Antonio Molina - Beltenebros

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La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante clarouscuro de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva, Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.

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– ¿No ha vuelto a verla?

– No quiero verla.

– Pero se peina y se maquilla para parecerse a ella.

– Yo nunca la conocí así.

– Habrá visto sus fotografías. Las que se hizo antes de que naciera usted. Me ha dicho que cuando se fue no se llevó nada.

– Qué se iba a llevar, si no tenía nada. Sólo el infiernillo en el armario y la máquina de escribir, y las botellas vacías. En la boîte no me dijeron que tuviera que parecerme a alguien. Un día el dueño vino y me dijo que iba a hacer de mí una verdadera estrella. Nada de canciones picantes ni de seguir sentándome con esos tipos de las mesas para que me invitaran a champán. Una mujer me rizó el pelo y me enseñó cómo tenía que peinarme y maquillarme, y trajo también esos vestidos. Aprendí las canciones que me ordenaron. El pianista llevaba discos antiguos y yo tenía que estar oyéndolos siempre. Hasta me pusieron ese apellido, Osorio.

– ¿Rebeca es su nombre verdadero?

– Sí. Lo odio. Suena a falso. A cine.

– Es un nombre del cine.

Me miró sin entender, sentada en la cama, con la falda entre los muslos y la mano abierta sobre el pecho, para sujetar el vestido. La vi de pronto como un simulacro de otra mujer que no existió, que fue soñada y deseada por varios hombres, Walter y Andrade, Valdivia, yo mismo, y también por otros desconocidos que sólo supieron de ella por las páginas de las novelas alquiladas o que la espiaron mientras se desnudaba desde la sombra de la boîte Tabú. Las miradas y las manos y las respiraciones de los hombres habían gastado su piel pulimentando su blancura y volviendo todo su cuerpo tan dúctil como una seda muy usada, pero eso sólo lo pude aprender más tarde, cuando me atreví a tenderme junto a ella y rozar con mis manos la infinita y cálida pasividad de sus muslos, que se entreabrieron despacio, como pesados pétalos que se me deshicieran en los dedos. Había en ella una obediencia sonámbula a los designios de otros, y tal vez era eso, su ensimismamiento de mujer detenida en la penumbra de un cuadro, lo que estremecía a los hombres, pues les otorgaba al mismo tiempo la seguridad de poseerla y la sospecha de que ella nunca les pertenecería. La frialdad azul de sus ojos inmovilizaba el tiempo, desvaneciendo el porvenir y el pasado. Sin explicación ni esperanza yo seguía mirándola y el ruido distante de la ciudad tras las cortinas cerradas me traía el recuerdo de los minutos voraces que continuaban avanzando en el latido de cualquier reloj hacia la hora tan próxima de mi viaje. Veinte minutos más y me iré, calculaba, media hora, igual que Andrade, cuando estuviera esperándola con las manos impacientes y unidas bajo la pantalla azul de la lámpara, administrando el tiempo tan cuidadosamente como los cigarrillos y los sorbos de alcohol para que cuando ella apareciese en el escenario aún no estuviera vacía su copa y nadie pudiera discutirle su derecho a no dejar ni un solo segundo de mirarla. Andrade, el elegido, el adicto: alguna noche el comisario Ugarte debió de reconocer su cara y lo adivinó todo en ella, calculando, mientras fumaba en la oscuridad del palco, la trampa de su perdición.

– Y usted quién es -dijo la muchacha, pero no parecía que estuviera haciéndome una pregunta, ni que esperase la verdad-. De dónde ha venido.

– De muy lejos.

– ¿Conocía a Andrade?

– Nunca lo he visto. Sólo sus fotografías.

Se incorporó lentamente hasta sentarse en el filo de la cama, apoyando los pies descalzos en el suelo, con las rodillas abiertas.

– Pero quería matarlo.

– Quién le ha dicho eso. Vine para ayudarle a escapar.

Se levantó, dejando que el vestido cayera suavemente a sus pies. Pensé que únicamente ahora la estaba viendo desnuda por primera vez. El talle frágil, las agudas caderas, la sombra leve en el vientre, como esfumada, igual que el rosa de los pezones sin relieve. Su figura se alzaba del suelo con la soberanía de una estatua.

– Él lo reconoció a usted -dijo-. Apagué la luz y volví a encenderla dos veces para avisarle de que usted ya estaba dormido. En cuanto vio su cara supo que había venido a matarlo. Ni el comisario Ugarte le daba tanto miedo como usted.

