Alfredo Echenique - Cuentos

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Pasaron treinta y cinco años antes de que don Eduardo regresara muy venido a menos al Perú. Había convertido su gran casona de Barranco en una especie de quinta, reservándose el jardín del fondo y habilitando con el exquisito gusto de sus hijas el sector que antaño había pertenecido a la servidumbre. El resto le alquila todo, Carmela da clases de francés y Elenita de piano. La verdad, Carmela y Elenita son también bastante raritas, pero ye las quiero muchísimo porque soy un Go ye neche, no un Go yo neche, por Dios santo, y porque ellas son purito Rosell de Albornoz y siempre se ponen rojas como un tomate cuando llego y soy de sexo masculino y como que les da un ataque de nervios cada vez que les entrego el sobre con el dinero porque soy nieto de don Rafael y me dan clases de piano y francés y me cobran aunque sea nieto de don Rafael porque de otra manera don Rafael no permitiría que me dieran clases de nada por nada de este mundo y resulta terrible decirlo pero lo cierto es que hasta hoy no sé de cuál de las dos estoy más profundamente enamorado, por no serle infiel a la otra, y porque las dos son de sexo femenino y juntas me llevan como sesenta años de solteronas y fin de raza, aunque a veces todos pegamos un saltito como unísono porque todos ahí dejamos de ser todo y porque ninguna de las dos sabe cuál de las dos está más profundamente enamorada de mí, por no serle infiel a la otra, y porque no está nada mal tampoco que entre los tres seamos el colmo, pero lo que se dice el colmo, de la delicadeza.

Lo que sí, últimamente he notado que don Eduardo como que quisiera hablarme a pesar de ser tan raro. Pobre don Eduardo. Cultiva su jardín viejo y tristón y con cuánto amor cuida las rosas de su pequeño mundo antiguo. Se nota, a la legua se nota que fue un mundo muy grande y el único que había a principios de siglo y es lógico, perfectamente lógico, que el pelo se le haya puesto así de blanco y de largo y que se descuide el bigote y ande con una barba de tres días cuando Carmela y Elenita lo logran pescar para afeitarlo. Ahora, que entre eso y echarle la culpa de todo a mi abuelo, francamente, no sé. Y lo más triste es que ni siquiera se hablan. Murieron los hermanos Barreda, el jorobado Caso, todos los amigos de juventud y principios de siglo, sólo quedan ellos dos, y es una verdadera lástima saber que de un día a otro se van a morir conversando cada uno con el aroma de sus rosas.

Porque mi abuelo también cultiva su jardín aunque todavía hace gimnasia sueca, para estar menos impresentable que don Eduardo, lo cual, según mi pobre abuela, nada tiene de bueno porque la otra mañana, figúrate tú, tu abuelito se olvidó de hacer sus ejercicios y se tomó íntegro el desayuno y después se olvidó de que acababa de tomar un desayuno y casi le da un colapso por hacer su gimnasia sueca. Pobre Rafael. Debió sentirse a la muerte porque hasta empezó a decir sus últimas palabras. Soñando las empieza a decir a cada rato, pero hasta ahora nunca las había empezado porque se iba a morir.

– Mujer -me dijo el pobrecito-, qué culpa tengo yo de que Felipe Alzamora…

Pero, igualito que cuando sueña, no pudo acabar del colerón que le entró en medio de todo al pobrecito. Imagínate lo desgraciado que hubiera sido. Morirse sin poder ni siquiera terminar de decir sus últimas palabras. No, no hay derecho para que don Eduardo Rosell de Albornoz sea un hombre tan raro.

Ya casi resulta perverso de lo raro que es. Dios no quiera que se nos vaya al infierno de puro raro, pero la verdad es que hay que ser un hombre rarísimo para echarle la culpa de todo a tu abuelito. Y con lo mucho que lo quiere siempre el pobrecito, a pesar de lo de Madrid. Sí, es verdad que en cada viaje que hicimos a París, primero, y a Madrid, después, para ver a don Eduardo y su familia, él le preguntaba qué edad tenía Felipe Alzamora y tu abuelito le respondía siempre lo mismo.

– La verdad, Eduardo, es que Felipe Alzamora es un hombre muy honorable pero…

Y también es verdad que don Eduardo se impacienta mucho.

