Osvaldo Soriano - Triste, solitario y final

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La historia comienza cuando Stan Laurel (el actor cómico de la famosa serie del Gordo y el Flaco) acude al detective Philip Marlowe (el personaje creado por el escritor Raymond Chandler), también en el ocaso de su esplendor, para que averigüe por qué ya nadie lo llama para trabajar. Parodiando al conocido y esquemático cine norteamericano, la narración origina acontecimientos en los que el propio Soriano aparece como personaje para volverse cómplice de Marlowe y enfrentar así a las figuras más detestables de Hollywood.

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Marlowe se arrastró hacia la cola del taxi. Estaba apenas a seis metros del De Soto. No quiso disparar para no herir a Chaplin. Soriano siguió apretado contra el piso y no se movió. El cara cuadrada disparó con una pistola automática. La ametralladora había quedado en el piso del auto, sobre los pies de Chaplin. Dos balas picaron cerca de Soriano, que estaba tan asustado como una liebre. Detrás del taxi, Marlowe apuntó hacia el guardabarros del De Soto y lo roció de plomo. Hubo un silencio. Los pájaros gritaron desde el bosque.

– ¡Raje cuando lo cubra! -dijo Marlowe y disparó otra vez.

Soriano se arrastró hasta llegar junto a él.

– ¡La puta! -dijo-. ¿En que nos metimos?

Marlowe no contestó. Desde el De Soto salió otra perdigonada de escopeta. El detective sintió un calor en el brazo derecho y perdió el arma que cayo al suelo. Se tomó el brazo y lo apretó.

– Me dieron -dijo en voz baja-; agarre la ametralladora y haga ruido de vez en cuando.

Soriano la levantó. Pesaba más que una máquina de escribir. Apoyo el caño sobre el baúl del taxi. Desde el bosque salió una ráfaga que duró medio minuto. Cuando terminó, Marlowe asomó la cabeza.

– El hijo de puta está bien escondido. No lo vamos a sacar ni con una granada.

Soriano apretó el gatillo y el culatazo lo hizo trastabillar. Cayeron más hojas molidas.

– ¡Salgan! -gritó el cara cuadrada.

Hubo un silencio.

– Si salimos no vamos a dormir en casa esta noche -dijo Marlowe-. Haga ruido.

El argentino tiró hacia el De Soto, cuidando de apuntar lejos de la cabina. Algunas balas rebotaron y golpearon en el capo del taxi. El olor era penetrante. Soriano estornudó.

– ¡Qué le pasa? -pregunto Marlowe-. ¿Se resfrió?

– No -respondió Soriano-; tengo alergia por el olor de la pólvora.

– ¡No sean boludos, salgan! -gritó el jorobado.

Como no hubo respuesta, tiró otra vez. Estaban destrozando el taxi.

– ¡Mire! -alerto Marlowe y señaló el bosque. El faquir corría agachado entre los árboles para tomar de espaldas al detective y a su compañero. Soriano lo vio una vez y nada más. Apuntó dos metros delante de la silueta y tiró. Algunas balas picaron en la tierra, otras en los árboles. Se escuchó un grito. Luego otro. El faquir salió del bosque como si alguien hubiera tocado timbre. Tropezó. Iba a caer hacia adelante, pero Soriano disparó otra vez durante veinte segundos. El impacto levantó al hombre en el aire y lo arrojó de espaldas.

– ¡Lo cagué! -gritó el argentino. Miró a Marlowe. El De Soto donde estaba Chaplin se puso en marcha, arrancó de culata y luego salió a gran velocidad. El cara cuadrada intentó abrir una puerta del auto a la carrera, pero resbaló y cayó sobre el pavimento.

– ¡Allá! -señalo Marlowe.

Soriano tiró, pero el hombre alcanzó a refugiarse en una alcantarilla.

– Tranquilo -dijo Marlowe-, déjelo ir.

Soriano bajó la ametralladora. Fue hacia el bosque y se paró ante el cuerpo del faquir. El muerto tenía cara de sorpresa. Soriano se inclinó y lo miró. Los ojos estaban abiertos y no se les veía el color a causa de la oscuridad.

– No lo toque -dijo Marlowe-; podría dejarle las huellas.

Se agachó y con cuidado recuperó las armas que el faquir les había quitado.

La noche se había vuelto repentinamente más negra y unas gotas de lluvia empezaban a caer. Soriano se puso a llorar. El detective pasó su brazo sano sobre los hombros del gordo. Había tres hombres muertos y dos que empezaban a sentir la lluvia. Con voz queda, entrecortada, Soriano dijo:

– ¡Le curo la herida, detective? -respiró hondo-. Esta noche me siento mal.

