Antonio Molina - Beltenebros

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La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante clarouscuro de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva, Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.

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El taxi había cruzado la Gran Vía y se internaba ahora en una calle que me pareció la de Valverde. Decidí que cuando encontrara a la muchacha no le contaría la muerte de Andrade: que siguiera esperándolo durante algún tiempo, hasta que el olvido la cansara, si es que a la mañana siguiente no veía en una pequeña foto de un periódico su rostro de cadáver sin nombre, si el comisario Ugarte, con serena crueldad, no se lo decía esta misma noche, cuando terminara el espectáculo y ella se dispusiera a salir al callejón acordándose automáticamente de todas las veces que vio a Andrade esperarla, obstinada, a pesar de sí misma, en seguir deseando que apareciera él, que estaba muerto, boca arriba, con los ojos cerrados, tirado con un coágulo negro en el vientre en medio de la oscuridad helada y desierta de aquel hospital donde era posible que tardaran mucho en encontrarlo. Sentí que saber que estaba allí y que tal vez amanecería rígido y solo en la misma postura en que lo paralizó la muerte era una última profanación que también a mí me envilecía. Le pedí al taxista que fuera más de prisa, como si la distancia me pudiera salvar del acuciante recuerdo. Igual que quien no puede dormir y oye rumores de amenaza y aprieta los párpados hundiéndose debajo de las sábanas, yo cerraba los ojos porque me daban vértigo las rápidas luces de las calles, y cuando pensé que ya deberíamos de estar llegando a la boîte y volví a abrirlos noté una conmoción de dolor y de reconocimiento en la memoria que al principio fue tan débil como ese tintineo de una cucharilla en el cristal de un vaso provocado por la onda expansiva de un terremoto muy lejano. No recordaba haber visto antes esa plaza pero la conocía, identificaba la línea de los tejados interrumpida por la cúpula de una iglesia, el perfil negro de ese edificio de la esquina, alto y adelantado como la proa de un buque, con su lisa fachada de mármol y la oquedad del vestíbulo bajo la marquesina donde ya no estaba iluminado el letrero del Universal Cinema.

Uno cree que los lugares y los rostros dejan de existir cuando no los recuerda. A medida que la forma exacta del cine donde conocí a Rebeca Osorio y a Walter se precisaba ante mis ojos -en fracciones de segundo, porque el taxi no se había detenido-, era como si el edificio entero volviera a erguirse desde los escombros, emergiendo a la noche y a la realidad del presente igual que un barco levantado de las profundidades del mar por poderosas grúas y cables de acero. Le ordené al taxista que me dejara allí mismo: las manos se me enredaban en los pliegues de los bolsillos cuando buscaba las monedas. Se las entregué sin contarlas, por miedo a que si dejaba de mirar por la ventanilla el edificio se desvaneciera. El taxista me dijo algo y no le contesté. Estaba acercándome al Universal Cinema como en una solitaria escenificación del pasado, pero ahora no llevaba en la mano una novela barata recién adquirida en la estación ni tenía el secreto propósito de ejecutar a nadie: un hombre había muerto a unos pasos de mí, había sonado un disparo mientras yo alzaba en el aire una mano vacía, como si la pistola que yo no quise manejar hubiera venido ocultamente conmigo, y ahora, para que todo fuera consumado, el tiempo retrocedía como una película proyectada al revés y yo volvía a asistir al preludio de la muerte de Walter.

