Alfredo Echenique - Cuentos
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Y en ésas andábamos cuando nos dimos cuenta de que también don Eduardo, por su cuenta y riesgo, había entrado en trance, en un trance muy personal, paralelo al nuestro, y que se había dejado más derramar que caer sobre el césped, se había puesto boca abajo, y con las manos se traía del culo a la nariz un olor que parecía estarlo colmando de satisfacciones y al que, muerto de una risita como muy íntima, muy suya, muy para él sólito, y muy como ji-ji-jí-qué-rico, calificó, según nos pareció escuchar, aunque aquello fue más bien oler, de magdalena peruana, palabras éstas que nada querían decir en medio de semejante olor, salvo que don Eduardo anduviese ya totalmente inconsciente, lo cual resultaba bastante incompatible con la manera en que se nos estaba desternillando ahí de risa con la felicidad que le producían sus pedos, y luego, para obtener un rendimiento máximo en el regodeo y, a pesar de que Carmela y Elenita ya no sabían hacia dónde oler de vergüenza, don Eduardo se nos contorsionó cual gimnasta de país comunista, logrando colocar la nariz en el culo con tal precisión de ojete que yo en otras circunstancias realmente habría aplaudido.
Pero más importante en ese momento era tratar de enterarse de lo que iba diciendo, pues aunque todo era rarísimo, se trataba sin duda de sus últimas palabras y de su muerte, debido precisamente a lo raro que había sido en vida, y con toda seguridad no tardaba en enviarle un postrer mensaje de afecto a mi abuelo o de explicar por qué diablos dejaron de hablarse para siempre, a raíz de aquel famoso pedo madrileño. Carmela y Elenita no habían asistido a la comida aquella del restaurante peruano, o sea que me acompañaron en la difícil empresa de abandonar nuestra delicadeza summum para intentar penetrar en el secreto profundo de aquel olor. Inútil: don Eduardo se regodeaba con un hilito de voz que se ahogaba en su incesante pedorreo y ninguno de los tres logró pegar la oreja por culpa de la nariz.
O sea que sólo Dios lograba escucharlo y sólo Él sabe que a don Eduardo le había caído muy pesada la comida de aquel restaurante peruano de Madrid, en el que pidió anticuchos, ceviche, y ají de gallina, y de postre picarones y suspiros a la limeña. Demasiado para un hombre de su edad, pero era la silenciosa y orgullosa nostalgia de la patria lejana y querida, que luego, al materializarse en una ventosidad cuyo olor a juventud y principios de siglo en Lima era lógico resultado de los ingredientes peruanos de la comida, muy en especial del ají y las otras especias, se convirtió en la flor de la canela y aroma de mixtura que en el pelo llevaba y lo transportaron del puente a la Alameda y en esta última se cruzó nada menos que con Felipe Alzamora, quien, según acababa de contarle mi abuelo, a su regreso de un viaje a Londres que hizo debido a un error de las notas sociales del diario El Comercio de Lima, aunque lo importante es que escribieron bien Go ye neche, Eduardo, acababa de fallecer justo cuando don Eduardo descubría que se había equivocado por completo con don Felipe Alzamora porque de golpe, como esos monstruos de maldad que esconden riquezas mil de ternura por un gatito, don Felipe Alzamora pudo y debió haber sido su mejor amigo y él probablemente hubiese descubierto esa maravillosa verdad si es que el cretino de Rafael de Goyeneche no le hubiera dicho siempre que don Felipe Alzamora, su entrañable y difunto amigo, era un hombre sin edad, motivo por el cual él había exclamado ¡País de mierda!, al abandonar el Perú, y ¡Vida de mierda!, cada vez que el perverso Rafael de Goyeneche, sin duda alguna su peor enemigo, sí, sí, todo en ese pedo se lo decía: el enemigo malo, el diablo en patinete, Rafael de Goyeneche le había hecho creer que don Felipe Alzamora, su llorado y aromático amigo, era un hombre sin edad, por lo cual él, equivocado hasta ese momento, había postergado treinta y cinco años su regreso al Perú y se había ido arruinando en una Europa demasiado cara ya para sus viejas rentas, y todo, sí, todo por temor a cruzarse en la calle con Felipe Alzamora, su maravilloso, su difunto, su ventoso, su mejor amigo, aroma de mixtura y afecto que el viento trae y se lleva para siempre, al mismo tiempo, su entrañable compañero de esta noche de pedo peruano y trágico despertar.