Pero parecía que ella estaba más allá del miedo, que cruzaba sus límites viniendo hacia mí, con temeridad y cautela, como si se acercara a una pistola o a un cuchillo, mirando con sus ojos fijos y azules un rostro que no era el mío, porque los espejos mienten y yo nunca podría verlo ni saber lo que ella miraba, lo que Andrade había visto.

– Usted no siente nada -dijo, parada a un paso de mí, casi empujándome, menos alta ahora, sin los tacones, más imperiosa y tibia-. No se mueve nunca, está muerto ahí de pie, nada más que mirando. No he visto a nadie más frío y más rígido, no tiene sangre, tiene la carne de cera y los ojos de cristal y piensa que está por encima de nosotros, que puede pagarme a mí y comprarme y matar a Andrade o perdonarle la vida.

Siguió hablando, pero yo no quería oírla, no era posible que esas palabras aludieran a mí, que la expresión de esa mirada reflejara mi rostro, proyectado sobre ella como una sombra que me precedía y que no era la de mi cuerpo. Dijo con descaro y orgullo que me había citado en la casa de Andrade para narcotizarme y que ella le hacía señas desde la ventana sin que yo me diera cuenta, que vertió el veneno en la botella y fingió que bebía usando astucias aprendidas en la boîte Tabú para derribar a los hombres de excitación y de alcohol, pero yo nunca me rendía, dijo, yo bebía un vaso tras otro y parecía inmune a la borrachera y al sueño, con los ojos muy abiertos, como si fueran de cristal, repitió, y cuando caí sobre ella pensó que al fin obedecía a un arrebato y que iba a besarla, pero no, no me moví, quedó atrapada por mi cuerpo, como aplastada por un fardo, y cuando intentó librarse de mí yo me derrumbé pesadamente hacia el suelo y la arrastré en mi caída. Para que no siguiera hablando la atraje contra mí y la besé en la boca. Quería huir de mis labios y su delgada cintura se me doblaba entre las manos, y al mover la cabeza en una rabiosa negativa su pelo me azotaba la cara. Retrocedía hincándome los huesos de las caderas en el vientre, y de pronto se desprendió de mí, inclinada y respirando como un luchador, el pelo sobre los ojos, desafiándome, repitiendo una palabra sucia, una invitación. Di un paso hacia ella y de una sola bofetada la derribé sobre la cama. Cayó de costado y se quedó tan inmóvil como si un golpe de mar la hubiera abatido contra los guijarros. Me tendí junto a ella, le limpié los labios, llamándola, repitiendo su nombre, queriendo imaginar que cuando le apartara el pelo vería la cara de la otra. Levanté su cabeza y abrió los ojos como si despertara, la sacudí y siguió mirándome y no se movió. Con una borrosa y vengativa premura retardada por mi propia torpeza, que me enredaba los dedos en la hebilla del cinturón y en los faldones de la camisa, la abrí y la obligué a agitarse en rápidas palpitaciones que contraían su boca con un gesto de dolor y hacían sonar secamente los muelles y el armazón de la cama. Pero poco a poco empecé a sentir que aquella blanda docilidad traspasada se conmovía con un impulso espasmódico, como de exaltación o de fiebre, y la vi echar el cuello atrás y volver de un lado a otro violentamente la cabeza, enajenada y sollozando igual que si se debatiera en la oscuridad contra los tentáculos de una pesadilla. Siguió agitándose cuando yo ya no me movía, fulminado y vencido por la lucidez de la vergüenza. Caí a su lado, de espaldas, oyéndola respirar. Sobre la mesa de noche estaba su reloj. Vi con incredulidad, con secreto y miserable alivio, que eran las cuatro menos veinte. Me quedé un rato sentado en la cama, con los codos sobre las rodillas, alisándome maquinalmente el pelo con la mano. No quería volverme hacia ella ni ver mi cara en los espejos. Pero cuando salí del cuarto de baño me encontraron sus ojos. Había doblado la almohada y apoyaba en ella la cabeza, pero aún tenía muy separadas las piernas y una mancha húmeda le brillaba en el vientre. Extendió una mano hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo. Se lo puso en los labios, pero no llegó a encenderlo. Sólo miraba hacia mí, sin verme, como si yo no estuviera en la habitación.

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