Juan Onetti - 32 cuentos
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– Oiga, Michel. ¿Usted entiende de grafología?
– En un tiempo jugué a que sabía. Pero nunca supe de verdad.
– Pero, claro, usted sabe o por lo menos se da cuenta. Piense en la cara de la mujer.
– No.
– Sí, también a mí me repugna. Tres marcos cuarenta y un marco es más que un dólar. Y ni siquiera pasó el telegrama a máquina, lo escribió con birome y aquí tenemos la copia. Mire un poco, aunque siga porfiando que no entiende.
En un cruce de calles, en el temor de que la tarde empiece con los estómagos vacíos. Quise pegarle y no pude, dije palabras sucias y lo llevé de un brazo.
Todo, cualquier cosa; pero siempre en Hamburgo, en la más increíble esquina, habrá un delicatessen esperando. Cerveza y platitos escandinavos. Ahí, sobre la mesa, sostenida abierta por los pulgares de Matías estaba la copia del telegrama a María Pupo, Pujato.
– Fíjese con calma -dijo Matías-. Primero, la mujer, la cara de mal bicho atravesado que usted comparte conmigo.
Tomé cerveza, me llené la boca con mariscos de nombre ignorado y me rendí a una súbita, irresistible admiración por la inteligencia sutil de Matías, revelada a cambio de cuarenta y seis días de quemarme las manos en las tripas del barco, consciente de que en la misma cáscara, sobre la misma ola, separado apenas por chapas delgadas de acero y madera, viajaba la tristeza inconsolable del hombre de la radio.
– La cara para empezar -siguió Matías- y ahora tenemos la grafología, y aunque usted me porfíe que no entiende, las dos cosas se juntan y son indiscutibles. Resultado, y disculpe, que la gringa esa me quiere joder. Más claro: que ya me jodió y se quedó con el dinero, que no me importa porque tengo mucho, y no mandó ningún telegrama. Por la cara, por la grafología, y porque yo soy radiotelegrafista diplomado y algo entiendo de esas cosas.
El inglés de los embarcados es un idioma universal; y siempre sospeché que algo semejante ocurre con el whisky en toda latitud y altura, se trate de alegría, desdicha, cansancio, aburrimiento. Matías estaba loco y yo no tenía a nadie próximo para unirlo al asombro y regocijo del descubrimiento. De modo que asentí moviendo la cabeza, aparté la jarra de cerveza y pedí whisky. Lo servían así: una botella, un balde con pedazos de hielo, un sifón.
Y yo no tenía un amigo para susurrarle la locura deslumbrante de Matías que había decidido callarse por un tiempo, tragar frutos del mar y cerveza.
Seguía siendo casi el mismo: diez años más viejo que yo, la nariz larga, los ojos inquietos, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves. Pero ahora había enloquecido o ahora mostraba sin pudor una locura antigua y encubierta.
Era ya de tarde cuando decidí interrumpirle las reiteraciones respecto a caras, intuiciones, tildes sobre las letras.
– A la luz de las estrellas es forzoso navegar -le dije-. Y como usted tiene tanto dinero, lo mejor, lo único que puede hacer, si aprecia respetuosamente el cumpleaños de su novia, lo único que puede hacer es caminar de vuelta al monstruo T.T. y pedir comunicación telefónica con Pujato.
– Desde Hamburgo -preguntó amargo, con la ironía sin gracia de los perseguidos.
– Desde Hamburgo y por T.T. Lo hice mil veces. Se oye mejor que si usted hablara desde la misma Santa María.
Su lucha era entre la esperanza y la incredulidad atávica. Burlándose, se golpeó el rollo de billetes en el bolsillo del pantalón y me dijo: “Bueno, vamos”, como si desafiara a un niño.
Fuimos, yo apenas borracho y él con la resolución de que fuera demostrada, de una vez y para siempre y para él mismo, que toda máscara de la felicidad le había sido negada desde el principio de los días y que nada podría atenuar aquella su maldición particular de que sacaba orgullo y distinción bastantes para continuar viviendo.