Pero ya no había luces en el cine, y la puerta de entrada y las ventanas redondas de la taquilla estaban cegadas por ladrillos y yeso, y delante de esa pared había una reja plegable asegurada con un candado y varias vueltas de cadena. Desde lejos, el edificio parecía intacto: un cine temerario de los años treinta, con una arrogancia de navío o de faro, plantado como una reluciente escultura de basalto negro en una esquina de Madrid. Pero toda la parte inferior de la fachada estaba cubierta por varias capas sucesivas de carteles desgarrados y descoloridos por el sol y la lluvia, y más de cerca se veían largas grietas en la superficie lisa. Algunas placas de mármol habían sido arrancadas, y de la marquesina sólo quedaba el armazón de hierro. Yo daba vueltas de un extremo a otro del muro como buscando un resquicio que me permitiera entrar, probaba con las dos manos la resistencia del candado y de la reja metálica y tanteaba las frías molduras de mármol y la aspereza de las hiladas de ladrillos como si pudiera descubrir bajo las yemas de mis dedos uno de esos resortes que abren mágicamente una puerta inesperada. Era inútil, desde luego, y me alejé por la acera con una intranquila sensación de extravío: por qué me había bajado del taxi en aquel lugar, si ahora ignoraba el camino hacia la boîte Tabú. Doblé en la primera esquina, como quien quiere circundar todo el muro de una fortaleza, imaginando que si avanzaba siempre por la acera de la izquierda acabaría regresando a la entrada del Universal Cinema, pero me daba cuenta de que mis pasos ya estaban alejándome de él. Continuaría un poco más, era indudable que muy pronto encontraría una bocacalle que me devolviera al punto de partida. Un hombre andaba a pequeñas cojetadas por delante de mí. Cuando pasó junto a la cristalera iluminada de una peluquería supe quién era y también a qué lugar de Madrid me había devuelto el azar de los taxis y de las apariciones. El hombre andaba con la espalda torcida, como si llevara un gran peso sobre uno de los hombros.

El nombre de la peluquería, inscrito en un rótulo de azulejos, era Salón Montecarlo. En cuanto diera unos pasos más yo llegaría a la puerta de la boîte Tabú. Las geografías de mi memoria y los itinerarios fantasmales del tiempo quedaron trastornados como después de un instantáneo y silencioso desplazamiento de las formas del mundo. La boîte Tabú y el Universal Cinema, el pasado irreal y el indescifrable presente, no ocupaban las latitudes extremas que les atribuía mi imaginación. Había tardado la mitad de mi vida en llegar de un lugar a otro, pero sólo los separaba la breve distancia de una calle.

Vi que el hombre de la espalda torcida entraba en una taberna. Irreflexivamente lo seguí, pero no estaba en la barra ni era ninguno de los cuatro o cinco bebedores solitarios que ocupaban las mesas mirando desganadamente un partido de fútbol en el televisor. Desde la barra, tras un cristal con minuciosos dibujos de bocadillos y platos de calamares humeantes, se veía la persiana metálica y el letrero apagado de la boîte Tabú. Era uno de esos bares inhóspitos a los que uno se resigna como a la sala de espera de un médico sin porvenir. Olía a urinario y a frituras, a madera empapada de vino agrio y a humo de tabaco. Me acordé con imprecisa nostalgia de los bares íntimos de Inglaterra, de esa taberna, en Brighton, donde yo me recluía cuando cerraba la tienda, en las tardes de invierno, de su ventana tan pequeña como la de la cámara de un buque desde la que miraba la línea verde oscura del mar. Pensé que aunque volviera, si podía volver, este viaje a Madrid ya sería irreparable. Sobre la barra, a mi lado, había una copa de coñac. Pedí otra y esperé. El crudo alcohol me dio náuseas. La puerta del retrete se abrió y apareció en ella el hombre de la espalda torcida, limpiándose con un pañuelo la boca, grande y roja como una desgarradura en la piel. Al reconocerme sonrió. Vestía un traje de elegancia excesiva, con un picudo pañuelo azul en el bolsillo superior de la chaqueta y un chaleco ceñido como un corsé a su pecho abombado. Subió con dificultad a un taburete junto al mío y antes de beber levantó indecisamente su copa, como si me propusiera un brindis. La bebió de un trago, con la nuca torcida sobre los hombros, porque casi no tenía cuello. Con la prontitud de un hábito el camarero se la volvió a llenar, y él la abarcó entre sus dedos pequeños, examinándola como un objeto valioso, con un aire de suficiencia y hasta de soberanía, complaciéndose en que yo notara que no siempre era el sirviente viscoso de la noche anterior.

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