Osvaldo Soriano - Triste, solitario y final
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– Creo que es jaque mate.
– ¿Nos entregamos? -preguntó el argentino.
– No. A menos que usted quiera ir a la cárcel por el resto de su vida.
– ¿Qué hacemos, entonces? -A Soriano le temblaba la voz.
– Correr. -Marlowe inclinó la cabeza hacia abajo, pero siguió mirando a su amigo.
– ¿Hasta donde? -preguntó Soriano.
– No sé. -El detective habló con voz baja, cansada.- Hay que correr.
Soriano puso su cabeza entre las manos.
– ¿Qué hicimos? Limpié a un tipo que quiso secuestrar a Chaplin, no pueden matarnos por eso.
El tren empezó a detener su marcha. Marlowe se puso de pie, levantó la ventanilla e hizo un gesto. El tren frenó con un resoplido y dio un brinco hacia atrás. EL detective pasó una pierna por la ventanilla. Se detuvo sólo un instante.
– La carrera empieza. ¡Suerte, Soriano!
Saltó a las vías. Muy cerca se veían las luces de un pueblo dormido. El argentino cayó de pie junto al detective. Estaban frente a frente. Soriano se acercó y estrechó a su compañero en un abrazo que duró dos segundos.
– Gracias por todo -dijo. Marlowe le dio con un puño en el antebrazo. Su sonrisa era amarga.
– La historia la hace Chaplin, Soriano. Nosotros estamos solos y el guión nos perjudica.
Un tren pasó a toda marcha y apagó la voz.
– Si -dijo Soriano-, es un guión de mierda.
Empezaron a correr.
Eran dos manchas en la oscuridad, recortadas contra locomotoras negras y sucias, contra los apagados colores de las máquinas eléctricas y sus vagones. Avanzaban entre los rieles y trataban de no meter los pies en alguna trampa entre los durmientes. El viento había calmado. Dejaron la estación atrás y salieron a una calle desierta. Las casas eran bajas y parecían tristes. Caminaron hasta un depósito de Coca Cola y sandwiches. Soriano se detuvo. Sin decir nada metió el caño del revolver bajo la tapa, junto a la cerradura y la hizo saltar. Sacó un par de botellas y las abrió golpeando el borde de la tapa contra el filo de una chapa. Luego rompió una caja de sandwiches. Tomaron varios. Soriano volcó la tapa del kiosco otra vez y siguieron caminando. Comieron lentamente y luego encendieron cigarrillos. Doblaron por una calle lateral. A través de cuatro cuadras probaron las puertas de todos los coches estacionados. Por fin, la de un Ford azul abrió. Marlowe indicó a su compañero que subiera y levantó el capo. Sacó una moneda, la metió en el distribuidor, cambió un cable de lugar y arrancó. Atravesaron el pueblo. Eran las dos de la madrugada. Hallaron la ruta y un cartel señalizador. Marlowe puso el coche en dirección a Los Ángeles y aceleró a fondo. Soriano se había quedado quieto, recostado contra la puerta. Tenía la mirada perdida en la ruta y apartaba los ojos cada vez que las luces de otro coche lo encandilaban. Miró a Marlowe. Estaba deprimido. Esa sensación lo llenaba de angustia y le advertía su soledad. Sintió rabia contra ese hombre que manejaba el auto. Nunca habían hablado demasiado uno del otro. Pensó en sus días tranquilos en Buenos Aires, pensó también en ese enemigo final, tan obvio como parapetado, en cuyo corazón estaban huyendo para sobrevivir. Le pareció absurdo. Ahora, con la policía detrás, se sentía deprimido, aunque no temeroso. ¿Quién era ese hombre que manejaba el auto? Viejo, aniquilado, despreciativo, brutal a veces, era de todas maneras el único compañero que había conseguido, su único contacto con el mundo. Soriano había matado a un hombre y aceptaba esto como un hecho inevitable. Le costaba entender que la policía los persiguiera para mandarlos a la cárcel, pero también le parecía increíble que en el futuro pudiera volver a sentarse ante una máquina de escribir.
Cuando entraron en Los Ángeles, la ciudad estaba tan muerta como Pompeya. En Washington Street abandonaron el coche y luego de caminar dos cuadras tomaron un taxi. Marlowe le indicó que fuera por Yucca Avenue. Cuando pasó frente a su casa, miró atentamente y ordenó al chofer que diera una vuelta a la manzana. Bajaron a dos cuadras de distancia y caminaron por la vereda opuesta a la de la casa. El detective decidió que no estaba vigilada.
– La policía está llena de estúpidos -dijo.
Entraron.
