Josefina Aldecoa - Historia de una maestra

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Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesión que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el telón de fondo de un periodo decisivo en la historia de España: desde los años veinte hasta el comienzo de la guerra civil.
El advenimiento de la República, con sus promesas de grandes cambios y su exaltación del papel de los maestros en la transformación de la sociedad española, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revolución de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la única aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron después.
El sueño individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las páginas de esta excelente novela, que se convierte así en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de España: los maestros de la República.

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– Enrique, olvida el griego y echa una mano al altavoz… Enrique, mañana dices tú las poesías. La que mejor te sale es la de Lorca.

Estuvieron dos días con nosotros y vivimos con ellos horas inolvidables. Ayudándoles en lo que podíamos, siguiendo con fervor el desarrollo del programa de actividades, unas para niños, otras para adultos, pero a las que asistían todos fascinados.

Charlamos en las horas de descanso. Intercambiamos opiniones y experiencias, preguntamos y criticamos. Soñamos juntos embargados por una obsesión común: hacer del trabajo de todos la gran Misión que salvara a España del aislamiento y la ignorancia.

Contra todo pronóstico, don Cosme había cedido dos caballos para el transporte del material.

– Nos los dejó por reverencia al cargo administrativo -aseguraba Ezequiel-. Me gustaría que hubieras visto cómo se dirigió al Inspector y cómo le decía, plañidero: «Perdonen si no voy con ustedes, pero me cuesta tanto subir hasta allá arriba…»

Respeto al cargo, deseo de agradar a los vecinos o cualquiera otra razón que le impulsara, el caso es que allá fueron, atravesando el pueblo de abajo y subiendo trabajosamente las cuestas del castillo, las cuatro bestias cargadas, rodeadas, espoleadas por la jubilosa partida de las gentes que acompañaban a los misioneros.

– La idea es hermosa -reconoció Ezequiel-. Es emocionante y estas gentes no olvidarán lo que han vivido. Pero la esperanza se pierde si no llega pronto la confirmación de la esperanza…

Ezequiel, temeroso, adelantaba siempre el desencanto. Pero fue muy hermoso y todavía hoy puedo reconstruir minuto a minuto el desarrollo de aquellas jornadas.

Veo a los más pequeños absortos en el movimiento de los muñecos de guiñol. Veo a los viejos contemplando por vez primera las imágenes en movimiento. Escucho las preguntas de los chicos, más interesados en el misterio de la máquina que en el propio milagro de la película. ¿Cómo se puede? ¿Cómo funcionan los acumuladores? ¿Cómo se para? ¿Cómo se pone en marcha?

Mundos desconocidos aparecían ante los ojos de los campesinos. Documentales de otros países, cine de humor, dibujos animados. La música popular conocida y amada y aquella otra que escribieron genios universales, todo era seguido en reverente silencio.

La poesía de Juan Ramón, de Machado, la seguían con respeto y una extraña emoción. Los romances, como algo suyo, cercano y vivido: La loba parda, El conde Olinos, La doncella guerrera. De algunos conocían versiones diferentes como había comprobado con los niños en la escuela. Un viejo entusiasmado coreaba un estribillo: «Que los amores primeros son muy malos de olvidar…»

Al principio se resistían. Los de Abajo fueron llegando en pequeños grupos. Los de Arriba salían poco a poco del sombrío interior de sus casas y se acercaban precavidos.

El semicírculo se fue ensanchando. Primero eran tan sólo las filas más cercanas al tablado con los bancos de la escuela ocupados por los niños y detrás la gente sentada en sillas que habían arrastrado de sus casas. Luego fueron cerrándose las filas de pie, detrás de los sentados, una y otra fila hasta ocupar el espacio entero.

La música sonaba en los gramófonos durante la espera. Coplas castellanas, gallegas, asturianas, coplas cercanas y reconocibles. Luego, cuando todos parecían bien situados cesó la música y una voz de mujer se elevó sobre la audiencia de cabezas morenas, pañuelos negros, boinas pardas. La voz de la muchacha arrogante se dejó oír y sus palabras lo ocuparon todo.

