Traté de tranquilizarla y sugerí que fuera Ezequiel a buscar al médico.
– Un día como hoy -se lamentó Marcelina.
Pero accedió y una hora más tarde llegó el médico de la mina que en cuanto le auscultó diagnosticó que Joaquín era víctima de una pulmonía aguda que, «claro», añadió, «encima de lo que él tiene…».
Pero Marcelina no sabía lo que él tenía y tuvo que aclarárselo el doctor, molesto por la ignorancia de ella y por su propia indiscreción.
– Lo que él tiene, mujer, es lo de muchos, manchas aquí y allá. Pero de ésta le doy la baja indefinida y luego que le tramiten la jubilación anticipada…
El resto de la noche la pasamos acompañando al enfermo y su familia. Los ratos en que Ezequiel me relevaba los pasé en casa sentada junto a la cama de la niña dormida. Por mi imaginación desfilaban fragmentos desordenados de la noche.
La reserva de don Germán ante las afirmaciones exaltadas de Domingo: «Hay que pasar a la acción. Los socialistas no pueden permanecer indiferentes.»
La actitud de Inés zahiriendo a Eloisa: «El voto de las mujeres, ahí está el error. Las mujeres votan lo que les mandan los curas.»
La silenciosa presencia de Ezequiel que evitaba tomar parte en el reto.
Yo, tratando de reavivar las conversaciones, alabando la cena y la amabilidad de nuestros anfitriones. Yo, como siempre, buscando el equilibrio y la armonía, sintiéndome desesperadamente responsable no sólo de Ezequiel sino de Domingo e Inés.
El regreso a casa con Ezequiel que a instancias mías aclaró su postura: «No estoy de acuerdo con la forma de atacar a don Germán, pero sí creo que la República está destruyendo el socialismo.» Y la llegada con Marcelina esperándonos, la gravedad de Joaquín…
Repicaron las campanas de la primera Misa de la mañana. Ezequiel abrió la puerta y me sobresaltó. Me había quedado dormida y me dolía la espalda.
Pasadas las Navidades el invierno se endureció. Las heladas seguían a las nevadas de modo que era difícil andar por la calle sin exponerse a frecuentes resbalones. Recluidos en la cocina oíamos la radio, trabajábamos, jugábamos con la niña, recibíamos visitas. Una tarde se presentó Domingo muy agitado: «Me marcho a León», dijo, «vamos a organizar un frente de maestros, me han citado con urgencia. Mira esto.» Y tendió a Ezequiel una revista que él leyó. Luego me la pasó.
«Se habla de un Frente Único y de una actuación pública en mítines. Pero eso no basta. Es preciso que el Magisterio unido dé la impresión de su fuerza por los cauces normales de la vida política haciendo presión sobre los diputados y los partidos, que cada día tienen que contar más con la opinión pública.»
– Decídete -estaba diciendo Domingo-. La República ha perdido aquel primer aliento con que inició la política pedagógica. Tenemos que luchar para recuperarlo, para obligar a actuar a los que pueden hacerlo.
Ezequiel meditaba en silencio. Al fin dijo:
– Ya me informarás. De momento no veo claro nada, dudo de casi todo.
El pesimismo que destilaban las palabras de Ezequiel me impulsó a hablar con él seriamente. En los últimos tiempos se había vuelto huidizo, vivía encerrado en sí mismo. En cuanto a mí, la atención a la niña, el trabajo, las visitas a Marcelina y Joaquín que se recuperaba lentamente, me tenían ocupada. Hasta la introducción de la radio en casa había ido reduciendo las oportunidades de charlar que antes teníamos. O quizás éramos nosotros mismos los que evitábamos adentrarnos por terrenos poco firmes. Lo cierto es que, desde las elecciones de noviembre, Ezequiel había cambiado. Seguía trabajando con el mismo interés en la escuela, pero había perdido la capacidad de proyectar. Me parecían muy lejanos los días del embarazo cuando hacíamos planes para nuestro futuro y el futuro del hijo que iba a nacer. Aquellos planes se vieron estimulados por el entusiasmo que la República sembraba en el Magisterio. Sin embargo, ahora asistíamos a una parálisis general de todo lo prometido.
