Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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La luz de la mañana desmintió una parte de las impresiones y las incertidumbres algo fantasmales de la noche anterior. A diferencia del campamento, donde la mirada sólo descubría amplitudes ilimitadas de desolación, y donde el cielo nublado se confundía a lo lejos con la grisura de los páramos, sin más fronteras o puntos de referencia que las alambradas y las torretas de vigilancia, el cuartel era un sitio perfectamente cerrado y ordenado, una arquitectura del todo inteligible, de una racionalidad geométrica: el rectángulo del patio, con el monolito o manolito en el centro justo, en la confluencia de los senderos de grava; las filas idénticas de puertas y ventanas de las compañías y de las dependencias de servicio, la galería, sostenida por columnas, que daba la vuelta al patio, las dos torres frontales, con sus reflectores de vigilancia.

El cuartel era, en sí mismo, como una materialización o visualización de la disciplina militar, del orden absoluto y numérico al que nos sometíamos todos. Las ventanas y las puertas se sucedían en los muros tan rítmicamente como nuestros pasos en los desfiles, y todo tenía un aire menos de marcialidad que de aritmética, una perfección de lugar cerrado, de maqueta o croquis de cuartel. También el tiempo, igual que el espacio, estaba regulado por divisiones y subdivisiones que cuadriculaban nuestras vidas con la precisión de un mecanismo de relojería, pero enseguida se daba uno cuenta de que aquel mecanismo no era angustioso y digital, como el del campamento, sino que se movía con una lentitud de mecanismo primitivo, de artefacto anticuado e hidráulico.

Desde la primera mañana, desde el primer toque de diana y la formación del desayuno, advertía uno que el tiempo en el cuartel pasaba más despacio que en el campamento, y que todas las cosas, debajo de la apariencia impecable del orden, estaban regidas por un principio de lentitud y desgaste, de oculta negligencia, de abotargada duración. A los conejos se nos notaba que lo éramos no sólo en la pusilanimidad y en el empanamiento, sino sobre todo en la rapidez y la exactitud con que cumplíamos las órdenes, en lo poco usados que estaban lo mismo nuestros uniformes que nuestros gestos. Nos habían adiestrado en una angustia de tareas cumplidas al segundo, en la aterradora incertidumbre sobre el minuto próximo, y ahora, al llegar al cuartel, teníamos que aprender exactamente lo contrario, no la máxima rapidez, sino la más inerte lentitud, no el miedo de no saber nunca qué iba a ocurrimos, sino la seguridad letárgica de que todo lo que nos ocurriera en los primeros días iba a seguir repitiéndose sin variaciones perceptibles a lo largo del próximo año.

En el cuartel nos sorprendía el aire de desahogo y desgana con que los veteranos hacían instrucción, sin la rigidez mecánica y asustada que teníamos nosotros, con una dosis mínima de demora en cada gesto, la justa para no atraer un castigo. En el cuartel eran frecuentes las barbas y los uniformes de faena arrugados y sucios, y no se entraba corriendo y atropellándose en el comedor, ni se salía masticando el último bocado. A los superiores, cuando uno se cruzaba con ellos, se los saludaba llevándose la mano derecha al botón de la cinta de la gorra, rozando éste apenas con los dedos extendidos, pero ese gesto, que en el campamento tenía la rigidez crispada de un mecanismo de resortes, en el cuartel se contaminaba de un aire indudable de flojera, y los dedos no llegaban a extenderse del todo ni la cabeza ni el pecho se alzaban, y por supuesto uno no se detenía ni daba un taconazo.

Ahora el arte que nos correspondía aprender no era el de la obediencia instantánea, ni el de la encarnizada competitividad, sino el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros. Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo que se las arreglaban para no dar golpe a todo lo largo de la mili, o para disfrutar más permisos que nadie, y había también escaqueos menores que requerían un grado semejante de astucia y de sabiduría: en la gimnasia alguien se escaqueaba en camiseta y pantalón corto y se iba a dormir mientras los demás sudaban corriendo por el patio; a un oficinista lo mandaban a San Sebastián a comprar cartulinas o gomas de borrar y se escaqueaba para todo el día; el sargento de semana le ordenaba a un arrestado que limpiara los cristales de una ventana, y el trabajo duraba horas y horas, pues cuando no faltaba la balleta [1]era preciso ir a la furrielería en busca de limpia-cristales, y si había suerte y el furriel no estaba escaqueado en otra parte requería un vale de la oficina firmado por el sargento de semana o el cabo de cuartel para entregar el material…

