Josefina Aldecoa - Historia de una maestra

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Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesión que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el telón de fondo de un periodo decisivo en la historia de España: desde los años veinte hasta el comienzo de la guerra civil.
El advenimiento de la República, con sus promesas de grandes cambios y su exaltación del papel de los maestros en la transformación de la sociedad española, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revolución de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la única aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron después.
El sueño individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las páginas de esta excelente novela, que se convierte así en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de España: los maestros de la República.

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Tenía dos dormitorios, un cuartito con balcón, retrete en el hueco de la escalera, agua corriente, cocina económica, luz. eléctrica. Recuerdo que me asomé al balcón aquel primer día y vi, del otro lado de la carretera, detrás de las hileras de casas, un trenecito negro que reptaba por una vía estrecha, al pie de la montaña. La montaña era oscura y no tenía vegetación. Un poco más arriba se prolongaba en otra, ya perforada por la mina. Ezequiel me llamó: «Baja», me dijo.

Detrás de la casa había un minúsculo huerto con dos manzanos y un prado que exhibía la hierba mustia del verano. «Está muy bien, ¿verdad? Para que juegue la niña…»

La hierba y las hojas de los frutales también estaban cubiertas por una capa de carbón que sólo al tacto era perceptible.

De camión en camión, de pueblo en pueblo, nuestros enseres habían llegado antes que nosotros a Los Valles. Iban a porte pagado y en el envío habíamos escrito la dirección: Escuelas Nacionales. Los Valles. Pero las escuelas estaban cerradas y el transportista, que tenía otras cargas que repartir por el pueblo, lo dejó todo apilado delante de las escuelas. Marcelina lo vio, salió de casa, le gritó al hombre.

– ¿Pero usted adónde va? ¿Cómo deja aquí esto?

El hombre ya arrancaba el motor. Le hizo un gesto con la mano y se fue dando tumbos carretera arriba. Marcelina cruzó la carretera, se dirigió al conjunto de bultos abandonados, dio vuelta en su torno, observó los colchones envueltos en mantas, los cabeceros de las camas atados con cuerdas, los cajones claveteados. Y vio pegado en cada bulto un papel con letra clara que decía: Escuelas Nacionales.

«Yo en seguida supuse que era de los nuevos, porque los otros se lo llevaron todo, cada uno lo suyo. Lo que yo no sabía es que los nuevos eran matrimonio y yo decía: será del maestro o será de la maestra.»

Marcelina se arregló el pañuelo, se estiró el delantal, asomó a su casa y dio una voz: «Ahora vuelvo.»

Y se fue calle arriba hasta la Plaza. Entró en el Ayuntamiento y preguntó por el Alcalde.

– Si está ocupado, que me den la llave de la escuela que hay que abrirla…

«No me escuchaban, así que al escribiente le di una voz que la oyó hasta el Alcalde. Se asomó don Germán y al decirle lo que pasaba, movió la cabeza así como diciendo: qué desastre. Y dijo: Antolín, dale las llaves. Y ahí lo tienen todo, en el portal. Lo metí como pude con la ayuda de mi hijo mayor que otra cosa no sabe el pobre, pero cargar el peso y buena voluntad, lo que usted quiera…»

Desde el principio me ayudó. Era menuda y enjuta, pero su energía parecía ilimitada. En poco tiempo nos contó su vida.

– Yo vine aquí desde el pueblo que habrán encontrado antes de cruzar el puente, del otro lado del río. Mi familia siempre fue de campo. Por fiestas me cortejó un minero de Los Valles. En mi casa no querían. «El dinero de la mina reluce más que el nuestro, pero está maldito», me decían. A mí me gustó Joaquín y no hice caso a nadie. Me casé y me vine aquí pero con una condición: yo allá arriba, en el poblado, ni en broma, le dije a él. Yo aquí abajo, donde el pueblo viejo, que siempre fue de labradores. Tengo mi huerto que me da fréjoles, lechugas, cebollas. Tengo gallinas. Hago matanza de un par de cerdos al año, ¿qué mejor? Y él sube y baja y cuando llega, aquí me encuentra.

Tres hijos, el mayor, diecisiete años, el segundo quince, diez el tercero.

