Osvaldo Soriano - Triste, solitario y final

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Triste, solitario y final: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia comienza cuando Stan Laurel (el actor cómico de la famosa serie del Gordo y el Flaco) acude al detective Philip Marlowe (el personaje creado por el escritor Raymond Chandler), también en el ocaso de su esplendor, para que averigüe por qué ya nadie lo llama para trabajar. Parodiando al conocido y esquemático cine norteamericano, la narración origina acontecimientos en los que el propio Soriano aparece como personaje para volverse cómplice de Marlowe y enfrentar así a las figuras más detestables de Hollywood.

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– No entiendo que quiere ni como entro; no entiendo nada.

Soriano se sentó en la cama. Esperó a que el actor se vistiera. Fue media hora de silencio. Después se paró y se acercó a Chaplin. Lo señalo y luego se puso el dedo sobre el pecho.

– Usted y yo, juntos, ¿comprende? -dijo en castellano, con voz pausada-. Vamos -indicó la salida.

– No, no -Chaplin giró la cabeza a un lado y otro-. Vienen a buscarme los organizadores.

Soriano pensó en Marlowe. ¿Dónde estaría el detective? ¿Lo habrían agarrado? Imaginó otra vez un calabozo. Se miró las ropas y las halló tan descuidadas y sucias que le pareció absurdo salir junto a Chaplin, que se había puesto un esmoquin de tela inglesa. Golpearon a la puerta. En cuatro pasos, Chaplin cruzó la habitación y abrió. En su cara se encendió una sonrisa de alivio. Soriano se quedó parado en medio de la habitación, con los ojos fijos en la puerta. Parecía un espantapájaros.

James Stewart, Jerry Lewis y Liz Taylor entraron a la habitación, seguidos de dos hombres calvos de rostros rosados. También vestían esmoquin. Rodearon a Chaplin, hablaron en voz alta y pasaron una y otra vez alrededor de Soriano, que seguía inmóvil. Fueron hacia la puerta, en fila. Uno de los hombres calvos miró al argentino, metió una mano en el bolsillo y sacó cinco dólares.

– Gracias -dijo, y le metió el billete en el bolsillo del saco. Salieron. El periodista miró la puerta cerrada. En el suelo estaba caído el bastón de Charlie. Lo levantó, lo miró un rato y se lo llevó con él. En el pasillo había poca gente. Corrió. Cuando vio a Chaplin y a sus acompañantes los siguió a veinte metros. Ellos desaparecieron detrás de una puerta. Soriano la abrió lentamente. El escenario no era tan grande como el del Madison Square Garden. Una luz intensa como el sol del desierto inundaba la tarima superior. Veinte hombres se alineaban tras un animador que gesticulaba. La sala estaba repleta de esmóquines y trajes largos de fiesta. Chaplin se había sentado a un costado, oculto por bambalinas, y conversaba con sus acompañantes. Liz Taylor reía siempre y Stewart tenía el pelo muy blanco. Soriano se sentó tras un amplificador y miró al viejo cowboy. Era uno de sus preferidos. Cuando Dean Martin se acercó al grupo recordó Los bandoleros. Le pareció estar sentado en una platea imaginaria, de la que nadie podría ya desalojarlo. Imaginó la cara del director del diario, en Buenos Aires, cuando atendiera el teléfono y él contara lo sucedido y le propusiera cambiar el artículo por un giro de dólares. Pensó en sus amigos, en la pequeña muchacha, en sus caras cuando relatara cada detalle en la mesa del café.

De pronto, una ovación quebró la monotonía del acto, las luces tomaron un color más vivo y más alegre, todo Hollywood estaba de pie y aplaudía. Charles Chaplin había subido a la tarima y recibía el saludo de un hombre de anteojos y rostro emocionado.

"El genio del cine." "El cómico más grande de este siglo." "Estados Unidos le debía este homenaje." "Nadie hizo más que él por tanta gente."

John Wayne cayó sobre el escenario como una caja fuerte desde un décimo piso. Sobre él llovieron pedazos de vidrios multicolores y una cortina de terciopelo gris.

