Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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El anochecer del primer domingo militar, a la salida de los cines, era un recuerdo y una profecía, un resumen de los domingos más tristes de la infancia y de la adolescencia y el vaticinio de todos los anocheceres de domingo que vendrían después, no sólo en el ejército, sino en la inimaginable vida de libertad a la que regresaríamos cuando aquello terminara, cuando fueran pasando los años y se volviera lejano el recuerdo de la mili. Incluso ahora, en el futuro de catorce años después en el que escribo, no hay domingo que no se me haga un poco lúgubre a medida que anochece, sobre todo si he cometido la imprudencia de entrar en un cine cuando aún era de día, o si en un bar o en la radio de un taxi escucho los anuncios de coñac y las voces lejanas y acuciantes de los locutores deportivos transmitiendo en directo algún partido de máxima rivalidad provincial.

Uno de los mayores misterios de la vida es el de la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde: yo ni siquiera lo fui la tarde del domingo en que juré bandera, cuando viajaba hacia el sur en un autocar lleno de soldados para disfrutar el permiso de una semana que nos daban antes de incorporarnos al cuartel. No podía creerme que había terminado el campamento, que no vería nunca más los barracones y las alambradas, el páramo invernal de las afueras de Vitoria. De domingo a domingo se dilataba ante mí un tesoro incalculable y acuciado de tiempo, un reino de libertad de seis días que iba a acabar como empezaba, en otro anochecer de carreteras que atravesaban paisajes despoblados y noticiarios futbolísticos en los altavoces del autocar. Pero entonces no viajaría a Vitoria, sino más lejos, hacia el norte, a San Sebastián, y ya no iba a ser un recluta, sino un soldado de Infantería, un miembro del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67. Ardor guerrero vibra en nuestras voces, decía el himno, y de amor patrio henchido el corazón…

IX.

El cuartel era un edificio con torreones de ladrillo al otro lado del río, un río ancho y lento, cenagoso, del que ascendía una niebla húmeda, un olor muy denso a vegetación, a limo, a aguas corruptas, a tierra y hojas empapadas, a lluvia, el olor del norte, que para muchos de nosotros, venidos del secano, constituía un misterio y una novedad. El río, a medianoche, iluminado sólo por las farolas del puente que aún no habíamos empezado a cruzar, era también una frontera y un foso, un río abstracto, todavía sin nombre, un río silencioso y oscuro entre dos orillas borradas por una espesura de helechos, y sobre él, por encima de la niebla, que volvían amarillenta o rojiza los faroles del puente, tras un muro de árboles, se veía el mástil de la bandera y la fachada del cuartel, las torres con sus ventanas enrejadas y a oscuras, todo con una imprecisión nocturna que exageraba dimensiones y efectos, como un aguafuerte romántico o un decorado tenebroso de ópera, el puente con los globos amarillos de los faroles, las arboledas estremecidas por la brisa que venía del mar, la niebla, la oscuridad húmeda, las garitas donde montaban guardia soldados con las caras cubiertas por pasamontañas, la luz escasa que provenía de los portalones del cuartel, que acababan de abrirse para recibirnos.

Habíamos llegado a San Sebastián, al barrio de Loyola, nos habíamos bajado de los autobuses a este lado del río, nos alineábamos sobre el puente, buscábamos nuestra documentación militar, hablábamos en voz baja, rodeados por nuestro propio rumor de multitud acobardada, si bien ya no éramos del todo vulnerables, pues teníamos la veteranía del campamento y la jura de bandera, una veteranía escasa, pero no desdeñable, una ventaja de seis semanas sobre los nuevos reclutas que ahora estarían llegando a Vitoria, aún con ropas civiles, asustados, empanados, perteneciendo de pronto a otra categoría de la especie militar, la más ínfima, la única que estaba por debajo de la nuestra.