– ¿Qué opinas de ese Frente Único? -pregunté sin más preámbulos en cuanto recogí la mesa de la cena.
Ezequiel tardó en contestar y al final fue evasivo en su respuesta.
– Todavía no veo claro el papel de ese Frente que quieren formar con tanta asociación neutra o derechista. Estoy convencido de que hay que reclamar lo que nos prometieron. Pero no sé si el Frente Único podrá hacer algo por las buenas. No sé si las conversaciones y los mítines sirven para resolver los problemas.
No quiso hablar más y aunque me esforcé por sacarle de su mutismo no conseguí nada.
Una cadena de días borrosos fue arrastrando el invierno hacia la primavera. En marzo llovió mucho. Exactamente encima de la cama de Juana había una gotera. Las heladas y la nieve habían removido el tejado pero hubo que esperar a que cesara la lluvia para subir a repararlo. De momento trasladamos la cama de la niña a nuestro cuarto y allí dormíamos los tres sin apenas espacio para entrar en las camas que se encajaban entre la puerta y la pared.
Yo había caído en una indiferencia defensiva que me protegía del clima y de la pesarosa actitud de Ezequiel. Algunas veces recordaba con nostalgia los días pasados en Castrillo. El nacimiento de mi hija y la llegada de la República, las Misiones, Regina y Amadeo. Aunque sólo habían transcurrido unos meses, todo volvía a mi memoria como si de algo muy lejano se tratara. Me sorprendí a mí misma diciéndome: «Cuando éramos felices», al evocar aquellos cercanos días.
Con el primer anuncio de la primavera volvimos a pasear por el bosque. La tierra rezumaba humedad. La hierba estaba fresca y bajo los árboles se arracimaban las setas. Los helechos jóvenes cubrían de una mullida alfombra la umbría. Amparados por los árboles extendían sus hojas rizadas sobre la tierra. Los campesinos los destinaban a usos domésticos: envolvían con ellos los rollos de mantequilla casera, los colocaban en el fondo del cesto de los pescadores, para proteger las truchas. A orillas de los manantiales cogíamos berros. Al regresar hacíamos ensaladas que nos dejaban en la boca un sabor fresco y ácido. A veces encontrábamos fresas salvajes asomando entre hojas oscuras y aterciopeladas. Con frecuencia nos acompañaba Mila, que conocía hasta el último rincón del bosque. «Mira», le decía a Juana, «en este árbol encontré un día un nido con cinco huevos. Estaba medio caído. La madre lo había aborrecido por alguna causa.» O bien: «Debajo de esta seta vivía un enanito. Se marchó a otro bosque más caliente cuando llegó el invierno pero cualquier día volverá.»
En el prado de nuestra casa también había brotado la primavera. Margaritas, prímulas, azulinas, erguían al sol sus pétalos sedosos. Juana perseguía mariposas blancas y otras de alas anaranjadas y azules, marrones y amarillas. La primavera nos alegró a todos. Sentíamos la derrota del invierno en cada rayo de sol, en cada soplo de brisa cálido, en las frondosas copas de los árboles habitados por pájaros bulliciosos.
Un día, poco antes de Semana Santa, al salir de la escuela me quedé un instante contemplando los juegos de los rezagados. Los días alargaban poco a poco y los niños aprovechaban la luz para prolongar su actividad. Saltaban excitados con la energía de sus cuerpos jóvenes y de pronto se quedaban quietos, abstraídos en un rapto de ensoñación o pereza.
Estaba a punto de subir la escalera cuando vi a una mujer que avanzaba por el patio. Me detuve y la mujer, temerosa quizá de no alcanzarme a tiempo, empezó a hablar antes de llegar a mi altura.
– Señora maestra, soy la madre de Aurelia -dijo. Y reconocí en su rostro ajado los rasgos de una de mis alumnas.
– Está enferma -continuó- y tardará en volver porque le ha cogido el tifus.
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