Hubo un silencio que duró tres segundos y luego una multitud de risas. El vaquero intentó ponerse de pie, pero el hombre que atravesó la puerta destrozada le dio una patada en la mandíbula, Wayne gimió y se desplomó hacia atrás. Soriano se paró. Todo el mundo estaba de pie. Chaplin había abierto la boca como si esos desastres le fueran ajenos y absurdos. Charles Bronson saltó al escenario y tiró su izquierda que se perdió en el aire. El hombre alto de traje raído le pegó un derechazo en el hígado y Bronson cayó sobre la primera fila de plateas. En un instante, Dean Martin y James Stewart estuvieron frente al pegador. Martin lanzó un gancho y Stewart un uppercut. El hombre trastabilló y el público bramó desde las plateas. Todas las cámaras enderezaron sus lentes hacia el centro del escenario. Martin tomó una silla y la lanzó contra el hombre. Este alcanzó a extender un brazo, pero el proyectil lo arrastró en su caída. Wayne se puso de pie. Tomó un micrófono y lo esgrimió. Los tres hombres avanzaron sobre el caído. La multitud ovacionaba. Soriano apretó el bastón de Charlie, subió al amplificador y desde allí se lanzo en el aire como una bala humana. Grito:

– ¡Huija, mierda! -y se estrelló la cabeza contra Wayne. En la caída arrastraron a los demás.

– ¡Arriba, Soriano viejo! -gritó Marlowe, mientras se ponía de pie-. ¡La fiesta recién empieza!

Stewart, Wayne y Martin estaban desparramados en medio del escenario. Soriano había aterrizado su cuerpo de ochenta kilos sobre los noventa de Wayne. El cowboy estaba aprisionado bajo el argentino, formando ambos una cruz de movimientos desesperados. Wayne aferró a su rival del cuello y apretó. El periodista se puso Colorado, quiso toser pero no pudo. Metió un dedo en el ojo derecho del actor y con una rodilla lo golpeó entre las piernas. Wayne gritó y se retorció. Soriano comenzó a levantarse y buscó con la vista a Marlowe. Un error estúpido: el puño derecho de Martin le dio en la mandíbula y lo levantó del piso. Cayó sobre Charles Bronson. Este lo detuvo con el brazo derecho y con el izquierdo le pegó en el estómago primero y en la nariz después. El argentino cayo boca abajo, con medio cuerpo fuera del escenario. Sangró sobre el vestido blanco de Mia Farrow. Le pareció un papelón. Cerró los ojos.

Marlowe avanzó hacia Martin. El actor retrocedió un par de metros hasta que su espalda se apoyó en un gran piano de cola. El detective le pegó en el cuello. Martin puso los ojos en blanco. Marlowe giró a toda velocidad, arqueó el cuerpo hacia atrás y esquivó un derechazo de Stewart. Levantó una pierna y la puso contra el estómago del hombre de pelo blanco que cayó sentado. Marlowe saltó a un costado y piso una mano de Wayne que seguía en el suelo. Un locutor de

traje azul y lentes de contacto celestes corrió hacia él con un micrófono en la mano.

– ¿Se da cuenta de que está pasando a la historia?

Marlowe lo miró. La sala desbordaba un entusiasmo ruidoso.

El locutor dijo que no recordaba una fiesta en la Academia de Artes y Ciencias más divertida, apasionante, estremecedora. Fue lo último que dijo esa noche. Marlowe lo levantó sobre su cabeza y lo arrojó contra Dean Martin que se acercaba.

En la platea, Mia Farrow había sentado a Soriano sobre su regazo como a un bebe y Julie Christie agitaba una carpeta frente a su cara para darle aire. El argentino ya no sangraba. Sonrió.

– ¡Está vivo! ¡Está vivo! -gritó la Farrow. Todos aplaudieron. El argentino se quitó el saco.

– Téngalo -dijo a Julie Christie-: esta pelea es a muerte.

Sobre ellos pasó una silla. Un hombre menudo se puso de pie, levantó la cabeza y miró al periodista.

– No permitiré que terminen con Hollywood -declaró. Soriano lo reconoció de inmediato.

– No se meta, enano. ¿Tiene un cigarrillo? -Mickey Rooney le pegó en la cara. Las mujeres rieron. Soriano sacó un pañuelo y lo pasó por su frente-. Buen golpe -dijo.

La derecha del argentino salió como un cañonazo y dio en la nariz del petiso que se desmayó. Marlowe se hacia fuerte en la tarima de Chaplin. Jackie Coogan lloraba frente a él y trataba de tomarlo de las piernas.

– ¡Papá!, ¡papá!

Marlowe se agachó y dijo paternalmente:

– No soy su papá.

– ¿Y a usted quién lo conoce? -respondió Coogan y le escupió en la cara.

Media docena de policías entraron por la puerta de servicio. Llevaban cachiporras de goma y el más pequeño, que tenía galones de jefe, levantó un altoparlante.

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