Juan Onetti - 32 cuentos

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Hubo una pausa y el hombre grande empujó uno de los teléfonos hasta Matías. Era blanco, era negro y era rojo.

Matías continuó inmóvil; y, si una burla puede ser seria, había burla en su perfil escurrido y en su voz.

– María no tiene teléfono -dijo-. Llame usted, Michel. Llama al almacén y les pide que la busquen aunque no sé qué horas serán. Pregúnteles porque en una de esas es muy tarde y está durmiendo.

Quería decir Pujato duerme. Hablé con el gerente, consultamos con Greenwich y supimos que apenas empezaba a ponerse el sol en Santa María. Mugidos de terneros por el lado de Pujato, las barreras de la estación cayendo con pereza y chirridos para esperar el tren de las 18.15 rumbo adentro, capital.

Entonces, lento por premoniciones que actuaban como artritis, pensando en la libertad y Sanpauli, alargué el brazo y traje el teléfono hasta casi tocarme el pecho. Rígido, sin mirar nada que estuviera en la habitación, Matías habló con mis manos.

– Es el 314 de Pujato. El almacén. Usted pide que la llamen.

Luego de concretar instrucciones con el alemán principal hablé con la operadora. Con paciencia y reiteración el problema no fue difícil.

No sé cada cuántos segundos y durante cuántos minutos la mujer me estuvo diciendo: “No se retire; llamando”, o palabras equivalentes. Y entonces hasta el mismo Matías tuvo que alzar los ojos y apreciar el milagro que se iba extendiendo en la pared que era un planisferio. Vimos encenderse, allí mismo, en Hamburgo, la diminuta lámpara enrojecida; vimos otra que iluminaba Colonia; vimos sucesivamente, a veces con parpadeos, otras nuevas con una segura velocidad inverosímil; París, Burdeos, Alicante, Argel, Canarias, Dakar, Pernambuco, Bahía, Río, Buenos Aires, Santa María. Un tropiezo, un vaivén, la voz de otra señorita; “No se retire, llamando a Pujato, tres uno cuatro”.

Y por fin: Villanueva hermanos, Pujato. Era una voz tranquila y gruesa, de indiferencia y primer vermut. Pedí por María Pupo y el hombre prometió llamarla. Esperé sudoroso, resuelto a ignorar a Matías hasta el fin de la ceremonia, mirando el mundo iluminado con puntos de incendio detrás de la cara ancha, la sonrisa feliz del gerente rodeada, derecha, izquierda, por las sonrisas respetuosamente menores de los robots de la T.T. Telefunken.

Hasta que hubo María Pupo en el teléfono y dijo: “Habla María Pupo, quién es”.

Soy inocente. Hablé amistoso pero nada atrevido, expliqué que su novio, Atilio Matías, deseaba saludarla desde Hamburgo, Alemania. Pausa y la voz de contralto de María Pupo, atravesando el mundo y los ruidos temblorosos de sus océanos:

– Por qué no te vas a joder a tu madrina, guacho de mierda.

Colgó el teléfono rabiosa y las lamparitas rojas se fueron apagando velozmente, en orden inverso al anterior, hasta que la pared planisferio volvió a incrustarse en las sombras y tres continentes confirmaron en silencio que Atilio Matías tenía razón.

EL PERRO TENDRÁ SU DÍA

Para mi Maestro, Enrico Cicogna

El capataz, descubierto por respeto, le fue pasando mano a mano los pedazos de carne sangrienta al hombre de la galera y la levita. Al fin de la tarde y en silencio. El hombre de la levita hizo un círculo con los brazos encima de la perrera y se alzó en seguida la ráfaga oscura de los cuatro doberman, casi flacos, huesos y tendones, y la ciega ansiedad de los hocicos, los dientes innumerables.

El hombre de la levita estuvo un rato viéndolos comer, tragar, mirándolos después pedir más carne.

– Bueno -le dijo al capataz-, lo que le ordené. Toda el agua que quieran pero nada de comida. Hoy es jueves. Los suelta el sábado a esta hora más o menos, cuando caiga el sol. Y que todo el mundo se vaya a dormir. El sábado, sordos aunque oigan desde los galpones.