«Es natural que queráis saber, antes de empezar, quiénes somos y a qué venimos. No tengáis miedo. No vamos a pediros nada. Al contrario; venimos a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante y que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela ambulante donde no hay libros ni matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novillos. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos ante todo a las aldeas, a las más pobres, a las más abandonadas y que vengamos a enseñaros algo, algo de lo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden y porque nadie, hasta ahora, ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros. Y nosotros quisiéramos alegraros, divertiros casi tanto como os alegran y os divierten los cómicos y titiriteros…»

Las palabras resbalaban sobre las gentes apiñadas en torno al tablado. Un silencio total permitía apreciar la gravedad del contenido, la emoción quebrada en la voz de la muchacha que transmitía el mensaje.

«… los mozos y los viejos de las ciudades, por modestas que sean, tienen ocasiones de seguir aprendiendo toda la vida y también divirtiéndose porque están en medio de otros hombres que saben más que ellos, porque sólo con oírlos y mirar se aprende, porque todo lo tienen a la mano, porque la instrucción y las diversiones se les entran sin quererlo por los ojos y oídos… Y como de esto se hallan privadas las aldeas, la República quiere ahora hacer una prueba, un ensayo, a ver si es posible empezar al menos a deshacer semejante injusticia.»

Algunas cabezas asentían con leves movimientos. Otras se inclinaban hacia el suelo como queriendo recoger sin distraerse hasta la última palabra. Un niño lloró. La muchacha de la voz hermosa hizo una breve pausa. Se oía el canto de los pájaros en un árbol lejano. Una vieja aprovechó para decir: «Sólo con esto ya tenemos bastante. Con oír esto, y sobre todo con que hayan venido.» Nadie rió, nadie trató de hacer callar a la vieja. La buscaban con la mirada entre sorprendidos y aquiescentes. De nuevo, la voz se elevó:

«Traemos en estampas luminosas los templos y catedrales antiguos, las estatuas, los cuadros que pintaron grandes artistas. Más adelante queremos traer un pequeño Museo de copias en lienzo de las grandes obras que están en los Museos…»

Verso, teatro, música, la voz prometía, ofrecía, anunciaba el contenido de la fiesta. Y ya el público, receloso al principio, estaba ganado.

«… Cuando todo español, no sólo sepa leer, que ya es bastante, sino tenga ansias de leer, de gozar y divertirse, sí, de divertirse leyendo, habrá una nueva España. Para eso la República ha empezado a repartir por todas partes libros y por eso también al marcharnos os dejaremos nosotros una pequeña biblioteca…» [1]

Los aplausos torpes y suaves al principio, enérgicos en seguida, cerraron la fiesta. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas.

– No siempre es así -nos dijo la muchacha que había leído la presentación-. Hay lugares más pobres y menos civilizados que éste. No se concentran, no nos siguen, no entienden nuestro vocabulario. Y se quejan sin cesar. Porque tienen razón para quejarse. Hambre y enfermedad y miseria es todo lo que han heredado de sus padres…

Éramos doce, y la mayoría sentados en el suelo. Nuestra cocina se había convertido, a última hora, en el lugar de reunión de los misioneros.

– La primera escuela que yo tuve -empezó a contar Ezequiel- fue en un pueblo perdido en la montaña. Enterraban a los muertos sin ataúd, envuelto el cuerpo en unos trapos. Todos los niños tosían. Las niñas vestían una especie de sayales negros y largos. No habían visto un automóvil, ni siquiera un carro…

– Recuerdo una Misión, la primera en que yo estuve -dijo el profesor alto-. No podíamos acercarnos a la gente. Las mujeres corrían riendo, huían de nosotros. Los niños se escondían y nos tiraban piedras.

– En el pueblo que digo -continuó Ezequiel- sólo comían patatas y judías y los días de fiesta un trozo de carne salada o tocino.

«Recuerdo, vi, pude comprobar; hasta vergüenza me daba estar entre ellos; no hay derecho; no es justo; no es humano…»

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