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Josefina Aldecoa: Historia de una maestra

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Josefina Aldecoa Historia de una maestra

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Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesión que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el telón de fondo de un periodo decisivo en la historia de España: desde los años veinte hasta el comienzo de la guerra civil. El advenimiento de la República, con sus promesas de grandes cambios y su exaltación del papel de los maestros en la transformación de la sociedad española, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revolución de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la única aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron después. El sueño individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las páginas de esta excelente novela, que se convierte así en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de España: los maestros de la República.

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Pero no soltaba el cuerpo inerte, lo mantenía agarrado con fuerza ante los tres comensales, que no se movieron ni articularon palabra.

La mujer me vio y se dirigió a mí con el mismo tono violento y agudo.

– Ya no me tomaba la leche. Parecía que sí, pero en seguida volvió a amurriarse…

La cogí del brazo suavemente, la fui sacando afuera. Yo no quería mirar el cuerpo sin vida de la niña. La mujer insistió:

– Ya no tomaba la leche. Parecía que sí, al principio, pero luego…

La boca sin dientes de la madre se quedó abierta, sin emitir un sonido más. Me miraba en silencio, dolorida, y me pareció que me hacía una pregunta muda: ¿De qué me han servido tus consejos? Y además ¿quién eres tú para dar consejos?

De una casa cercana salió una mujer que se acercó a nosotras.

Un poco más lejos apareció otra y ya éramos un pequeño cortejo tras la madre con su liviana carga.

Al llegar a casa, María comentó:

– Ya le dije que ha enterrado a tres. Y ahora ésta. Pero seguirá teniendo más…

A María le enseñé a hacer diferentes clases de punto: liso, con dibujos, con calados. Tenía una manos torpes. En los dedos ásperos se le enganchaba la lana retorcida, hilada por ella en las veladas del invierno. Lana blanca de oveja que utilizaban las mujeres para tejer calcetines, escarpines, chalecos. Pero no sabían tricotar. A los pocos días vinieron dos vecinas, igualmente desmañadas y entusiastas, y a medida que los días disminuían y las tardes sombrías del otoño se desplomaban sobre el pueblo, mi pequeño grupo de alumnas aumentaba: «Enseñe a las niñas», me decían, «que esto les va a valer más que las letras.» A Lucas tuve que encargarle varias agujas porque con las mías no era bastante. Y una tarde a la semana, en la escuela, inicié a las niñas mayores con una advertencia previa.

– Las letras y los números y las lecciones que hacemos son más importantes, pero también tenéis que saber estas cosas.

Los niños también querían aprender y no tuve inconveniente en enseñarles. A las pocas sesiones ya me llegó a través de Genaro la noticia: «Que dicen en la taberna que usted quiere hacer a los chicos, chicas, para que pierdan la fuerza y no trabajen en cosas de hombres…»

Fueron desapareciendo los muchachos y me quedé solo con mis niñas. Aproveché la ocasión para hacerles ver que, a pesar de todo lo que oyeran, el hombre y la mujer no son diferentes por la inteligencia ni la habilidad, sino por la fisiología. Se me quedaban mirando con asombro convencidas como estaban de la absoluta superioridad de sus hombres, que lo mismo cazaban jabalíes, que arrancaban los árboles a hachazos. La fuerza física es una cosa, les expliqué. Pero hay otra fuerza que es la que nos hace discurrir y resolver situaciones difíciles…

Estoy convencida de que lo entendían. Y aprendí una cosa más: que tan importantes eran esas lecciones como las otras, las oficiales, las obligadas por principio, porque todas guardaban relación entre sí, si pretendíamos educar de verdad a aquellos hombres y mujeres en ciernes.

A través de Genaro, don Wenceslao me enviaba constantemente pequeños obsequios para la escuela. El niño debía de contarle nuestras luchas con la falta de material escolar, nuestro ingenio para resolver esas carencias.

De vez en cuando, me invitaba a merendar. Raimunda nos servía chocolate y rebanadas de pan con mantequilla y la charla transcurría deliciosa hasta que se acercaba la hora de cenar. Yo me retiraba temprano porque temía las reticencias del Alcalde y los vecinos respecto a mi estancia en la casa de un hombre soltero.