– Patrón -asintió el capataz.

Ahora el hombre de la levita le pasó al otro billetes color carne sin escucharle las palabras agradecidas. Bajó hacia la frente la galera gris y dijo mirando a los perros. Los cuatro doberman estaban separados por tejidos de alambre; los cuatro doberman eran machos.

– Subo a la casa dentro de media hora. Que tengan listo el coche. Voy a la capital. Asuntos. No sé cuántos días estaré allá. Y no olvides. Hay que cambiarle toda la ropa, después. Quema los documentos. La plata es tuya y todo lo que te guste, anillos, gemelos, reloj. Pero no uses nada hasta que hayan pasado meses. Yo te diré cuándo. El dinero es tuyo -reiteró-. A los cajetillas nunca les faltan. Y las manos; no te olvides de las manos.

Entonces era bajo y fuerte, vestido con bordados grises, cinturón ancho pesado de esterlinas, poncho oscuro y una corbata negra cuyo color le fue impuesto a los trece años y ya había olvidado por qué y por quién. El facón de plata, a veces, por alarde o adorno y el sombrero con el ala hacia atrás. Sus ojos, como los bigotes, tenían el color del alambre nuevo y la misma rigidez.

Miraba sin verdadero odio ni dolor, invariable para los demás como si estuviera seguro de que la vida, la suya, acumularía rutinas plácidas hasta el final. Pero estaba mintiendo. Apoyado en la chimenea veía mintiendo la habitación, las butacas de seda y dorado donde nunca aceptó sentarse, los. muebles de patas retorcidas, con puertas de vidrio, llenos de servicios para té, café y chocolate que tal vez nunca hubieran sido usados. La enorme pajarera con su temeroso estruendo, las curvas del sillón confidente, las bajas mesitas frágiles sin destino conocido. Las gruesas cortinas vinosas suprimían el tranquilo atardecer; sólo existía el bricabrac asfixiante.

– Me voy para Buenos Aires -repitió el hombre, como todos los viernes con su voz lenta y grave-. El buque sale a las diez. Negocios, la estafa que me quieren hacer con tus campos del norte.

Miraba los dulces, las láminas de jamón, los pequeños quesos triangulares, la mujer manejando la tetera: joven, rubia, siempre pálida, equivocada ahora sobre su futuro inmediato.

Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas, excesivas en terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña que.se apoyaba ahora boquiabierto en el muslo de su madre mientras enroscaba con dedos inquietos los gruesos bucles amarillos que caían hasta el cuello, hasta el collar de pequeñas medallas benditas.

El milord era negro y lustroso y brillaba siempre corno recién barnizado; tenía dos enormes faroles que muchos años después se disputaría la gente rica de Santa María para adornar portales con una bombita eléctrica en lugar de velas. Lo arrastraba un tordillo hecho de plata o estaño. Y el coche no lo había hecho Daglio; fue traído desde Inglaterra.

A veces medía con envidia y casi con odio el ímpetu, la juventud ciega de la bestia; otras, imaginaba contagiarse de su salud, de su ignorancia del futuro.

Pero tampoco aquel viernes -y menos que nunca aquel viernes- fue a Buenos Aires. Ni siquiera, en realidad, estuvo en Santa María; porque al llegar al principio de Enduro hizo que el tordillo joven que tiraba del birlocho torciera hacia la izquierda y lo arrastrara, haciendo volar terrones por el camino de barro seco que llevaba, atravesando paisajes de pasto quemado y algunos árboles solitarios y siempre distantes, hacia la playa sucia que muchos años después, convertida en balneario, poblada de chalets y comercios, llevaría su nombre, ayudaría en parte ínfima a cumplir su ambición.

Más adelante, en una extensión exagerada, el caballo trotó flanqueado por la mansedumbre de los trigales, de las granjas que parecían desiertas, blanqueando tímidas, hundidas en el calor creciente de la tarde.

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