María se fue a la Iglesia con una vela. «Valdrá más que las flores», murmuró. Cerró la puerta al salir y desde fuera me dijo:
– Quítese de ahí que va a coger un pasmo.
Seguí su consejo y ajusté el portillo. La cocina estaba oscura y sólo las brasas del hogar difundían un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba y se encendía al consumirse la leña lentamente.
La amenaza del invierno ya estaba empezando a cumplirse. Se habían acabado los paseos a los bosques cercanos, la suavidad del sol de octubre que bruñe las hojas de los árboles. La primera nevada era el anuncio de muchos días grises, y era también el aislamiento definitivo. A veces, durante meses, ni las cartas llegaban al pueblo, inaccesible para los caballos y los hombres.
La escuela sería mi único recurso. Por entonces, ya empezaba a sentir esa profunda e incomparable plenitud, que produce la entrega al propio oficio. Me sumergía en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos. Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el mío.
Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba haciendo. Era consciente de que podía llenar mi vida sólo con mi escuela. Cerraba la puerta tras de mí al entrar en ella cada día. Y las miradas de los niños, las sonrisas, la atención contenida, la avidez que mostraban por los nuevos descubrimientos que juntos, íbamos a hacer, me trastornaban, me embriagaban. Leíamos, contábamos, jugábamos, pintábamos, nos asomábamos a mundos lejanos en el tiempo y el espacio; nos sumergíamos en mundos diminutos y cercanos que encerraban milagros naturales. Tras el descubrimiento de América, corría veloz el descubrimiento de la circulación de la sangre. Tras la solución de un problema aritmético, le reflexión sobre un poema. Y luego, por qué brillan las estrellas, por qué el hombre ha conseguido volar. Por qué, por qué…
Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta. Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos, las razones de los hechos históricos. Ese era el milagro de una profesión que estaba empezando a vivir y que me mantenía contenta a pesar de la nieve y la cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho que yo tenía que dar. O quizás por eso mismo. Una exaltación juvenil me trastornaba y un aura de heroína me rodeaba ante mis ojos. Tenía que pasar mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los niños valía más que todo lo que ellos recibían de mí.
El molino de Genaro estaba abajo, a la orilla del río. Una casita blanca unida a la aceña, que se veía desde la escuela. Un día pregunté al niño: «¿De dónde sacáis el trigo?»
– Del mercado del valle -me contestó-. El trigo se compra a los del llano y se cambia por cosas de madera que hacemos en el invierno. Venga usted al molino y mi padre se lo explica.
No me explicó mucho, pero la visita tuvo otro interés para mí. Al ver la casa de Genaro y al conocer al padre pude imaginar mejor lo que debía de ser su vida.
En la única pieza habitable había un camastro, una mesa y un escaño. Allí vivían los dos hombres, solos desde la muerte de la madre.
Genaro me quería obsequiar. Trajo un puñadito de arándanos y me los puso delante para que los probara.
– Los cojo en la braña del Oso cuando voy con las cabras…
El padre me pareció reservado, huraño. El niño parecía orgulloso de él, satisfecho de la facilidad con que cargaba los sacos de trigo.
– Puede con mucho peso -me dijo.
Había algo en Genaro que me había chocado desde el principio. En medio de la torpeza de expresión que mostraban mis alumnos sólo él hablaba con cierta fluidez. Conocía los nombres de las cosas, tenía un vocabulario aceptable, discurría con rapidez y agudeza y sabía contar historias.
«En este pueblo», me encontré reflexionando, «sólo se puede conversar con Genaro y con don Wenceslao.»
La asociación de los dos personajes me reveló un descubrimiento que me pareció fascinante. Los dos tenían la misma mirada, parecida manera de adelantar la barbilla para escuchar, la misma sonrisa.
«Le imita», me dije. «Ha comprendido que don Wenceslao es la única persona digna de ser imitada…»
– El que no sale a la raza se le mata -fue el críptico comentario de María cuando le confié mi impresión. Solía buscar ocasiones de dirigirme a ella para tratar de romper su lejanía.
Yo estaba cogiendo el puchero de leche que se calentaba colgado de la plegancia.
– No entiendo -dije. Y ella:
– A buen entendedor…
Casi dejo caer el tazón al suelo. Las preguntas se me agolpaban en los labios: «Pero ¿cómo, cuándo, dónde…?»
– Ella trabajaba para él. El era un hombrón todavía. Todavía no se había sentado en el sillón que ahí se quedó clavado cuando ella murió y no se ha vuelto a levantar.
– ¿Y el marido, el padre de Genaro?
– Se quedó con el niño. Tenía cuatro años cuando murió ella pero ni oír de dárselo al viejo. El viejo fue al molino y se encerraron a hablar y el otro no sé qué le diría pero el niño se quedó con él. Y con él sigue…
– ¿Lo sabe Genaro? -pregunté.
María se encogió de hombros, agotada por el inusitado esfuerzo que había hecho. Se veía que la historia había despertado en ella la pasión de unos sucesos que conmovieron la vida del pueblo.
– Si no lo sabe, se enterará cuando él se muera y herede. Porque eso sí, la herencia no se la quita nadie, según dicen…
Habían pasado unos días desde mi visita al molino cuando me mandó recado el Alcalde: que fuera a su casa que estaba allí una señora Maestra que me quería conocer.
Entre perpleja y curiosa, me dirigí al Ayuntamiento, una habitación con silla, mesa y una carpeta con pocos papeles. El resto era la vivienda del Alcalde.
Atravesé el portal oscuro y llamé con los nudillos al portón. Abrió una vieja y me condujo sin palabras hasta el fondo de la casa. Allí, en un comedor húmedo, en torno a una mesa con restos de comida, estaban sentados el Alcalde y su mujer y otra persona, una mancha negra y gris, un cuerpo menudo vestido de luto y una cabeza con el pelo corto manchado de canas.
Me quedé de pie, esperando, pero nadie me invitó a sentarme.
– Aquí la tienes, Elisa, ésta es la nueva maestra.
Elisa me miró con sus ojillos sepultados bajo una maraña de cejas blanquinegras.
– Hola, muchacha -dijo-, ¿qué tal te va por el pueblo?
– Bien -contesté.
– Al principio te será difícil pero ya te irás acostumbrando. Los chicos son como animales pero hay que domarles. Y cuando no respondan, palo…
No contesté. Seguían sin invitarme a tomar asiento y me contemplaban con indiferencia como si no acabaran de decidirse a tenerme en cuenta pero tampoco a despedirme.
– Mi cuñada Elisa acaba de jubilarse y ha venido a visitarnos. Esta sí que ha sido buena maestra. En la escuela que estaba los chicos no se le movían. Y menudo respeto le tenían…
Era el Alcalde quien hablaba y me dirigió una media sonrisa socarrona e impertinente de modo que no dudara que la alabanza de la vieja cuñada iba dirigida a criticarme a mí.
– Si no me necesitan… -dije haciendo ademán de marcharme.
En aquel momento se oyeron voces fuera y la vieja que me había abierto la puerta apareció en el umbral. A sus espaldas se dibujaba la figura de una mujer con un bulto en los brazos.
– Se me murió la niña -gritó-. Se me murió -repitió dirigiéndose al Alcalde- y aquí la tienes. No me quisiste avisar al médico y ahora la entierras tú…
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