Alguien que no era yo me suplantaba y decidía mis actos. Intoxicado de antemano por la imaginación, impaciente, temerario, cobarde, me envolví en una toalla y me quedé sentado en la cama mirando el teléfono de la mesa de noche, como quien espera tan ávidamente una llamada que levantará el auricular en el mismo instante en que empiece a sonar el timbre. Pero a mí nadie me llamaría: era yo quien iba a hacerlo, yo o ese doble oscuro que nos usurpa las decisiones del deseo y niega enconadamente la dilación y la vergüenza. Pensé: todavía no habrá encontrado a Andrade, todavía tendrá la pistola y el pasaporte. Recordé que me quedaban menos de cuatro horas para llegar al aeropuerto. Puse la mano húmeda sobre el auricular. La retiré como si hubiera tocado una materia viscosa en la pared de un túnel. Sabía que era necesario darle al recepcionista una explicación a la vez suficiente y ambigua y ofrecerle con cautela algo de dinero. Comprendió en seguida y su voz en el teléfono adquirió un murmullo de confabulación cuando se me brindó para hacer él mismo la llamada. Dije que no. Marqué una a una las cifras queriendo imaginarme cómo sería la habitación donde la muchacha esperaba. Un gabinete con las cortinas cerradas, supuse, con divanes y luces indirectas. La señal sonó muchas veces sin que ocurriera nada. Yo sostenía el teléfono con un ensañamiento inmóvil, temiendo que no respondiera nadie, casi agradeciéndolo.
Iba a colgar cuando me habló una voz de mujer, más bien fría y ecuánime, un poco soñolienta, como la voz de una telefonista nocturna. Le dije lo que quería y el nombre del hotel donde estaba. En sus palabras había un tono de secreto y de reprobación, como si lamentara la lujuria y la debilidad de los hombres y se viera obligada a secundarlas a pesar de sí misma. Me pareció que notaba en la cara el auricular humedecido por su aliento. Dijo precios y nombres con una monotonía de mercader huraño. «Miriam», dijo, «Laura, Gina». Le pregunté por Rebeca y se quedo unos segundos callada, respirando. «Sí», dijo, como si accediera a una petición muy difícil, «también Rebeca». Me habló de un precio más alto y me preguntó mi nombre. Le dije el número de mi habitación. Aseguró que yo no tendría que esperar más de media hora, tal vez menos, según lo que tardara la muchacha en encontrar un taxi. Luego colgó secamente, sin decir adiós.
Para distraer la lentitud del tiempo me vestí despacio ante el espejo del armario. Neuróticamente calculaba los minutos gastados y los que me quedaban todavía como si contara las monedas de un tesoro fugaz. Cada vez que oía detenerse el motor de un automóvil me asomaba al balcón, pero nunca era ella la que caminaba hacia la marquesina del hotel. Miraba ahora, desde arriba, una ciudad que no parecía española: árboles alineados hacia la lejanía gris, edificios blancos sobre los que ondeaban banderas internacionales. Cerré las cortinas y encendí la lámpara de la mesa de noche. En la penumbra el rumor de la ciudad agrandaba el silencio. Anticipadamente la veía venir, recién maquillada, fumando, perfilada en un cristal tras el que huían los árboles y las calles de un Madrid irreal, preguntándose con rencor y desdén cómo sería el hombre que iba a abrazarla al cabo de unos pocos minutos. Imaginaba sus rápidos pasos en la acera, sorteando la lluvia, sus tacones que resonarían en los peldaños de mármol, amortiguados luego en las alfombras rojas del vestíbulo. Esta vez no la dejaría irse sin averiguar quién era y por qué usaba el nombre de Rebeca Osorio y se peinaba como ella. Para olvidar yo tenía primero que saber: para curarme de la venenosa ofuscación del deseo era preciso que pudiera cumplirlo hasta su mismo límite, y marcharme luego para siempre y no volver ni recordar, pero yo no estaba seguro de que fuera deseo aquella necesidad de tocar con mis manos la consistencia de una sombra, y cuando al final supe que venía y le abrí la puerta y la miré parada en el umbral noté una súbita conmoción de frialdad y de vacío y me arrepentí de haberla llamado y de no estar viajando en un avión hacia Inglaterra. Al principio no pudo verme la cara, porque yo estaba de espaldas a la luz, y cuando dio unos pasos hacia mí y me reconoció hizo un vago ademán de volverse, una tentativa falsa de escapar de la que ya había claudicado cuando cerré la puerta tras ella. No parecía sorprendida de verme, no me tenía miedo ni se rebelaba contra el engaño. Estaba allí, mirándome, en la habitación del hotel, igual que podría estar en cualquier otra parte, en aquella casa donde pasaría las horas esperando una llamada de teléfono, en el escenario de la boîte Tabú, alumbrada por los focos azules que aislaban su alta figura en el espacio y en el tiempo, como si nunca hubiera pertenecido a ningún lugar ni a ninguna mirada, a nadie, ni a sí misma.