Como yo era muy joven, me parecía que el señor de la Casona era un verdadero anciano. Pero a pesar del sillón y su permanente afincamiento en él, don Wenceslao pasaba poco de los sesenta años. «Ya sé que su padre será más joven», me decía Raimunda, «pero si usted quisiera, hija, si usted quisiera, se quedaba de señora en esta casa. Déjese de chiquillos y de escuelas. De señora la quería ver yo aquí…»

Yo me reía de los sueños de Raimunda que me parecían disparates de su rústica imaginación.

Un día que el señor se retiró pronto, Raimunda me retuvo y me contó su historia que yo apenas había entresacado de nuestras conversaciones.

Era así: Don Wenceslao venía de una familia del pueblo. Señores de horca y cuchillo, decía Raimunda, de cuando el pueblo era más importante que ahora y había ganados para vender en toda Castilla. «Si serían importantes que aquí ha dormido un Obispo en tiempos de la madre de don Wenceslao. El padre se había ido a Guinea llevado por no sé qué pariente lejano que tenía allí negocios y plantaciones de café. Cayó enfermo y no volvía y la madre llora que te llora y hasta que no mandó al hijo no paró. A don Wenceslao le había tenido interno en la capital y bien que lo había educado. Pues a Guinea lo mandó y cuando murió el padre, allá se quedó más años de los que ella pensaba, que no regresó hasta la muerte de ella. Para enterrarla vino y luego se quedó en la casa como perro sin amo, sin que nadie supiera si se volvía a las tierras aquellas o se quedaba aquí administrando el capital que tenía, que no era poco. Sólo en leña», se admiraba Raimunda, «los árboles que tiene esa familia… Y mira por donde se metió por medio la madre de Genaro, que era joven y guapa y mal casada porque con el marido no tenía hijos. Y se mete a servir aquí, que andaba aburrida en el molino y con poco que hacer… Y vino lo que vino, y pasó lo que pasó, aunque nadie lo puede demostrar… Pero usted dirá. De la noche a la mañana, ella aparece con la tripa y don Wenceslao más meloso que nadie con ella, que no trabaje, que venga otra y así fue el entrar yo por esa puerta…

»Cuando yo llegué, la madre de Genaro se fue con el marido, arrepentida o no, pero temerosa desde luego, porque para mí que el marido le dijo o te vienes o te mato. Y ella se fue como si todo hubiera sido de ley y como si al final su hombre hubiera cumplido y eso es imposible porque uno de aquí que le conoce bien y que hizo con él la mili dice que se quedó inútil de una cornada que le dio en sus partes un toro cuando era zagal…»

A veces don Wenceslao me contaba historias de Guinea. Me hablaba de aquellas tierras calurosas y un eco de melancolía le arrastraba la voz hacia selvas, mares, cielos redondos colmados de estrellas…

– Qué tierra aquella, Gabriela. Si algún día, qué raro sería, pero si algún día cae por allí, recuerde la hacienda de los Peñalba en el continente, atravesando una buena parte del bosque Fang, allá tiene su casa que la lleva mi buen Francisco Gómez, mi encargado y amigo…

Sólo un día renegó de Guinea. Estábamos charlando tranquilamente con nuestro chocolate por medio y una fuerte sacudida le conmovió. Se le cambió la cara que se le puso pálida y luego empezó a tiritar. Daba diente con diente y me dijo: «Llame a Raimunda, hija mía.» Ella entró y me hizo una señal como de que me fuera y me explicó luego: «Es el ataque de las fiebres esas que trajo de África. Se pone mal y mal hasta que le hacen efecto sus medicamentos, pero eso le envejece y le asusta, el ataque de la fiebre…»

La escuela estaba limpia y arreglada. Además de pintar, habíamos colocado, en las cuatro esquinas, cuatro arbolitos del monte en unos cubos. Por la mañana los sacábamos al sol. Cuando empezaba a hacer frío los encerrábamos en la escuela y yo aprovechaba para explicarles la vida del reino vegetal, de la que ellos tenían conocimientos tan directos y tan poco científicos.

Para nuestras clases de trabajos manuales llegaban con las cosas más inesperadas. Trozos de soga, clavos, cortezas de árbol blandas para tallar con sus navajas; juncos del río con los que hacer cestos. Me enseñaban y les enseñaba y el intercambio de habilidades se convertía en un juego.

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