Y sólo Dios sabe que don Eduardo Rosell de Albornoz le envió la más insultante e hiriente carta al señor Rafael de Goyoneche. Y que ni siquiera le dio una explicación cabal del olor y la significación del olor de tan sorprendente descubrimiento, el que le abriría, el que ahora le abría las puertas del amargo retorno al dulce país sin más principios de siglos ni, ya para siempre, don Felipe Alzamora tampoco. Culpable: el cretino de Rafael Goyoneche y su mentira canalla. Don Felipe Alzamora sí tenía edad y ha muerto tan viejo como me estoy muriendo yo.
Y sólo Dios sabe que, habiendo leído atentamente a Marcel Proust, el delicado escritor francés perfecto y olfativo que introdujo una magdalena en su infusión calentita, la sacó, la olió, y recuperó íntegro lo que el viento se llevó y demás trozos de olvidos imperdonables en la maravilla empapadita y aromática de su bizcochito íntimo, don Eduardo comía anticuchos y ceviche y ají de gallina y de postre picarones y suspiros a la limeña, cada jueves, a pesar de su edad, a pesar de sus hijas, y a pesar de todo, con la esperanza de un nuevo pedo, en busca del tiempo perdido o del viento perdido, más bien, en su caso, con el más tierno deseo de un tiempo recobrado como único medio de volver a encontrarse con su viejo amigo don Felipe Alzamora en el ventarrón aquel de aroma denso e intenso que ni las rosas de su jardín podrían darle jamás. Hasta que lo encontró y, en agradecimiento a Proust por la genial idea que le había dado, le llamó magdalena peruana a ese último pedorreo, ya que por su edad, por el atracón que se había pegado, y porque se estaba muriendo, Dios le pagó con creces y hasta con heces.
Carmela y Elenita habían salido disparadas a llamar un médico y yo llevaba varios minutos ahí, mirando los espasmos de don Eduardo. Se nos estaba muriendo, sin duda alguna, pero la verdad es que se le veía tan contento que a mi juicio realmente valía la pena dejarlo morir. Desde luego, nos había ocultado sus últimas palabras soltando un verdadero e interminable rosario de pedos y, de pronto, ahora, una verdadera e interminable andanada más, porque raro como era tuvo que ocultarnos sus últimas palabras como un calamar que se esconde soltando su negra tinta. Y todo esto entre ji ji jís, hasta que por fin se puso boca arriba y siguió soltando sus últimas palabras que ya ni sonido tenían pero que eran muchísimas a juzgar por lo rápido que movía los labios, parecía estarse viviendo una vida entera, don Eduardo, con una expresión radiante que nunca le había visto, y así hasta que con una nueva y rotunda ventosidad inhaló muy hondo, se estiró del todo y también como quien se estira de una vez por todas.
O sea que ya estaba muerto de felicidad cuando llegó el médico y para consolar a Carmela y Elenita les dijo que bastaba con mirar la cara de su papacito para saber que había fallecido sin el menor sufrimiento. Estuve a punto de agregar que hasta había fallecido en olor a ventosidad, pero en ese instante Carmela y Elenita me preguntaron al mismo tiempo si por fin había logrado entender algo de lo que su papacito dijo mientras fueron a llamar al doctor, y yo también les contesté a las dos al mismo tiempo, para no serle infiel a la otra, que se había llevado una enorme cantidad de últimas palabras a la tumba, desgraciadamente, porque ahora cómo íbamos a hacer con mi abuelo que tanto había hecho por su amigo don Eduardo, a cuyo entierro finalmente no asistiría, pero no porque le siguiera guardando rencor más allá de la muerte sino porque él también tuvo que asistir a su entierro el mismo día, y como dijo mi abuelita: Tenía que suceder; era la tercera vez que se tomaba la gimnasia sueca después del desayuno y el pobrecito ni siquiera llegó a decir sus últimas palabras completas porque le dio un ataque de cólera fulminante en medio de todo.
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