En aquella primera visita, don Germán quería saber. Con hábiles preguntas fue conduciéndonos a donde deseaba llegar: quiénes éramos, cómo pensábamos, qué forma de educar y enseñar era la nuestra. Pareció satisfecho con su indagación.
– Veo que son ustedes las personas que necesitamos. Inteligentes, abiertos de mente. Lo que necesitamos porque este pueblo no es nada fácil. Son dos mundos en uno, mina y agricultura, carbón y cultivo, progreso y atraso, todo en uno, ya lo irán viendo, ya lo irán entendiendo…
La hija sonreía. Escuchaba al padre arrobada como si aquélla fuera la primera vez que le oía hablar.
«Una santa, le digo. Y tiene historia. Algún día le contaré para que vea si tengo o no razón cuando le digo…»
– Los mineros tienen sus escuelas -nos había explicado el Alcalde-. Las tienen arriba, en el poblado minero. Los maestros los paga la Compañía y eso, claro, los tiene supeditados a los intereses de la empresa. ¿Interesa Religión? Pues Religión. ¿Interesa disciplina? Pues disciplina.
«Si, es verdad, los mineros tienen sus escuelas», nos confirmó Marcelina. «A las de ustedes, a las del Estado, van los más pobres, los hijos de los labradores, de los albañiles, los del barrio de abajo…»
Para esas fechas ya estábamos instalados. Yo tenía en mi escuela cuarenta niñas, Ezequiel treinta y dos niños, todos entre los 6 y los 14 años.
Por primera vez tuve a mi cargo sólo niñas. Se me hacía raro y, al principio, muy ingrato. Había observado en las escuelas anteriores, todas mixtas, que los niños eran más vivos, más rápidos en la comprensión, se interesaban más por todo y no tenían miedo a equivocarse. Las niñas ponían más atención, eran más constantes; trabajaban con paciencia y remataban con finura sus trabajos, pero eran más pasivas.
– No son diferentes -le aseguraba a Ezequiel-. Pero respiran otro aire. Las preparan desde la cuna para ser mujeres lo más sumisas posible. Les da vergüenza intervenir, creen que no van a saber, ni poder…
Por eso prefería tenerlos juntos. Me parecía que se estimulaban más, que las características de los unos ayudaban a completar los rasgos de las otras. Juntos, se desarrollaban mejor como personas. Ezequiel estaba de acuerdo y se desesperaba.
«¿Cómo es posible», decía, «que se mantengan las estructuras tradicionales? ¿Para cuándo la coeducación?»
«Y sobre todo, ¿no es absurdo que en los pueblos pequeños se permita la coeducación sólo porque no hay más que una escuela y en los grandes no?»
Se lo preguntaba a sí mismo, me lo preguntaba a mí. También se lamentaba ante el Alcalde.
– Seguiremos así por los siglos de los siglos, don t Germán.
»¿Y todo por qué? Porque con la Iglesia hemos topado.
Don Germán era ecuánime. Frenaba los arrebatos de Ezequiel.
– Tiene usted razón, pero hace falta esperar un poco más. ¿No ha visto usted que ni en Francia pueden con esa escuela mixta que usted dice? Recuerde la batalla de hace poco tiempo en la Cámara Francesa.
Hacía sólo un mes de nuestra llegada y en medio de las dificultades de adaptación ya estaba Ezequiel haciendo planes para iniciar cuanto antes las clases de adultos. Fue a ver a don Germán y le explicó su plan. Las clases se darían en la escuela de niños, reuniendo a hombres y mujeres, y nos turnaríamos nosotros para darlas. A don Germán le gustó el programa. Era el atardecer y al terminar la entrevista invitó a Ezequiel a que le esperase, mientras resolvía los últimos asuntos del día. Al salir le dijo:
– ¿Le importa a usted acompañarme en el paseo y así seguiremos hablando? Me lo aconseja el médico, pero además, me gusta pasear.
Pronto, la pareja que formaban los dos fue familiar a los que circulaban por la Plaza: grande y fuerte don Germán, con su bastón en alto para reforzar una aseveración; más delgado y más bajo Ezequiel que agitaba nervioso las manos pidiendo siempre comprensión y justicia.
