Antonio Molina - Beltenebros

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La ambigüedad de la traición es el motor de una intriga policíaca que constituye el tema aparente de Beltenebros. Sin embargo, lo que en realidad encubre es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante galería de espejos en la que se reflejan el amor y el odio, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante clarouscuro de corte premeditadamente cinematográfico que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocado por una organización comunista subversiva, Darman, antiguo capitán del ejército republicano exiliado en Inglaterra, regresa a Madrid para ejecutar a un supuesto traidor a quien no ha visto nunca. En los lóbregos escenarios de la clandestinidad, emprende con desgana un periplo trepidante en pos de su víctima del que una misericordiosa cabaretera, viva imagen de una mujer a la que amó, tratará de desviarlo.
En Beltenebros, el arte de narrador de Muñoz Molina, su vigorosa maestría técnica y su estilo preciso y envolvente alcanzan un grado extremo de plenitud y de tensión expresiva cuyo logro admite escasos parangones en la narrativa española contemporánea.

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Me había sentado en la cama, mirando al suelo, con la cabeza descolgada entre los hombros. El peso de la mala noche y del alcohol y los somníferos me gravitaba en la nuca. Miraba mis zapatos sucios de barro como si pertenecieran a otro, como si fueran dos zapatos cuarteados y solos que alguien hubiera abandonado junto a un cubo de basura. En aquella taberna me había sentado en el filo del retrete para revisar la pistola. Entonces recordé: la llave estaba en el zapato derecho, en la hendidura entre el tacón y la suela. Me incliné y tuve náuseas y vértigo como si los zapatos estuvieran en el fondo de un pozo. Toque con las uñas el filo dentado de la llave, la miré en la palma de mi mano como una moneda enigmática.

Ya era tiempo de irse. De aquella casa de nadie, de aquel paisaje estéril y fronterizo de bloques de pisos coronados por antenas de televisión que ni siquiera se parecía a una ciudad, a Madrid. Vi en el espejo del armario la innoble palidez de mi cara, el mentón oscuro, los ojos dilatados y grises, con diminutas manchas rojas en los lagrimales. La noche anterior era mentira, y el regreso enaltecido del tiempo. Conté las monedas: no estaba seguro de que bastaran para un billete de Metro. Salí a la calle, y la gente se me quedaba mirando al cruzarse conmigo, miraban mi gabardina maltratada y mi camisa abierta y mi cara sin afeitar. Me eché el ala del sombrero sobre los ojos, para que nadie pudiera verlos, y en los túneles y en los vagones del Metro vigilaba todos los rostros por si lograba descubrir a un policía emboscado: tal vez si no me quitaron el pasaporte ni la llave de la consigna fue para empujarme a huir en una dirección calculada por ellos. Pensaba en la muchacha y me repetía en silencio la pregunta única que quise hacerle y que acaso ya no me contestaría nunca. La veía frente a mí, recostada en la cama, con el vestido azul marino del que surgían sus muslos como una aparición, ofreciéndome el veneno del sueño igual que si me rindiera un tributo que yo no me atreví a desear.

Pero yo ya sólo quería apresurar el olvido para detener el maleficio de la noche anterior. Si lo lograba mi memoria quedaría tan lisa como la superficie congelada de un lago. Es la amnesia y no el perdón lo que solicita esa gente que se doblega en las iglesias con los ojos cerrados. Pero en los andenes y en las escaleras del Metro y en el vestíbulo de la estación de Atocha la multitud era una ciénaga de rostros que multiplicaban el mío, de ropas tan gastadas y oscuras como las que yo llevaba, y en todas las cosas que veía a mi alrededor se perpetuaba la culpable indignidad de la noche, como si la luz del día no la hubiera abolido, aquella luz que parecía filtrada por cristales sucios, irrespirable y clausurada bajo las bóvedas de hierro, como la claridad de un mundo cuyo sol se extinguía. Junto a la puerta de la consigna había un guardia uniformado de gris. Pasé a su lado y ni siquiera me miró. El miedo tenía una consistencia pegajosa, una sugestión abyecta de mansedumbre y gratitud.

Tardé en abrir la estrecha puerta metálica de la taquilla, imaginando que no encontraría nada en su interior. Pero mi bolsa de viaje estaba allí, inalterada y leal, oliendo a ropa limpia y a cuero, como la penumbra de mi casa cuando regresara a ella contando una tranquila mentira. Bastarían unas pocas palabras para que esa noche de Madrid no existiera. Comprobé con inmediato alivio que el dinero aún estaba escondido donde yo lo guardé, pero aquel fajo de billetes ingleses no me pareció más valioso que el estuche de aseo o las camisas dobladas y limpias. Afeitarme cuanto antes era una imperiosa necesidad moral. Lo hice en el mismo lavabo donde alguien se había reunido conmigo en un viaje anterior. No vería nunca más a ninguno de ellos. Que me buscaran en vano, que me maldijeran. Cambiaría el número de mi teléfono y les devolvería sus postales de paisajes en technicolor. Las paredes del lavabo temblaban al paso de los trenes, y había charcos de agua en el suelo y jirones de periódicos. Pero cuando me lavé las manos y la cara fue más indudable el olor del jabón que había traído de Inglaterra, y mientras me afeitaba, al borrar de mis facciones los signos de la fatiga y la sombra gris de la barba, empecé a recobrar débilmente la sensación de invulnerabilidad que durante tanto tiempo había aprendido a poseer o a fingir porque me la atribuían las miradas de otros. Metódicamente me transfiguraba en el espejo. El mentón rasurado, los puños blancos de una nueva camisa -la que llevaba la tiré-, la corbata de seda, los ojos todavía enrojecidos y las pupilas extrañas, como si sólo en ellas durara la escoria de la noche.

