Augusto Bastos - Yo el Supremo

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Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.

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En la Carta XLVIII, Guillermo P. Robertson refiere el episodio de la siguiente manera:

«Muchos años antes de ser hombre público, El Supremo riñó con su padre por un motivo bala-dí. No se vieron ni se hablaron durante años. Al fin, el padre cayó postrado en el lecho de muerte, y antes de rendir la grande y última cuenta, deseó vivamente quedar en paz con su hijo. Se le hizo saber esto, pero él se rehusó a verlo. La enfermedad del anciano se agravó por la obstinación del hijo; le horrorizaba, en verdad, dejar el mundo sin obtener la reconciliación y el mutuo perdón. Protestó que la salvación de su alma peligraba grandemente si moría en tal estado. Nuevamente, pocas horas antes de exhalar el último suspiro, consiguió que algunos parientes se allegasen al rebelde hijo y le implorasen que recibiera y diese la bendición y el perdón. Éste se mantuvo inflexible en su rencorosa negativa. Le dijeron que su padre creía que su alma no llegaría al cielo si no partía en paz con su primogénito. La naturaleza humana se estremece con la respuesta: -Entonces díganle a ese viejo que se vaya al infierno.

»El anciano murió delirando y llamando a su hijo con gemidos desgarradores que ha recogido la historia».

Basado en las obras de los Robertson y en otros testimonios, Thomas Carlyle, describe la escena con menos patetismo. Ante la súplica de reconciliación del anciano, que no se resigna a morir sin ver a su hijo y otorgarle mutuo perdón por temor de no poder entrar en el cielo si esto no ocurre, Carlyle hace decir a El Supremo simplemente: «Díganle que mis muchas ocupaciones no me permiten ir y, sobre todo, no tiene objeto».

Otro atestado insospechable de indulgencia o contemporización sobre la ruptura, surge de la correspondencia de fray Bel-Asco y el doctor Buenaventura Díaz de Ventura. Antecesor éste de El Supremo en el cargo de síndico procurador general, radicado después en Buenos Aires y personaje influyente en la política porteña; autor, fray Mariano, del feroz libelo que bajo el título de Proclama de un Paraguayo a sus Paysanos lanzó contra el Dictador Perpetuo a poco de su nombramiento, ambos a dos no podían menos que mentir con la verdad (pese, como decía el incriminado, a que toda referencia contemporánea es sospechosa). Reducido a lo esencial el contrapunto de las cartas expresa lo siguiente:

«Con posterioridad a su regreso de Córdoba ahorcó los hábitos talares que le correspondían como Clérigo de órdenes Menores y Primera Tonsura, y se lanzó a una vida aún más licenciosa y relajada que la que había llevado en Córdoba. A causa de esto rompió con su padre, a la sazón Administrador de las Temporalidades del Pueblo de Indios de Jaguarón, y nunca más quiso mantener trato con él.

»Años antes de que el mal hijo asumiera el Gobierno Supremo, el anciano en trance de morir quiso reconciliarse con su primogénito. Envió a algunos parientes con la súplica de tenerlo junto a él en la agonía para impartirle su última bendición. La negativa más rotunda y despiadada fue la respuesta.

»El anciano desesperó llamando y pidiendo perdón a su hijo. En su delirio agónico, sin embargo, debió alucinarse al final con la aparición de su hijo que entraba en la habitación, envuelto en su capa roja, y se aproximaba al lecho.

»El pobre hombre murió clamando ¡Vade retro Satanás!, y maldiciéndolo en sus últimos estertores.

»Sin embargo, por los días de estos tristes sucesos, nuestro futuro Dictador vivió atormentado por el resentimiento que le producían las constantes alusiones a su origen bastardo. Logró con arterías un falso testimonio genealógico. Desde entonces, en el Cabildo, en todos los cargos públicos, en las canongías y prebendas que fueron los peldaños para subir hasta el Poder Supremo, comenzará siempre sus presentaciones con las sacramentales palabras: Yo, el Alcalde de Primer Voto, Síndico Procurador General, natural de esta Ciudad de la Asunción, descendiente de los más antiguos hijosdalgo conquistadores de esta América Meridional. Creía ponerse así a resguardo de nuevos agravios contra su condición de hijo de un extrangero, de un advenedizo de un mameluco paulista; sobre todo, del para él terriblemente injurioso y degradante calificativo de mulato , cuya marca candente le quemó el alma bajo el estigma de su oscura tez».