Marlowe tenía el rostro duro y las arrugas le asomaban como cicatrices. Un mechón de pelo gris le tapaba parte de la cara. Miró a su amigo.

– No -dijo-, es un rasguño. ¿Qué le parece si damos un paseo?

– Me gusta la lluvia -balbuceó Soriano, y las lágrimas le entraron en la boca-. Es fresca… me hace recordar…

– Ya me lo contó -dijo Marlowe y sacó un cigarrillo-. Vamos.

Caminaban por la banquina, en dirección contraria al sentido del tránsito. Cada tanto pasaba un auto a gran velocidad y el ruido tardaba en perderse entre los cerros. La noche era cálida y la luna había desaparecido, tapada por las nubes negras. La lluvia caía suave pero densa. Los dos hombres se habían levantado los cuellos de sus sacos. Soriano miraba las borrosas montañas que se perdían entre la oscuridad y las nubes. Marlowe tenía el pelo bañado y lo apartaba cuando caía sobre su cara. A Soriano, el agua se le deslizaba fácilmente sobre el escaso pelo y le empapaba la camisa. En la mano derecha llevaba la ametralladora apuntando hacia el suelo. El detective había puesto la mano izquierda en el bolsillo y la otra sobre el pecho, como Napoleón. El saco estaba roto en la manga derecha. De sus labios colgaba un cigarrillo apagado. Habían dejado atrás el taxi y a tres muertos. Nadie se detenía a curiosear.

– ¿Se la lleva de recuerdo? -preguntó Marlowe, y miró la ametralladora.

– ¿Qué? -Soriano caminaba ensimismado, con los ojos fijos en el horizonte. Siguió la mirada del detective y comprendió.- Ah, si… No se que hacer con ella. ¿La dejo?

– Tírela en el bosque, pero antes limpie las huellas con el pañuelo.

– ¿Y las que dejamos en el taxi?

– En un taxi viajan cientos de personas por día- dijo Marlowe, con voz dura-. La policía no investiga tanto aquí.

– Tiene razón.

Soriano sacó un pañuelo arrugado y lo paso por toda el arma, como si la estuviera lustrando. Marlowe observaba curioso.

– En el bosque -repitió.

Soriano corrió hasta el bosque, entró un par de metros y tiró la ametralladora entre un pastizal. Antes de guardar el pañuelo se lo pasó por la cara, lo escurrió y se lo puso en el bolsillo del pantalón. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo entre los yuyos.

– Podrían acusarnos de quemar bosques -dijo, secamente.

Marlowe no contestó.

Llegaron a un camino secundario, de tierra, que estaba convertido en un lodazal. Se arremangaron los pantalones y empezaron a caminar por el. Tres horas más tarde la lluvia seguía cayendo. Estaban empapados, pero seguían adelante. La marcha se hacia difícil. Subían y bajaban por ondulaciones suaves. La noche era tan negra que no veían el camino y tropezaban constantemente. Hacia dos horas que no pronunciaban una palabra. Se quedaron sin cigarrillos. Soriano había juntado las colillas en un bolsillo, pero las guardaba para mas adelante. Ignoraban adonde llevaba el camino. Cada tanto un relámpago iluminaba el cielo y Soriano aprovechaba para mirar alrededor. Luego esperaba ansioso otro golpe de luz. Marlowe iba con la mirada fija, pero no parecía pensar. Tenían hambre, pero eso era lo último que el argentino había dicho dos horas atrás. El único sonido era un suave picoteo de la lluvia sobre la tierra y algún trueno. El camino se internaba en el bosque. Soriano creyó ver fuego a lo lejos. Un relámpago disolvió la imagen.

– Hippies -dijo Marlowe, en voz baja.

Soriano miró a su compañero, sacó dos colillas del bolsillo y las encendió. Le pasó una al detective.

– ¿Nos darán bola? -preguntó.

– No sé-respondió Marlowe-, supongo que si. Tendrán café.

Se escuchaba el rasguido de una guitarra. No había voces, pero si una melodía suave. Marlowe miró su reloj. Eran las cinco de la mañana. Cruzaron el campo y se aproximaron al lugar donde veían el fuego. La guitarra cesó. Se acercaron al grupo. Cuatro muchachos y dos chicas rodeaban un fuego vivo donde hervía una cafetera golpeada y sucia de tizne. Uno de los jóvenes sostenía la guitarra. Los recién llegados se pararon frente a ellos. Una docena de ojos los escrutaron sin violencia, sin amor, sin nada. Los hippies estaban sucios, barbudos, abrigados con ponchos indios unos, con sacos rotos los otros. Uno era negro. Las dos muchachas, rubias; una parecía delgada y frágil y la otra una estrella de cine desteñida y rebelde.

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