Al abrir la puerta, un silencio frío sacudió a Marlowe. Movió las llaves de la luz, pero las lámparas no se encendieron. El detective gruñó y recordó que no habían pagado la cuenta a la compañía de electricidad. Encendió un fósforo y fue hasta la cocina. La llama casi le quemó los dedos. Encendió otro y luego un tercero y del armario sacó una vela chorreada a la que le quedaba poca vida. La prendió. Una luz lánguida llenó la habitación de sombras extrañas. Los objetos aparecían y desaparecían como si fueran una ilusión. El detective puso la vela sobre la mesa del living.
– ¿Se baña usted primero? -preguntó.
– Como quiera -dijo Soriano, que se había volcado sobre un sillón.
El detective fue hasta la pequeña cocina y a tientas encendió el calefón. Volvió al living y rompió por la mitad lo que quedaba de la vela. Encendió el segundo pedazo y lo tendió a Soriano. El argentino se levantó arrastrando el cuerpo y fue al baño. Abrió la ducha, se quitó la ropa y entró en la bañadera. Dejó que el agua le corriera por el cuerpo y se quedó inmóvil largo rato. Diez minutos más tarde pensó que se estaba demorando. No escuchaba a Marlowe y supuso que se había dormido. Se secó, se vistió y salió del baño sosteniendo la vela que había pegado sobre la tapa de un frasco de desodorante. La luz pálida y fija de la otra vela aparecía como una mancha amarilla por la puerta del dormitorio. Soriano entró a la habitación y vio a su compañero que estaba sentado y tenía la cara entre las manos. La vela estaba en el suelo, como si alguien la hubiera abandonado. El argentino levantó su luz y sintió que el silencio de su amigo era una carga muy pesada para esa casa oscura, que la tragedia lo había abrazado por fin y para siempre desde ese cuerpo pequeño, suave, ahora rígido, que el detective había dejado caer sobre sus piernas. La cabeza del gato colgaba fuera de las rodillas de Marlowe y los ojos estaban abiertos, aunque no tenían color. La cola era como el contrapeso de un barrilete abandonado.
Soriano miró a su compañero un largo rato y advirtió que se diluía en la penumbra. Estaba muy quieto. Nada se movía en ese lugar. Por fin, el argentino se acercó y tocó al animal con la punta de los dedos. Luego apretó un hombro de Marlowe y se retiró del dormitorio. En los dedos llevaba todavía una sensación de hielo.
Sacó una botella de whisky y sirvió dos vasos. Dejó uno sobre la mesa y tomó el otro de un trago. Marlowe apareció en el living y encendió un cigarrillo. No había temblor en sus manos. Bebió el whisky, dejó el vaso y se llevó la vela al baño. Estuvo una hora bajo la ducha. Cuando salió, la luz entraba por las ventanas. Se había peinado, vestido y afeitado. Fue hasta la habitación de servicio, tomó una pala, la llevó al jardín y cavó un pozo de medio metro. Por la calle pasaban los camiones de los proveedores. Regresó al dormitorio y envolvió al gato en una camisa. Soriano lo seguía de cerca. Marlowe depositó el cuerpo en el hoyo, con cuidado. Sacó la pistola de un bolsillo y la puso encima del gato.
– Basta de muertes -murmuró.
Empezó a cerrar la tumba.
La claridad se colaba por las rejillas de las ventanas. Los dos hombres se habían dormido: Soriano sobre el diván y Marlowe en un sillón viejo que en uno de sus brazos tenía dos manchas de café. La luz se hizo más brillante cuando el sol dio en las ventanas. El detective se despertó dos veces, sacudido por las pesadillas. Cuando se dormía otra vez, el hilo de las historias se reiniciaba en el lugar exacto en que lo había interrumpido al despertarse, como si fuera el siguiente capítulo de una novela barata. Cuando se despertaba, apenas por unos segundos, Marlowe sentía la nariz seca y la boca pastosa, pero no lograba vencer la somnolencia para levantarse a tomar un vaso de agua. Al mediodía, el detective despertó repentinamente porque creyó que algo había saltado sobre sus piernas. No había nada. Sintió, en cambio, que un calambre empezaba a contraerle los músculos y estiró la pierna rápidamente. Cerró otra vez los ojos porque la luz que se filtraba por los postigos era demasiado fuerte para él. Con las manos palpó la ropa hasta encontrar los cigarrillos. Le quedaba uno y lo encendió. Soriano roncaba pausadamente y tenía los brazos cruzados, como si esperara algo. Marlowe se levantó y sintió que le dolían la espalda, las piernas y la cabeza. Se lavó la cara. Encendió la cocina, llenó una cafetera hasta el borde, la puso en el fuego y esperó con los ojos fijos en la llama. Cuando el café estuvo listo sirvió dos tazas grandes y dejó una en la mesa, frente al argentino. Luego se acercó y lo sacudió de un brazo. Soriano abrió los ojos de a poco y miró a su compañero.
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