Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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– Ésos lo llevan claro: van a limpiar retretes.

– Son enchufados, seguro que los mandan de oficinistas al gobierno militar.

– Van a hacerles un reconocimiento médico.

– Son testigos de Jehová. Seguramente van a licenciarlos porque su religión les prohíbe llevar armas.

Desaparecían, y regresaban al cabo de minutos o de horas, sin contar nada preciso, como enfermos a quienes el médico no les ha dado un diagnóstico claro. Desaparecían o desaparecíamos, porque una vez mi nombre también estuvo en una de esas listas, y temblé igual que los demás (o más que muchos de ellos, pues no creo que me deba incluir entre los menos cobardes), pensando que ahora sí que iban a darme un puesto de oficinista o de intérprete o que se habían enterado de mi récord inverso durante los ejercicios de tiro y me iban a devolver al campamento. El miedo más radical estaba siempre dentro de uno, aletargado en las horas o días de aburrimiento, dispuesto siempre a irrumpir con rápida crudeza, como un dolor que desaparece y casi se olvida hasta que de pronto vuelve su punzada: me quedaba distraído en el patio, fumando un cigarro mientras esperaba a que me llamaran para una prueba de mecanografía, en uno de aquellos paréntesis de tiempo baldío a los que aún no me acostumbraba, y de pronto oía un grito, y regresaba al mundo y alzaba los ojos y era que alguien con galones en la bocamanga me estaba maldiciendo porque yo no lo había saludado cuando pasaba junto a mí, y yo tiraba el cigarro y me ponía firme y me ardía la cara, me llevaba la mano derecha a la gorra, murmuraba, a la orden, y aquel tipo me gritaba que lo repitiera más alto, a la orden qué, decía, y entonces yo me daba cuenta de que ni siquiera se trataba de un sargento, sino de un cabo primero, a la orden, mi primero, y el tipo apretaba el puño y me golpeaba con una especie de suave o cautelosa crueldad en el centro del pecho, ten cuidado conmigo, ten cuidado conmigo porque si no lo llevas claro: se erguía, se calaba aún más la gorra sobre los ojos, me miraba de un modo que me hacía acordarme de la mirada de Clint Eastwood en algún polvoriento spaguetti western, daba la vuelta, con las manos a la espalda, y se alejaba a grandes zancadas, haciendo como que no oía las burlas y hasta las risas mal contenidas de los veteranos.

Era el idiota del cuartel, supe enseguida, un militar vocacional, un reenganchado, el Chusqui, un chusquero, un atravesado y una mala bestia, el cabo primero de la Policía Militar. Era una sabandija, era más bajo y seguramente tenía menos años que yo, pero no por eso a mí me había asustado menos, y si la tomaba conmigo podía amargarme un año entero de mi vida, con aquella potestad aterradora e impune de la que se investía cualquiera que ostentase un grado mínimo de autoridad, un miserable galón rojo y amarillo de cabo primero. Estaba recuperándome todavía de aquel amargo sobresalto cuando de nuevo el corazón me dio un vuelco en el pecho: alguien gritaba mi nombre, porque me había llegado el turno para la prueba decisiva de mecanografía.

X.

El nombre había sido casi lo que más impresión hacía de aquel Regimiento, Cazadores de Montaña, que cuando lo leí por primera vez, aún en Vitoria, en la tarjeta que me dieron el día antes de la jura de bandera, me sugirió novelesca y amenazadoramente una fortificación en la ladera o en la cima de alguna montaña, en los Pirineos, en la linde con Francia, a donde el regimiento fue enviado un poco después de que yo me licenciara, por cierto, con la misión, decían, de impermeabilizar la frontera, de vigilarla para que no se infiltraran a este lado los comandos etarras que por aquellos años se daban una vida tan regalada en el país vasco-francés.