– El hijo mayor, una desgracia. Nos vino torcido, no andaba, no hablaba. Y ahí lo tienen que parece más crío que el pequeño. Dicen que fue un susto grande que tuve estando embarazada de él. Sonó la sirena y al oírla pensé: mi Joaquín. Salí corriendo y espera, espera, hasta que nos dijeron que no era el pozo suyo, que era un desprendimiento en el pozo nuevo, el que acababan de abrir… Después de aquél tuve otros sustos pero ya estaba hecha a ello como todas; con la esperanza de que no le tocara al mío y la resignación de que pudiera tocarle…

Marcelina nos contó su vida y sólo nos hizo una pregunta: «¿Ustedes tienen hijos?» «Una niña», le dije, «que está con mis padres.» «Una niña, qué alegría.»

Luego se puso a ayudar a Ezequiel que intentaba armar las camas.

Esa noche nos quedamos allí. Hacía calor y el aire era denso, difícil de respirar. Una tormenta estalló en el cielo, al otro lado de los montes. Yo no podía dormir. El cansancio me aplastaba, pero la excitación del día me mantenía tensa.

Me asomé al balcón y contemplé el pueblo dormido, la parte del pueblo que alcanzaba a divisar desde allí. A las doce sonó la sirena y por la calle pasaron dos hombres. Caminaban en silencio con su hatillo a la espalda. Al poco tiempo en la casa de Marcelina se deslizó una sombra y en seguida se encendió una luz. Un relámpago zigzagueó en la oscuridad. A los pocos segundos un trueno se desmoronó sobre el pueblo silencioso.

Mañana nos marcharemos, pensé. Mañana regresaremos a las vacaciones, a la niña, a mis padres.

El insomnio se poblaba de imágenes pasadas y presentes.

Empezar de nuevo. Nuevos niños, nuevas gentes…

– Los niños son igual en todas partes -decía Ezequiel-. Las escuelas son mejores y están juntas. Cambiamos el candil por la luz eléctrica y el agua de pozo por el agua corriente…

– Pero cambiamos el aire puro por el carbón -repliqué yo.

– Todo irá bien -afirmó Ezequiel. Y se quedó dormido.

Al poco empezó a llover. La tierra olía a carbón mojado.

A rachas se colaba otro olor, el del campo que desplegaba hacia la vega sus cultivos. Me volví a la cama y al frescor de la lluvia el sueño fue llegando, lentamente.

El Alcalde resultó ser republicano.

– Mi padre y mi abuelo también fueron alcaldes aunque las ideas de ellos poco tienen que ver con las mías. Pero en sus tiempos les respetaron porque no robaban ni amparaban injusticias. Eran hombres rectos…

El Alcalde tenía barba blanca y vestía traje negro. «Desde que murió la mujer va de negro, de los zapatos al sombrero», nos contó Marcelina. «Ellos han sido siempre muy señores, muy vestidos, muy arreglados. Le llaman don Germán, como el padre y el abuelo, que hasta en eso se parecen, en el nombre.»

Don Germán vivía con una hija soltera que me pareció mayor, por el pelo recogido y el cuerpo sin forma, como planchado por la edad. Después de los trámites del Ayuntamiento don Germán nos había dicho:

– Pasen un momento a mi casa, ahí enfrente la tienen, al otro lado de la plaza.

La hija nos condujo a la sala y nos invitó a sentarnos en un sofá tapizado de terciopelo rojo. Sobre él colgaba una acuarela: una bahía azul salpicada de barcos blancos.

Un buró de caoba ocupaba el espacio entre dos balcones. Sobre el buró el retrato al óleo de una mujer joven, con un abanico en la mano. Era esbelta y el traje de seda gris dejaba ver los hombros desnudos.

«La belga» me aclaró Marcelina. «Don Germán se casó con una belga hija de un ingeniero de la mina, muy rubia ella. La chica se le parece un poco aunque la madre era más alta, más mujer. Como buenas, allá se andan las dos porque la chica ¡qué ángel de muchacha!»

La hija nos preguntó si queríamos tomar algo. «Una copita de jerez», dijo el padre. Y nos sirvió la copa en una bandeja ornada por un paño de encaje.

La casa olía a cera. Relucía la mesa. Brillaban los cristales, protegidos sólo en parte por un estor de hilo bordado. Por las contraventanas entornadas se filtraba la luz de julio. La penumbra invitaba al silencio o a la conversación reposada. Un piano se apoyaba en la pared del fondo. Estaba cerrado y cubierto de retratos de diferentes tamaños y marcos.

«Tocaba la madre, pero la chica también toca. En la Iglesia siempre es ella la que maneja el órgano. A ella le gusta la Iglesia, a la madre también le gustaba. Al padre no, pero recibe al Cura y tienen su buena amistad y sus buenas discusiones también que lo sé yo por la criada que tienen, sobrina de mi hermana por parte de padre.»

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