Juan Onetti - 32 cuentos

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Dejó el coche frente al rancho más grande del rancherío y, sin contestar saludos, alargó diez billetes al hombre oscuro que había salido a recibirlo. Pagaba el pienso de la bestia, el alojamiento en el corral, el secreto, el silencio que ambos sabían mentira.

Después caminó hasta la casita nueva y encalada, rodeada de yuyos, casi apoyada en un pino recto y gigantesco, plantado por nadie medio siglo atrás.

Por costumbre, imperioso y displicente, golpeó tres veces la puerta frágil con el mango del rebenque. Tal vez también esto formara parte implícita del rito: la mujer silenciosa, acaso ausente, demorándose. El hombre no volvió a llamar. Esperaba inmóvil, bebiendo en el jadeo esta primera cuota del sufrimiento semanal que ella, Josephine, le servía obediente y generosa.

Sumisa, la muchacha abrió la puerta, escondiendo el hastío y el asco, que había sido lástima, se desprendió la bata, la dejó caer al suelo y volvió desnuda a la cama.

Un viernes lejano, inquieta porque temía a otro hombre, había consultado el relojito: supo así que la operación completa duraba dos horas. El se quitó el saco, lo unió al rebenque y al sombrero y fue colocando todo, ya tembloroso, sobre una silla. Luego se acercó y, como siempre, empezó por los pies de la muchacha, sollozando con su voz ronca, pidiendo perdón con bramidos incomprensibles por una culpa viejísima y sin remisión, mientras la baba caía mojando las uñas pintadas de rojo.

Casi en la totalidad de tres días la muchacha lo tuvo de espaldas, enrollando cigarrillos, silencioso, vaciando sin prisa ni borrachera los porrones de ginebra, levantándose para ir al baño o para acercarse rabioso y dócil al suplicio de la cama.

Traída por las semillas envueltas en blancos cabellos de seda, volando apoyada sobre el capricho del aire, la noticia llegó a Santa María, a Enduro, a la casita blanca próxima a la costa. Cuando el hombre la recibió -el cuidador del tordillo se animó a rascar la puerta y dio las nuevas desviando los ojos, la boina estrangulada en las grandes manos oscuras -comprendió que, increíblemente, la mujer desnuda y prisionera en la cama ya lo sabía.

De pie, afuera, inclinado sobre el murmullo servil y en decadencia, el dueño de los bigotes acerados, del milord, del caballito de plata, de más de la mitad de las tierras del pueblo, habló lentamente y habló demasiado:

– Ladrones de fruta. Para ellos tengo los mejores perros, los más asesinos de los perros. No atacan. Defienden. -Miró un instante el cielo impasible, sin sonrisa ni tristeza; sacó más billetes del cinto-. Pero yo no sé nada, no lo olvide. Yo estoy en Buenos Aires.

Era mediodía del domingo; pero el hombre no dejó la casita hasta la mañana del lunes. Ahora el caballito se sujetaba al trote, sin necesidad de ser dirigido, rítmico, volviendo a la querencia con un algo de animal mecánico, de juguete de feria.

– Un milico -pensó despreocupado el hombre cuando vio, apoyado en la pared, cerca del gran portón negro de hierro, con el ostentoso entrevero doble de una jota con una pe, a un policía joven y aburrido, con un uniforme que había sido azul y de un desaparecido más corpulento y alto.

– El primer milico -pensó el hombre casi sonriendo y llenándose, lentamente de un entusiasmo, de un principio de

diversión.

– Perdone señor -dijo el uniforme, cada vez más joven y tímido a medida que se acercaba, casi un niño al final-. Me dijo el comisario Medina que le pidiera de darse una vuelta por el Destacamento. A voluntad de usted.

– Otro milico -murmuró el hombre, enredado en el vaho y el olor del caballo-. Pero usted no tiene la culpa. Dígale a Medina que estoy en mi casa. Todo el día. Si quiere verme.