El reloj del vestíbulo señalaba las doce y media. Recordé que a las seis de la tarde había un vuelo hacia Londres. Durante cinco horas, aunque yo no quisiera, probablemente seguiría cumpliendo mi parte de ficción. Alguien, tal vez, andaba tras mis pasos, pero no me importaba mucho, casi lo prefería, porque en la mirada y en la imaginación de quien estuviera persiguiéndome mis actos cristalizarían en un propósito ilusorio. Cambié dinero en un banco, y el empleado me habló con ese tono un poco alto de voz que suele usarse con los extranjeros, articulando cuidadosamente las palabras. En la otra esquina del mostrador, mientras esperaba, un hombre de mediana edad se quedó mirándome. Pero yo no era español, a mí no podían detenerme. Caminé un rato por la ancha acera desierta del Jardín Botánico y nadie me siguió. Del otro lado de la verja venía un poderoso olor a tierra removida y a corteza húmeda de árbol. Tenía que llegar al aeropuerto a las cinco. Crucé el Paseo del Prado y pedí una habitación en el hotel Nacional.

Al pisar las sigilosas alfombras sentí que estaba transitando de una vida hacia otra, y que ninguna de las dos era verdad. Todo se diluía como la noche en el alba, como la fatiga de mi cuerpo en el agua caliente, cuando cerré los grifos del baño y me hundí tan suavemente como si me abandonara al sueño, casi flotando, inmóvil, con los ojos entornados, oyendo el leve rumor de las ondulaciones del agua.

Respiraba muy despacio el aire denso de vapor, opaco y blanco como las nubes que vería desde la ventanilla oval cuando el avión ascendiera y percibía con desfallecida gratitud cada minuto de indolencia, mirando mi cuerpo plano y alargado ante mí, entre la espuma del agua, tendido y reviviendo como un pálido animal submarino que estremece las algas, la tenue arena del fondo. Como si el vapor se condensara en apariciones translúcidas yo veía sucederse los rostros que conocí en los últimos días, la mancha de una sola cara que iba convirtiéndose en otras igual que una nube adquiere la forma de una cabeza de león y luego la de un castillo y la del perfil de una moneda y luego se desvanece todo en jirones blancos. La cara del hombre que me recogió en el aeropuerto de Florencia se me dibujaba exactamente en el recuerdo y unos segundos después empezaba a borrarse y adquiría las facciones de Bernal, y éstas eran suplantadas por las del recepcionista del hotel Parigi, precisas por un instante, perdiéndose en seguida para convertirse en otro rostro, el de Luque, el de Andrade en la foto del pasaporte falso, el que apareció enmarcado en la mirilla de la boîte Tabú. Y al final todos se resumieron en uno, como las galerías de un museo en el que se guarda un solo retrato memorable, el de Rebeca Osorio, su deseada y futura falsificación, volviéndose hacia mí desde la oscuridad del pasado, desde el recuerdo otra vez acuciante de la noche última.

Cerraba los ojos, pero seguía viéndola, como emergida lentamente del agua, como emanada de mi cuerpo y del vapor caliente en una excrecencia vegetal, apretaba los párpados y veía de nuevo el fulgor instantáneo de su desnudez, su cuerpo frágil y lívido contra los reflectores azules y su cabeza que se doblaba hacia atrás como si una mano invisible la hubiera atrapado por el pelo y tirara de ella. Ascendía reluciente de espuma entre los turbiones del agua, anudada a mi vientre en un largo espasmo líquido, cálida y al mismo tiempo imaginaria, inexistente y entregada y hostil como las mujeres de las postales obscenas. De pronto me dio miedo pensar que no era inalcanzable. Salí del agua temblando de frío y de deseo y vi mi cuerpo pálido disgregado en el vaho que cubría el espejo, y recordé los números que el portero de la boîte Tabú había escrito en la ventanilla empañada del taxi. Ahora yo los escribí en el cristal, como si trazara las letras de un nombre mágico y oculto, y tal vez deseé y temí que cuando se borraran desaparecieran de mi memoria. Pero el cristal se volvió poco a poco tan nítido como un paisaje del que se levanta la niebla y el número permaneció intacto en mi recuerdo.

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