Juan Onetti - 32 cuentos
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Las estériles, silenciosas, opuestas, nunca bélicas posiciones de los viejos que nos reuníamos en el Plaza o en el nuevo edificio del Club, duraron poco. Menos de tres meses, como ya se dijo. Porque suavemente y de pronto, tan suavemente que se nos hizo de pronto después, cuando lo supimos, o cuando empezamos a olvidar, todas las imaginables blancuras moribundas, cada día más amarillentas y con el irreversible tono de ceniza, crecieron inexorables, las tomamos como verdad.
Porque Moncha Insaurralde se había encerrado en el sótano de su casa, con algunos -pero no bastantes- seconales, con su traje de novia que podía servirle, en la placidez velada del sol del otoño sanmariano como piel verdadera para envolver su cuerpo flaco, sus huesos armónicos. Y se echó a morir, se aburrió de respirar.
Y fue entonces que el médico pudo mirar, oler, comprobar que el mundo que le fue ofrecido y él seguía aceptando no se basaba en trampas ni mentiras endulzadas. El juego, por lo menos, era un juego limpio y respetado con dignidad por ambas partes: Diosbrausen y él.
Quedaban Insaurraldes lejanos, fanáticos, deseosos de colocar en la muerta un síncope imprevisible. En todo caso, lo consiguieron, no habría autopsia. Por eso es posible que el médico haya vacilado entre la verdad evidente y la hipocresía de la posteridad. Prefirió, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar malentendidos. Casi siempre se elige así. No quiso abrir las ventanas, aceptó respirar en comunión intempestiva el mismo aire viciado, el mismo olor a mugre rancia, a final. Y escribió, por fin, después de tantos años, sin necesidad de demorarse pensando.
Temblaba de humildad y justicia, de un raro orgullo incomprensible cuando pudo, por fin, escribir la carta prometida, las pocas palabras que decían todo: nombres y apellidos del fallecido: María Ramona Inaurralde Zamora. Lugar de defunción: Santa María. Segunda Sección Judicial. Sexo: femenino. Raza: blanca. Nombre del país en que nació: Santa María. Edad al fallecer: veintinueve años. La defunción que se certifica ocurrió el día del mes del año a la hora y minutos. Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo.
MATÍAS EL TELEGRAFISTA
Cuando en casa de María Rosa, Jorge Michel contó una vez más, ante varios testigos, la historia o sucedido a Atilio Matías y María Pupo, sospeché que el narrador había llegado a un punto de perfección admirable, amenazado sin dudas por la declinación y la podredumbre en previsibles, futuras reiteraciones.
Por eso, sin propósito mayor, intento transcribir ahora mismo la versión referida para preservarla del tiempo; de sobremesas futuras.
El sucedido, que no es relato ni roza la literatura, es, más o menos, éste:
Para mí, ya lo saben, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca. Si algún historiador atendiera el viaje del telegrafista quedaría satisfecho consignando que durante el Gobierno de Iriarte Borda, el paquebote “Anchorena” partió del puerto de Santa María con un cargamento de trigo y lana destinado a países del este de Europa.
No mentiría; pero la mejor verdad está en lo que cuento aunque, tantas veces, mi relato haya sido desdeñado por anacronismos supuestos.
El viaje habrá durado unos noventa días y tal vez pueda, con algún trabajo, recitar el rol de la tripulación; el nombre de él, del telegrafista, se me olvidó en el principio, arrastrado por un odio supersticioso. Lo bautizo Aguilera en esta página para contar cómodo. Del nombre de ella, aunque no llegué a verla, no me olvidaré nunca: María Pupo, de Pujato, departamento de Salto.
– Qué querés. Se llama apenas María Pupo -como decía el telegrafista. Aguilera.
“A la luz de las estrellas es forzoso navegar”, empezó a cantar alguno una mañana, mientras blanqueaba una puerta y de inmediato se corrió la infección, todos canturreando lo mismo, usando la frase como saludo, respuesta, broma y consuelo. A la luz de las estrellas es forzoso navegar. Misteriosamente, la tonada lograba ser más estúpida que la letra.