Cuando lo supe, ya relativamente a salvo del ejército, pero desorientado todavía en la vida civil, me pregunté qué clase de impermeabilización, palabra ya en sí laboriosa, habrían podido llevar a cabo mis compañeros de armas en las estribaciones boscosas de los Pirineos, con sus cetmes viejos, que o se disparaban solos y mataban a alguien o se quedaban encasquillados o tenían tan torcido el punto de mira que jamás daban en el blanco, con la costumbre inveterada del apoltronamiento y del escaqueo, compartida universalmente por mandos y soldados, que nos convertía a todos en una máquina formidable de ineptitudes y desastres.

A quienes decidieron aquella misión, en la que yo me salvé por unas pocas semanas de participar, a los altos cargos del Ministerio de Defensa o de la Capitanía General de Burgos, les debió de pasar como a mí, que se dejaron seducir por el largo nombre épico de la guarnición, Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antiguo Tercio Viejo de Sicilia, lo cual sugería al mismo tiempo los heroísmos de los tercios de Flandes y una modernidad de fuerzas de intervención inmediata, de comandos alpinos, de escaladores y esquiadores buscando al enemigo por los precipicios de los Pirineos, combatiendo con sagacidad y nervio guerrillero a los canallas impunes que bajaban de Biarritz o de San Juan de Luz por una cómoda autopista sin controles aduaneros y mataban a alguien en San Sebastián de un tiro en la cabeza, lo dejaban desangrándose en una acera ancha y transitada, huían tranquilamente a pie hacia el coche y volvían a casa a tiempo para el sano poteo con la cuadrilla y la cena en familia, durante la cual verían tal vez la noticia ya rutinaria del atentado en los telediarios españoles, tan confortables ellos en sus destierros en el sur de Francia, en Iparralde, donde se acogían al estatuto de refugiados políticos.

Pero en lo único que se nos notaba a los Cazadores de Montaña que lo éramos era en el uniforme de franela verde oscuro y en las botas de suela más gruesa de lo normal que nos daban en invierno, y quizás también en una propensión montañera a las barbas feraces, lo mismo entre los soldados que entre los oficiales: en el cuartel, la democracia y la constitución se notaban sobre todo en que estaban permitidas las barbas, y lo cierto era que en el Hogar del Soldado o en la sala de oficiales se veían más rostros barbudos que en una facultad de ciencias políticas o en un bar de Herri Batasuna.

Si en el campamento habíamos ido disfrazados de reclutas tristes de posguerra, en el cuartel nos disfrazaban de cazadores de montaña, y es posible que la sola fuerza del nombre y del uniforme, de la franela espesa para resistir el frío y de las botas con suela de neumático para escalar riscos y pisar nieve helada, impulsara a nuestros superiores a enviarnos de vez en cuando a una montaña de verdad, no por ningún motivo práctico, pues aún no se le había ocurrido a nadie en Madrid o en Burgos que aquel regimiento pudiera tener alguna utilidad militar, sino cumpliendo el principio de irrealidad claustrofóbica y reglamentada en el que todos vivíamos, no sólo los mandos, sino también los soldados, a los que se nos contagiaba sin que nos diéramos cuenta una parte degradada y residual de las fantasmagorías castrenses.

Había, pues, una montaña, de la misma manera que había un cuartel y un monolito, y la instrucción de los cazadores de montaña no estaba completa hasta que no ascendían a ella. De modo que una de nuestras primeras noches en el cuartel, durante la formación de retreta, cuando todas las compañías se alineaban geométricamente en torno al monolito o manolito, también llamado monumento a los Caídos, que era el tótem corintio de nuestros heroísmos guerreros, el sargento de semana, después de pasarnos lista, leer los servicios y las efemérides (en las que nunca faltaba, por cierto, la de alguna hazaña del ya extinto caudillo), el menú del día siguiente y el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, y antes de que la orden de rompan filas provocara en nosotros el grito ritual de alegría (¡aireeee!) y la estampida hacia los dormitorios, nos comunicó a los nuevos, no sin una sonrisa de condescendiente sadismo, que nos fuéramos preparando, porque a la mañana siguiente marchábamos de maniobras a nuestra montaña particular, que se llamaba Jaizkibel y venía a ser, como el cuartel, una isla de soberanía militar y española en medio de la hostilidad del País Vasco. Cerca de mí se oyó murmurar la voz de un veterano:

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