Nosotros ya sabíamos saludar y disparar, ir a paso ligero o a paso de maniobra, armar y desarmar el cetme, gritar aire al final de cada formación, llamar usía a un coronel y vuecencia a un general, discernir instantáneamente el número de estrellas en una bocamanga y el número de puntas de cada estrella, defender a codazos y a patadas nuestro turno para comprar un bocadillo y un refresco en medio del mogollón del Hogar del Soldado, envolvernos los calcetines dobles en plástico y en hojas de periódico para que los pies no se nos helaran: cada día tachado en el calendario había sido una victoria, un paso más hacia la sumisión y el probable encanallamiento, cada astucia aprendida un arma nueva para sobrevivir, y el día de la Jura de bandera y de la partida de Vitoria había tenido algo de punto final, pero ahora, en la medianoche de nuestra llegada al cuartel, teníamos en el fondo casi tanto miedo como cuando llegamos al campamento, y ya empezaban a alejársenos los recuerdos de los pocos días que acabábamos de pasar en libertad y los paisajes ahora remotos a los que pertenecíamos, ya se nos desvanecían en la uniformidad caqui y verde oscuro a la que regresábamos los colores de la vida civil.

Nos dábamos cuenta de que estábamos empezando de nuevo, y aquel edificio de ladrillo al otro lado del río era un enigma absoluto, un castillo de irás y no volverás, tan sumergido en la oscuridad y en la niebla densa y húmeda del Cantábrico como en los rumores difundidos por la ignorancia, por las confusas sabidurías soldadescas, toda una tradición oral de advertencias y peligros. Íbamos a vivir un año entero en el interior de aquellos muros, y que nos hubieran destinado allí ya era en parte una desgracia, un infortunio añadido al de haber comenzado la mili en Vitoria, pero ya iba acostumbrándome yo a que en el ejército me tocaran las peores posibilidades de la mala suerte, no como a otros, los felices enchufados que después del campamento habían sido destinados a Burgos, a las oficinas señoriales de la Capitanía general, o a Pamplona, donde se contaba que la disciplina militar era más bien relajada y que hacía un clima delicioso, o a la paradisíaca Logroño, donde jamás había atentados terroristas ni peligro de estado de excepción.

Se podía no tener enchufe y merecer sin embargo algún golpe de buena suerte, pero el mío estaba claro que era un caso imposible, pues además de carecer de cualquier influencia a la que arrimarme siempre acababa en lo peor, y lo peor, decía Radio Macuto, era que lo destinaran a uno a Infantería y a San Sebastián, y dentro de San Sebastián a aquel cuartel de Cazadores de Montaña -de nombre, por cierto, tan sugerente como amenazador- frente a cuyas puertas ahora estábamos formando, después de la medianoche, agotados al cabo de tantas horas de viaje en autocar, asustados y hambrientos: había algo más funesto aún, un último círculo de la mala suerte, se murmuraba en nuestras filas, conforme nos íbamos aproximando al cuerpo de guardia, a la oficina donde un sargento examinaba la documentación de los recién llegados, y era que dentro del cuartel le tocara a uno la segunda compañía, la más dura de todas, la que se encargaba en exclusiva de hacer las guardias.

Aquellos soldados inmóviles a ambos lados del puente, con las caras ocultas tras los pasamontañas y las manos enguantadas apoyándose en el cañón y en la culata del cetme, que les colgaba de los hombros, en una postura menos marcial que cinematográfica, pertenecían a ella, a la segunda, y también aquellos cuyos ojos veíamos asomar por las mirillas de las garitas, vigilándonos, viéndonos acercarnos en fila y uno a uno a la entrada del cuartel, al vestíbulo donde estaba el cuerpo de guardia y donde había un banco muy largo apoyado contra la pared en el que dormitaban mano sobre mano una media docena de soldados, los arrestados a Prevención, a la Preve, que si el oficial de guardia era benévolo podrían irse al cabo de un rato a dormir a sus compañías, pero que en caso contrario pasarían la noche entera allí, sentados en el banco, como en un velatorio, durmiéndose cada uno sobre el hombro de otro, roncando con la boca abierta, poniéndose firmes de un salto si al oficial de guardia le daba por ordenarlo.

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