre hombre rico aquí de felicidad y paz? La dignidad de un gobernante debe estar por encima de sus diarreas. Solté a Bonpland, contra su voluntad, sólo cuando dejaron de fastidiarme y se me antojó. Lo solté y caí de nuevo en la horchatería del proto-médico.

Dime, Patiño, ¿qué pensarías tú de un grande hombre que, siendo amigo de los grandes hombres del mundo, que siendo él mismo uno de los sabios más reputados del mundo, se viene a meter de rondón en lo más recoleto de estas selvas con el pretexto de recoger y clasificar plantas? ¿Qué dirías de semejante sujeto de tantas campanillas que llega a sentar plaza de bolichero en las fronteras del país? Yo diría, Señor, que con esas campanillas no va a dar un paso sin que se lo sienta a varias leguas. Pues vino con mucho sigilo y silencio, el franchute, y se puso a competir con el Estado paraguayo. Mientras procuraba alzarse de contrabando con la yer-bamate bajo las mentas de yerbas medicinales y otras yerbas, incluso la contrayerba, no hacía el Gran Hombre sino volcar la alcuza del ojo hacia esta parte vicheando todo lo que pasaba aquí. Esto, en concierto con los peores enemigos del país: Connivenciado con Artigas, gran caporal de bandidos y salteadores, que ahora es aquí campesino libre paraguayo, título y condición muy superiores al de Protector de los Orientales; connivenciado el gran sabio con el lugarteniente del protector, el malvado traidor entre-rriano, Pancho Ramírez, éste dejará al fin de sus correrías su alocada cabeza de buitre en una jaula; connivenciado con el otro lugarteniente artigueño, el renegado caudillo indio Nicolás Aripi; connivenciado con todos estos sabandijas de menor cuantía, el gran viajero se puso a merodear nuestra heredad. ¿A qué, por qué y qué? ¿No habrías dicho tú que semejante grande hombre era un intrigante de baja estofa, un vil espía, por el lado que se lo mirase? ¡Pues sí, Señor, con toda seguridad! Un crápula y ruin espía que debía acabar ensartado al asador. No tanto, mi delicado secretario antropófago. Me limité a hacer pasar un cuerpo de quinientos hombres a desbaratar aquella intrusa horda de indios vagos, ladrones y alborotadores del maldito Aripi, convertido en guardaespaldas pero también en amo (eso siempre sucede con los truhanes que ofician de secretarios). En la captura de la cuadrilla de maleantes, cayó también el sabio, herido en la cabeza, durante el arrasamiento de la espiocolonia. Sólo consiguió escapar el ignorante y maldito indio por idiotez y torpeza de mis soldados. Mandé que se le brindaran al prisionero toda clase de atenciones; incluso a las catorces chinas y a la turba de negros que fueron apresados con él. Confiné al sabio en los mejores terrenos en el pueblo de Santa María donde los mismos captores lo ayudaron a levantar la colonia.

¿Qué dices a esto? Señor, sólo repito ahora lo que dije y redije desde los tiempos en que sucedieron estos hechos: Que Vuecencia es el más bueno de los Hombres y el más generoso de los Gobernantes. ¡Cuantimás tratándose de ese ruin espía! Trágate ahora tu antigua y falsa indignación. ¿Qué dirías cuando el ruin espía, ya reducido, comienza a mitigar mis males sin pedirme nada a cambio? ¡Señor, que es un santo hombre! Aunque pensándolo mejor, Excelencia, no tanto, no tanto, pues lo que hace no lo hace por gusto sino obligado. Claro, tú piensas que el sabio prisionero recién llegado de la corte napoleónica a estas selvas, podía cortar impunemente con sus potingues el hilo de mi vida. ¡Claro, Majestad… digo Excelencia! ¿Harías tú semejante cosa, mi espiritual secretario? ¡Yo no, Señor! ¡Dios libre y guarde a este su leal servidor! No se deben intentar tales cosas a tontas y a locas, Patiño. A mí cuando me pica el ojo, busco el colirio, no la espina del cocotero. A ti te pica el trasero. No sueñes calmar la picazón, frotándolo en mi asiento. Lo que encontrarás es el lazo. Ya lo encontraste. Estaba escrito. Cumplido.

Hay quien habla de los pelos, huesos y dientes de la tierra. Gran animal es. Nos lleva sobre su lomo. A unos más tiempo, a otros menos. Un día se cansa, nos voltea y nos come. Otros hombres, que son los hombres-dobles, salen de sus entrañas. El Primer-Abuelo de los indios monteses, según el sueño hablado y cantado de sus tradiciones, salió de las entrañas de la tierra arañándola con sus uñas. Osos hormigueros salieron de la tierra comedora de hombres en busca de la Tierra-sin -Mal. Salieron a comer miel. Unos se transformaron en osos mieleros. Otros en jaguares blancos. Éstos se comen la miel y a los comedores de miel. Pero a la tierra, pelos, huesos y dientes colorados, le importa un pito de todos estos perendengues. Ella siempre acaba por comerse a los que entran y a los que salen de su entraña. Está abajo esperando. ¡Muy cierto, Señor!

(Escrito a la madrugada. Cuarto menguante)

Disfrazado de campesino llegué esa noche a Santa María. Hice esperar a mis hombres a una legua, escondidos en el monte. Cubierto por mi sombrero de paja a dos aguas, me metí en la fila de los enfermos que esperaban frente a la choza en la falda del cerrito. Me tocó estar entre un paralítico y un leproso, echados en el suelo; el uno con sus llagas y el aviso de su mal en un sombrero coronado de velas; el otro, sepultado media res en la inmovilidad total. Me eché yo también, haciéndome el dormido, la cara pegada a la tierra pelada con olor a mucho trajín de enfermedades. Los dejé pasar. Cuando abrí los ojos me vi frente a un hombre rechoncho, lozano, fresco. Melena canosa, casi platinada. Pelo muy fino barriéndole el hombro. Idéntica a él, su voz me dijo: No se saque el sombrero. No se descubra. No me tocó. No me auscultó. No preguntó por mis males. En seguida, sin hablar, sin preguntar, supo más de mí de lo que yo mismo sabía y podía contarle. Tome esto. Me tendió un manojo de bulbos y raíces. Parecían mojados por una resina muy gomosa. Mande hervirlos y poner la infusión al sereno durante tres noches seguidas. Sacó una petaquita parecida a la que yo uso para el rapé. La abrió. Adentro fosforileó un polvillo con la verdosa luminosidad de los lámpiros. Eche esto en la infusión. Tendrá su tisana de Corvisart. Casi sin aliento, guardé los bulbos y la cajetilla en mi matula de peregrino. Intenté sacar unas monedas. Puso su mano sobre mi mano. No, dijo, mis enfermos no pagan. ¿Me conoció? ¿Me desconoció? Vida no es entendida. No me reconoció visual. Puede que no. Puede que sí. Lo que respetó fue el secreto contado sin palabras, a la sombra del sombrero que celaba mi sombra. Salí tropezando de puro contento en la infinidad de bultos tumbados en el suelo. Gentío semejante en la obscuridad a quejumbroso muerterío. Avancé pisando manos, pies, cabezas que se levantaban y me insultaban con el tremendo rencor de los enfermos. Pero aun esos insultos me hicieron más feliz todavía. La salud no conoce el lenguaje de la cólera. Yo la llevaba en mi bolsa.

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