– ¿Ya vinieron?
– Todavía no.
El periodista se levantó y fue hasta el baño. Orinó largamente, se lavo la cara y se miró al espejo. La barba le había crecido demasiado y las ojeras eran profundas. Volvió al living y tomo el café. Se sintió más despejado. Buscó un par de hojas de papel y escribió una carta breve, casi ilegible. La dobló, la puso en un sobre y anotó una dirección.
– ¿No hay estampillas?
Marlowe negó con la cabeza.
– Que pague el destinatario -dijo.
Soriano salió a la calle. El sol había calentado el pavimento. Camino hasta la segunda esquina y halló un buzón. Echó la carta. Compró dos atados de cigarrillos, encendió uno y camino de regreso, lentamente. Se detuvo en un kiosco de diarios y revistas. Miró las tapas de los folletines pornográficos. Una muchacha negra le preguntó que iba a llevar. Contestó "nada" en inglés y sonrió. Caminó cinco metros y regresó al kiosco. Compró un diario de la mañana. En la primera página aparecía una foto de Chaplin que sonreía luego de "la dramática, increíble aventura". Quiso leer pero no entendió. Tiró el diario en la calle. Llegó a la casa y antes de entrar miró los yuyos verdes, tan altos que ya alcanzaban las ventanas. El trozo de tierra removida estaría pronto cubierto por el pasto. Entró.
Marlowe estaba quieto, con la mirada fija en algún punto de la pared.
– Lo lograron -dijo Soriano sin expresión.
Marlowe no contestó. El argentino le alcanzó el paquete de cigarrillos. El detective lo abrió y con la colilla que tenía entre sus dedos encendió otro.
– ¿Juega al ajedrez?
– Bueno.
El detective se puso de pie, buscó el tablero y sacó las piezas de una caja de cartón. Faltaba el rey blanco. Busco en el escritorio. Encontró una bala 45 y la paró en el casillero de su rey.
– Apuesto a que le doy mate antes de que lleguen -dijo Marlowe con una sonrisa.
– Tal vez no vengan.
– Es posible. Juega usted.
– No. No tengo ganas.
– Está bien. ¿Qué le parece si me cuenta la historia de Laurel y Hardy?
– ¿Todavía le interesa?
– Si. Cuénteme lo que sepa. ¿Donde reunió los datos?
– En las bibliotecas, en los archivos.
– ¿Usted cree lo que dicen los libros?
– Antes creía. Ahora no sé. Es fácil escribir.
– Vivieron en esta ciudad. Aquí hay mucha gente que sabe de ellos. ¿Toma otro café?
– Bueno.
– Dígame, Soriano: ¿por qué se le dio por meterse con el gordo y el flaco?
– Los quiero mucho.
– ¿No tenía otra cosa que hacer? Durante los días que estuvimos juntos me pregunté quien es usted, que busca aquí.
– ¿Lo averiguó?
– No, pero me gustaría saberlo.