Era la suma de todos aquellos escaqueamientos ínfimos la que daba su ritmo al tiempo del cuartel, y hacía falta tener desde el principio la suerte, la habilidad o el enchufe necesarios para situarse en una posición que facilitara la tarea diaria de escaquearse sin sobresalto ni peligro. Hacía falta, para decirlo en términos militares, que le cayera a uno un buen destino, y esa circunstancia se dilucidaba en los primeros días de nuestra llegada. Había que lograr, informaba Radio Macuto, que lo destinaran a uno a lo que fuera, cualquier cosa menos quedarse en fusilero sin graduación, en carne de maniobra y de garita.

Había quien ya desde el principio sonreía con la suficiencia de los privilegiados, había individuos con gafas y ademanes fluidos que aseguraban que irían destinados a la plana mayor del batallón, sugiriendo parentescos o influencias que a los demás nos degradaban al rencor de la envidia. Había cocineros que tenían garantizado de antemano un estupendo porvenir en la cocina de oficiales, y médicos que se sabían destinados a no dar golpe y a repartir aspirinas en el botiquín. Los músicos esperaban con tranquila paciencia la hora de incorporarse al escaqueo perpetuo de la banda, y los casados o enfermos vivían en la expectación dolorosa de que les llegara la licencia. Pero los demás, casi todos, aguardábamos a que nos seleccionaran para algo con más temor que esperanza, y mientras tanto procurábamos aprender a escaquearnos, sustrayendo minutos a las obligaciones como rateros que distraen sin demasiada habilidad unas pocas monedas, esperando, aguantando, habituándonos gradualmente a la particular lentitud del tiempo, igual que si nos acostumbráramos a un clima más caliente o a un exceso de altura.

Nos hacían formar, a los recién llegados, nos clasificaban, nos numeraban, nos distribuían según normas misteriosas, variables y seguramente arbitrarias, nos pasaban lista, nos llevaban a un aula con pupitres de formica para rellenar impresos multicopiados con datos que ya habíamos escrito docenas de veces desde que ingresamos en el Ejército. En el apartado de Estudios yo resaltaba siempre mi licenciatura universitaria, con la tonta esperanza de que eso me deparase alguna ventaja, y en el de habilidades especiales consignaba mis conocimientos de mecanografía y de idiomas, exagerándolos con una mezcla de oportunismo y de absurda vanidad.

Aguardábamos en filas, en posición de descanso, contestábamos presente poniéndonos firmes cada vez que era pronunciado nuestro nombre, y al oírlo siempre nos estremecíamos de miedo y también de esperanza, pues no sabíamos nunca si nos estaban designando para un castigo o para un privilegio. En voz baja se murmuraba que a una parte de nosotros los destinarían a la Legión, por falta de voluntarios, o que a los que hubieran obtenido las puntuaciones más altas en tiro durante el campamento los destinarían a los convoyes de escolta de los mandos superiores, o que iban a licenciar a un cierto número de soldados, por exceso de cupo… Radio Macuto estaba emitiendo siempre, y como en el cuartel, durante los primeros días, las zonas de incertidumbre eran tan anchas, y el tiempo tan desocupado y tan lento, los boletines informativos del rumor y del chisme no conocían tregua. Nos formaban en el patio después de comer, en tardes soleadas y tibias que nos sumían en pesados trances de siesta, y un sargento o un cabo furriel nos indicaban que los soldados cuyos nombres fuesen leídos a continuación debían dar un paso al frente, o a la derecha o a la izquierda, y eso ya nos sometía a una angustiosa expectativa. Cada nombre que era leído provocaba un movimiento brusco en las filas de la compañía, alguien que se ponía firmes, que se golpeaba los costados con las manos abiertas, que gritaba presente y daba un paso a la derecha o a la izquierda pisoteando la grava con las suelas de las botas, quedándose, en cierto modo, a la intemperie, más vulnerable que los otros, inapelablemente elegido, aunque no supiese para qué. La lista de nombres de pronto se interrumpía, y los incluidos en ella eran llevados en formación a alguna parte que los demás ignoraban, sustituyendo el desconocimiento por las hipótesis absurdas o las suposiciones disimuladas de certezas:

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