«Lo que no puede ponerse en duda, Rdo. Padre, es que la ruptura con su padre data de aquella época de relajación y de vicios. Las versiones de los testigos han trasmitido este hecho con cierta repugnancia supersticiosa que lo ha tornado ambiguo y equívoco. La verdad parece ser, empero, que al haberle recriminado el padre su nefanda conducta e increpado duramente por otros procederes no menos sucios e indignos, el bruto envenenado por sus vicios morales lo abofeteó despiadada, cobardemente, por ser él un hombre en la plenitud de las fuerzas y el otro un anciano.

»No falta quien diga que sólo la intervención de unos vecinos

impidió que lo matara a golpes. Con lo cual nuestro Dictador se hubiera iniciado dignamente como parricida.»

«No, amigo Ventura; no se deje arrastrar, sin embargo, por su justa indignación. Esa "repugnancia supersticiosa" de los testigos que han transmitido el incidente entre padre e hijo, no se basa en ningún hecho ambiguo o equívoco. La verdad sea dicha, y con ma-vor razón aún entre nosotros, aunque no nos convenga menearla mucho por ahora, pues podría resultar contraproducente. Yo se la diré, pero guárdesela con la reserva que acredita su prudencia y circunspección.

»La ruptura entre don Engracia, por entonces Administrador de las Temporalidades de Jaguarón, y su irascible hijo, se debió a los excesos y orgías a que el propio don Engracia se lanzó desde el co-mienzo, en unión con su hijo Pedro a la sazón ya con evidentes señales de insania, en aquel pueblo de indios.

»Los abusos del Capitán de Artillería de las Milicias del Rey, convertido en Administrador, fueron de aumento en aumento a juzgar por los tremendos cargos que fulminan contra él los moradores del pueblo de Jaguarón en un memorial elevado directamente al virrey por el cacique Juan Pedro Motatí, corregidor de dicho pueblo.»

(Memorial del cacique Motatí) «No es mucho que sufran los indios tan pesada servidumbre, cuando el agente que conmueve este incendio es de una insaciable codicia, cargado de hijos y de deudas, destituido de conveniencias capaces de remediarle. Entró lleno de ambición al gobierno de los indios, oprimiéndoles con un trabajo insoportable, despojándoles de sus cortas heredades y contemplándoles en un estado digno de llorar.

»Quién podría pensar, señor, que las violencias se extendieran hasta despojarnos de nuestras hijas y mujeres, cometiendo con ellas el más horrendo crimen que la malicia humana puede excogitar.

»Por todo ello, suplicamos a V. E. se digne mandar un sujeto integérrimo, como lo exigen tan tristes infortunios, a fin de que confirme en el terreno de los hechos esta Información secreta que humildemente elevamos a su alta justificación; sea declarado reo el Administrador y se le aplique un ejemplar castigo, como previenen las leyes, a vista de tanta inhumanidad como manifiestan sus delitos e inicuos procedimientos, suspendiéndole ínterin del ejercicio que tiene…»

«Es probable que las acusaciones del cacique Motatí fuesen algo exageradas. El cuadro que ofrecía de la desolación de su pueblo a consecuencia de las presuntas extorsiones, crueldades y desmanes del administrador, puede ser, en efecto, que estuviese un tanto recargado.

»¿Cosas veredes? ¿Calumnias? ¡Vaya usted a saber!

»Por la misma época, el antecesor de mi pariente político, a quien éste fue a reemplazar, el viejo sacerdote Gaspar Cáceres, ya casi moribundo, encontraba aún fuerzas para formular contra el capitán-administrador furibundos cargos.

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