Las oficinas telefónicas funcionaban en el mismo edificio de los telégrafos, de la solterona que había estafado a Matías en algo así como tres marcos cuarenta guardándose por revancha y avaricia las palabras de feliz cumpleaños para María Pupo, Pujato.
Pero los teléfonos estaban en otra ala, a la izquierda; uno remolcó al otro hasta llegar al mostrador, a la rubia delgada, joven y sonriente con ganas. Era una T.T.
Dije, traduje, expliqué y ella me miraba lentamente y sin fe verdadera. Dije otra vez, silabeando, demostrándole sinceridad y una paciencia adecuada al paso del tiempo hasta el fin del mundo.
Dudaba, ella, y terminó aceptando, blanqueándose la cara con la sonrisa exagerada y tal vez dolorosa. Es cierto que, todavía, vaciló un momento antes de la creencia y nos pidió:
– Un momento, por favor -antes de saludar con la cabeza y abandonarnos el mostrador para desaparecer, también ella, tan joven, detrás de puertas y cortinas, más allá de la gran T.T.
Luego apareció un T. T. mayor con anteojos rodeados de oro delgado y nos preguntó si era verdad lo que encontraba imposible:
– Esta coincidencia, señores…
Yo supe. No puedo saber qué pasaba dentro de Matías, de qué modo iba acomodando las postergaciones a su destino personal preferido. Yo estaba, dije, un poco borracho y brillante. Soportando otros interrogatorios, otros T.T. progresivamente mayores. Y yo repetí con candor, sin dudas, las respuestas correctas, porque al fin tuvimos, también nosotros, el privilegio de empujar cortinas y atravesar puertas hasta enfrentar al T.T. mayor, el verdadero y definitivo.
Estaba, ya de pie, detrás de un escritorio enano, de madera negra, en forma de media herradura. Ayudado por el calor, el whisky de dos años, la locura recién llegada de Matías, pude creer un momento que el hombre nos estaba esperando desde que salimos de Santa María. Era alto y grueso, el hombre que fue campeón en las canchas de la Universidad de Greifswald y abandonó el deporte dos años atrás.
Rubio, rojo, pecoso, amable y repugnante.
– Señores -dijo. Yo simulé creer-. Me han dicho que quieren una ligazón telefónica con América del Sur.
– Ya -dije, y nos pidió que usáramos las sillas.
– Con América del Sur -repitió sonriéndole al techo.
– Pujato, señor, en Santa María -le dije volviéndome para mirar a Matías y pedirle apoyo.
Pero no había nada por ese lado. La locura del telegrafista había preferido, con astucia o rebelión definitiva, una expresión de ausencia, unos ojos vacíos, unos bigotes de seda, mustios y ajenos, estremecidos por el viento de la refrigeración. El, Matías, no participaba, sólo era un testigo atento, zumbón, seguro de la derrota, indiferente, lejano.
El hombre corpulento recitaba rodeado por la semiherradura de su mesa. Era mayor que nosotros, y muy pronto la alegría fraternal de su discurso se fue transformando en decencia y hastío.
Ya estaba rodeado de funcionarios con expresiones dichosas y todos tomábamos café mientras él explicaba que la T.T. Telefunken, de la cual era un simple engranaje, acababa de poner a punto una nueva línea de comunicaciones entre Europa y Southamérica; y que esta ocasión, la estremecida nostalgia de Matías, debía ser celebrada porque el llamado de amor que pretendíamos era el primero que iba a cumplirse, en realidad, aparte, claro, de las innumerables pruebas de los técnicos.
Cuando se echó hacia atrás levantando un brazo vimos que toda la pared a sus espaldas era un enorme planisferio en el cual los rigores de la geometría decorativa no respetaban los caprichos de las costas. Y volvió a sonreír para decirnos que la celebración agregaba, a las tazas de café su carácter de gratuito, no más de tres minutos.
Asentí con entusiasmo, dije palabras de gracias y felicitación, mientras pensaba que todo aquello era normal, que las inauguraciones siempre habían sido gratuitas para mí, mientras miraba la cara furtiva del telegrafista, su expectación acusadora.
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