Estábamos parados el uno enfrente del otro y parecía que hubiera entre los dos un precipicio de soledad y distancia y que el azul de sus ojos fuera la luz de un país que yo no alcanzaría nunca. Llevaba un chal sobre los hombros, y cuando se lo quitó fue como si su talle brotara de la amplia falda circular como de una corola. No había palidez en su piel, sino una exaltada blancura que se volvía más hipnotizadora por el contraste con el color negro del vestido. No era esa piel casi albina y rosada de las mujeres de los países fríos: deslumbraba en ella la sugestión inmediata de la cercanía de un cuerpo cuya desnudez era anunciada por su blancura como un firme vaticinio de perdición. Yo la miraba frente a mí, la piel blanca, los pómulos rosados, el pelo tan negro como la tela del vestido, la claridad marina y celeste de los ojos, el tono un poco más oscuro de los párpados, que daba a su cara una severa convicción de dolor. Yo sabía que la estaba mirando de una manera desconocida y prohibida, queriendo aprenderme no sólo la forma exterior de su rostro y la línea que descendía desde el cuello y las desnudas clavículas hasta el filo horizontal del escote, sino también la tensión y el latido de la piel en los huesos y el interior de las pupilas y el desamparo y el orgullo de su alma. Así se vestían y miraban las heroínas de las novelas de Rebeca Osorio, pero ella era demasiado joven para que la imitación fuese exacta. Lo comprendí todo al verla sonreír: mientras ella me hacía beber para narcotizarme Andrade estaba esperándola abajo, junto al portal de aquella casa, dando vueltas para liberarse del frío y mirando a veces hacia la ventana iluminada, como un guardián o un amante celoso.
– Se ha ido -dijo-. Esta mañana. Ni usted ni nadie puede hacerle ya nada.
Dejó el bolso y el chal encima de la cama con la determinación de quien se dispone a cumplir una tarea breve y enojosa y siguió mirándome con los brazos cruzados. Ahora no la deseaba. La tenía al alcance de mi mano y era como una figura sin volumen, aparecida en un espejo. Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Pensé que su boca sabría a nicotina y a carmín. Permanecí de pie, sin decirle nada, queriendo contener la palpitación de la sangre en mis sienes. Me daba miedo que siguiera desnudándose, ajena a mí, indiferente, como si hubiera vuelto sola a su casa después de caminar mucho y deseara dormir. Se había quitado los zapatos y balanceaba los pies, flexionando los dedos, extendiéndolos para mirarse las uñas, que estaban pintadas de rojo, como las de las manos. Se subió la falda casi hasta la cintura y empezó a desabrocharse las medias. De pronto se detuvo y pareció que recordaba algo. De mi conciencia habían desaparecido las preguntas que pensaba hacerle. Yo sólo la miraba, todavía de pie, tan invisible como cuando estaba oculto en el almacén y la oía respirar, tan escondido.
– Tiene que pagarme -dijo-. Primero tiene que pagar.
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