– Por favor, Rafael, qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora.

Pero es innegable asimismo que tu abuelito le respondió siempre lo mejor que pudo.

– Pues a eso iba, Eduardo; lo que quería decirte es precisamente que Felipe Alzamora, con ser un hombre muy honorable, es una de esas personas que no tienen edad. ¿No recuerdas? Como que no tenía edad cuando tú te viniste a Europa y la verdad es que sigue igual. Hay gente así, Eduardo… Como sin edad… Gente que realmente no tiene edad, por más que uno se la busque. Pero, ¿por qué…?

– ¡Vida de mierda!

– ¡Eduardo, por favor, cómo puedes hablar así! Estoy haciendo milagros para que tus ya menguantes rentas…

E incluso durante el viaje de 1950, en que tuvimos que pasar dos veces por Madrid porque El Comercio se equivocó y publicó en sus notas sociales que don Rafael de Goyeneche (felizmente que lo escribieron bien porque si no a tu abuelito le arruinan el viaje) y su señora esposa, doña Herminia Taboada y Lemos de Goyeneche, habían partido con rumbo a Madrid, París, Roma y Londres, cuando en realidad esa vez nosotros pensábamos volver directamente de Roma a Lima y ni se nos había ocurrido ir a Londres, pero tuvimos que ir porque El Comercio lo decía y después la gente, ya tú sabes. Lo cierto es que eso nos obligó a pasar de nuevo por Madrid, donde acababan de inaugurar un restaurante peruano, y a don Eduardo se le antojó invitarnos y la comida, sería la falta de costumbre o qué sé yo, le cayó pesadísima…

Ésta es la parte en que mi abuelita exclama: ¡Y el pedo, y el pedo de don Eduardo!, y aparece siempre mi abuelo y le da de alaridos porque está terminantemente prohibido mencionar el nombre de ese señor en su casa mientras él viva y ella lo sobreviva, o sea, que no hay manera de averiguar qué tuvo que ver esa ventosidad con la amistad de toda una vida, ni hay manera tampoco de enterarse cuáles son las últimas palabras completas de mi abuelo porque el colerón lo interrumpe cuando las sueña y lo mismo le pasó medio muerto cuando lo de la gimnasia sueca y el desayuno y no, no queda más remedio que esperar a que a alguno de los viejos le dé un colapso completo y entren en una larga agonía con la suficiente dosis de inconsciencia como para que se les rompa la barrera del orgullo y de lo raro y de una vez por todas cuenten lo que pasó.

Pero como he seguido notando que don Eduardo como que quisiera hablarme, he cambiado el horario de mis clases y ya no vengo un día sí y un día no para mis horas de piano y francés. No, ahora vengo a diario y los días pares tengo además doble francés, y los impares doble piano porque así hay cuádruples probabilidades de estar presente cuando pase lo que pase, pase lo que pase, o mejor dicho cuando pase lo que Dios quiera, porque cada día está peor el pobre don Eduardo y, para empezar, ya el jueves perdió por lo menos el reconocimiento porque en vez de cortar una rosa cortó un rosal y cómo lloró el viejito y en medio de todo y del jardín, en mi vida me he sentido tan profundamente enamorado o de Carmela o de Elenita.

– ¡Dios mío! -exclamé-. ¡Cuándo nos moriremos aquí todos para que cesemos por fin de no entender!

Nadie me entendió, por supuesto, aunque de pronto, mientras tratábamos de calmarle la llantina del rosal a don Eduardo y yo dudaba entre Carmela o Elenita, por no serle infiel a la otra, noté que al viejito se le encendía una lucecita en el fondo del alma, porque clarito se le veía en el fondo de ojo de ambos ojos que son el espejo del alma, como todos sabemos, porque aunque eran las once de la mañana y brillaba un sol de verano increíble, don Eduardo como que necesitaba más luz y pidió qué le encendieran todos los focos del jardín y sus hijas se aterraron a punta de no entender nada, pero como Carmela y Elenita están profundamente enamoradas de mí, las dos lo encendieron todo no bien les dije enciendan todo aunque no entiendan nada y por fin se hizo la luz y los tres entramos en ese largo y merecido trance que da el haber alcanzado el summum de la delicadeza por no ser infiel a la otra multidireccionalmente.

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