Usted, uno, cuando le llega la hora de siempre es de amanecer, trepa la planchada con un rollo obligadamente azul golpeando desafiante en el lomo, insomne, hambriento pero con náuseas, todavía un poco borracho y vigilando los movimientos de la cerveza tibia en el estómago, atento también al lento desvanecer del recuerdo, cara, pelo, piernas, mano contraída y maternal de la puta que le tocó en suerte bajo un techo de lata ondulante. Son los ritos, no más, una tímida, inflada prepotencia, tradición marinera.
Y usted, uno, ya pesado de pronósticos sobre la suerte del carguero y las peripecias húmedas, muestra documentos y saludos humildes mientras examina, casi sin mover los ojos, las caras novedosas y va tanteando lo que ellas pueden ofrecerle como ayuda, molestia o desgracia.
Reunidos, hipócritas y propensos a la paciencia, escuchamos al capitán que habló de patria, sacrificios y confianza. Hombre discreto y aburrido levantó un brazo, nos deseó un buen viaje y nos pidió, sonriendo, que procuráramos darle un buen viaje también a él.
Estábamos tan agradecidos porque no había bobeado más de tres minutos, que hicimos, firmes, la venia militar en un barco mercante y balamos un hurra.
Corrí para asegurarme al gringo Vast como compañero de cabina. Pero era tarde, los lugares habían sido distribuidos un día antes y en la puerta de mi vomitario encontré una tarjeta con dos nombres: Jorge Michel-Atilio Matías.
Bañados y frescos, era inevitable que estuviéramos a las siete y treinta frente a frente, cada uno sentado en su cucheta, cada uno con la inutilidad pesada de las quietas manos de hombre entre las rodillas. De manera que Matías, el telegrafista -“tengo que irme en seguida al puesto”- tosió sin flemas, y dijo:
(Era, y para siempre, diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin sosiego, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, un cutis protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada en la sombra del chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo permanente, hacía flotar la tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada. Era pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves.)
– Tengo que tomar turno -repitió.
Pero faltaba media hora para su idiotez de recibir telegramas sin sentido y teníamos una botella de ron puertorriqueño entre uno y otro.
Mi primer embarque no tuvo otro origen que la necesidad de moverse. Este tercer embarque era distinto: era la huida por tres meses de La Banda, del patronazgo inverosímil del Multi, de las genuflexiones exactas de gente que yo había respetado y, en algunos casos, querido.
Bajo la luz débil teníamos el ron, los vasos, los cigarrillos, mi ancla azul tatuada en el antebrazo.
Dentro de media hora. De modo que Aguilera, Matías el telegrafista, dijo el principio de la verdad que él creía indudable, sin necesidad de presiones. Cautelosamente protegido por una fantástica desdicha empeñada en su ruina, algo habló, hizo confesión.
Faltaban veinte minutos para empezar su guardia cuando balbució el olor del ron mientras hablaba. No era, lo supo él mismo, algo que pudiera clasificarse como manía de persecución, poner de lado y pasar a otra cosa. Porque, escuchen, Matías dijo, aproximadamente, o yo le estuve mirando en la cara triste -con su firme mueca de indignación infantil- las palabras que se le atoraban sin ser pronunciadas. Por ejemplo:
– Usted conoce Pujato -entre seguridad y pregunta-. Usted que conoce Pujato, se tiene que dar cuenta de la diferencia y la estafa, entre el gris y el verde, por lo menos. Fue la Dirección de Telecomunicaciones y aquí le puedo mostrar los documentos, uno por uno, con el orden de las fechas, que por algo se me ocurrió guardar. Dirección Nacional o General de Telecomunicaciones. Llamado primero: llámase a concurso para proveer vacantes, creaciones, de radiotelegrafistas en el orden nacional. No le niego que yo tenía un amigo que manejaba el morse, receptaba y transmitía con tanta facilidad y sin siquiera darse cuenta, como usted respira o camina o cuenta cosas. También de Pujato el amigo y por siglos de años telegrafista de la estación de ferrocarril. Con felicitaciones de los ingleses en cada inspección. Pujato, no se olvide, casi sin superior como la misma Santa María. Y el amigo quería jubilarse y dejarme el puesto como herencia de amistad. Así que en cuanto supo del aviso primero, aquí lo tienes, me dijo, el puesto es tuyo, se puso a practicarme y mucho antes del plazo reglamentario yo oía en morse y movía los dedos en morse. No era piano, no importaba que los hubiera estropeado, los dedos, en el trabajo de la chacra.
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