Sacudió apenas las riendas y el animal lo arrastró jubiloso, más allá del jardín y la arboleda, hasta la media luna de tierra seca donde estaban las cocheras.

Cabizbajos y diestros, ninguno de los hombres que se acercaron para recibirlo y desensillar habló de la noche del sábado ni de la madrugada del domingo.

Petrus no sonreía porque había descargado la burla desde años atrás, y tal vez para siempre, a los bigotes de viruta de acero. Recordaba impreciso su aproximación a la cincuentena; sabía todo lo que le faltaba hacer o intentar en aquel extraño lugar del mundo que aún no figuraba en los mapas; consideraba que no enfrentaría nunca un obstáculo más terco y viscoso que la estupidez y la incomprensión de los demás, de todas las otras con que estaría obligado a tropezar.

Y así, por la tarde, cuando el bochorno comenzaba a ceder bajo los árboles, llegó Medina, el comisario, intemporal, pesado e indolente, manejando el primer coche modelo T que logró vender Henry Ford en 1907.

El capataz lo saludó haciendo una venia demasiado lenta y exagerada. Medina lo midió con una sonrisa burlona y le dijo suavemente:

– Te espero a las siete en el Destacamento, Petrus o no Petrus. Te conviene ir. Te juro que no te va a convenir si me obligas a mandarte buscar.

El hombre dejó caer el brazo y aceptó moviendo la cabeza. No estaba intimidado.

– El patrón dijo que si usted venía él estaba en la casa.

Medina taconeó sobre la tierra reseca y subió la escalera de granito, excesivamente larga y ancha. “Un palacio; el gringo cree vivir en un palacio aquí, en Santa María.”

Todas las puertas estaban cerradas al calor. Medina golpeó las manos como advertencia y se introdujo en la gran sala de las vitrinas, los abanicos y las flores. Con un traje distinto al de la mañana pero tan cuidado como si se hubiera vestido para un paseo inminente, ensombrerado, fumando en el único asiento que parecía capaz de soportar el peso de un hombre, Jeremías Petrus dejó en la alfombra el libro que estaba leyendo y alzó dos dedos como saludo y bienvenida.

– Siéntese, comisario.

– Gracias. La última vez que nos vimos yo me llamaba

Medina.

– Pero hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.

Medina miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.

– Siéntese en cualquiera -insistió Petrus-. Si la rompe me hace un favor. Y ante todo, ¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.

– No vine a tomar.

– Ni tampoco a contarme que en horas de servicio nada de alcohol. Hace meses que no me llegan botellas de Francia. Algún milico estará tomándose mi Moet Chandon en rueda de chinas. Pero tengo un bitter Campari que me parece justo

para esta hora.

Movió una campanilla y vino el mucamo que estaba escuchando detrás de una cortina. Joven, moreno, el pelo aplastado y grasicnto. Medina lo conocía como carne de reformatorio, como mensajero de putas clandestinas -¿y qué mujer no lo es?-, como ladrón en descuidos. Recordó, buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya clásica y deformada: “Te conozco, Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta blanca y la corbala de smoking. “Se trajo de Europa juegos de muebles, una esposa, una puta, un cochecito y un potrillo. Pero no consiguió un sirviente exportable; tuvo que buscarlo en el basural de Santa María.”

Habían desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de cosechas asombrosas, de subidas y caídas de precios de vacunos; habían sido barajados veranos e inviernos lejanos, gastados por el tiempo hasta ser irreales, cuando la botella anunció que sólo quedaban dos vasos del líquido rojo, suave como un agua dulce. Ninguno de los dos hombres había cambiado, ninguno revelaba la burla ni el dominio.

– La señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez sigan más lejos. Nunca se sabe. Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres -dijo Petrus.

– Le pido perdón, no le pregunté por la salud de la señora- dijo Medina.

– No tiene importancia. Usted no es médico, usted vino porque mis perros se comieron a un ladrón de gallinas.

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