Al anochecer, cuando Ezequiel llegaba a casa, la niña ya dormía. Yo preparaba la cena. La luz de la bombilla iluminaba la mesa en la que siempre había un libro abierto. Un libro arrastrado por mí para robar minutos a las tareas domésticas. «Mientras hierve la sopa, leo», me decía. «Mientras frío las patatas, leo. Mientras llega Ezequiel…»
Ezequiel llegaba y me resumía la discusión, la charla que había tenido con don Germán. A veces traía un libro en la mano.
– Me lo ha prestado don Germán. ¿No es una suerte -decía- haber ido a dar con este hombre? Tiene una estupenda biblioteca donde se encierra siempre que puede a leer. Es un hombre sensato, equilibrado, con buen criterio en todo…
En este pueblo no había otro mejor para Alcalde, me había dicho Marcelina, anda a bien con la mina, con el Cura, con el pueblo de abajo. Los más le quieren y los menos se aguantan mientras se tengan que aguantar.
Luego nos explicó que los menos eran el médico, el administrador de la mina y dos o tres rentistas del Casino, indianos regresados «explotadores de indios allá en las Américas».
– Alguno más habrá -dijo Ezequiel-, alguno más le odiará porque es difícil perdonar al traidor a su clase y seguro que para muchos un «señor» no puede ser Alcalde republicano…
El otoño se presentó seco y a la salida de la escuela nos gustaba dar un paseo con la niña por los alrededores. Había dos caminos que en seguida fueron los preferidos: el del río, carretera abajo, y el del monte que se elevaba detrás de nuestra casa, al lado opuesto de la mina.
Era un monte poblado de hayas, castaños, avellanos. La tala no había alcanzado aquel bosque. Pisando hojas crujientes penetrábamos en su espesura. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de yedra salvaje. Recogíamos castañas que soltaban de su armadura frutos bruñidos. Las avellanas y los hayucos emergían brillantes de sus cáscaras y había que guardarlos en los huecos de los árboles «para las ardillas», decía Juana.
En los claros del bosque había praderas donde pacían las vacas mansamente. Juana correteaba por la hierba, se acercaba a los animales sin miedo. A veces aparecía un niño que venía a vigilarlas hasta la hora del ordeño y el encierro.
– Padre en la mina, madre trabajando por la casa, así que yo a echar una mano -decía el niño explicando su presencia.
– Mina y agricultura -iba diciendo Ezequiel al regresar a casa.
– Padre vendrá cansado de la mina, sucio de carbón y ahogado de polvo y beberá un vaso de leche recién ordeñada…
El camino del río también nos atraía. Por senderos estrechos se atravesaba la maraña de arbustos, rosales silvestres, saúcos de olorosas flores blancas. El otoño arrancaba los restos del verano y entregaba al río sus trofeos de ramas secas, hojas amarillas, nidos vacíos. En la margen opuesta se adivinaban casas de labor, prados y extensiones cultivadas. Aquélla era la parte rica de la vega. De este lado, las fincas eran pequeñas, limitadas en seguida por la barrera abrupta del monte.
Fue un otoño prolongado y los días soleados nos transportaban perezosamente hacia el invierno. Antes de los primeros fríos ya habíamos explorado el asentamiento natural de Los Valles.
En la mesa había buñuelos de viento, pastas, frisuelos recién hechos, cargados de azúcar, y una gran chocolatera de latón con mango de madera, que recorría las tazas de mano de Eloísa, la hija de don Germán. Alrededor de la mesa nos sentábamos los invitados y a los dos extremos el padre y la hija, los anfitriones.
Era el día de Todos los Santos. Un aguacero helado había caído a primeras horas de la mañana. Luego, la lluvia cesó pero los nubarrones seguían suspendidos sobre el pueblo.
La Plaza olía a cementerio. Montones de hojas se arremolinaban ante nosotros y al pisarlas saltaba el agua retenida entre ellas. Una oleada de ansiedad me acometió al entrar en el portal de don Germán.
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