Antonio Molina - Ardor guerrero
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– A mí me jodería.
Esa era otra frase acuñada del idioma militar, y servía de réplica en un número inusitadamente amplio de circunstancias, siempre que a alguien le ocurría algún desastre o contratiempo del que uno, por casualidad o por astucia, se había escapado. Era una expresión a medias de alivio y a medias de burla hacia las desgracias de otro, y aunque muchos de los recién llegados la usaban en realidad formaba parte de las prerrogativas verbales de los veteranos, los cuales, en su grado más alto, el de bisabuelos, adquirían también el derecho casi nobiliario a hablar de sí mismos en tercera persona:
– El bisa va a sobar a la piltra -anunciaba uno, bostezando y rascándose la nuca debajo de la gorra mugrienta, y se retiraba a su camareta con una dignidad perdularia, seguido por las miradas admirativas de los nuevos, que tomaban nota de cada una de las palabras usadas por el veterano, a fin de incorporarlas al propio idioma y usarlas cuanto antes para humillar a los que llegaran tras ellos.
– A ver, conejo, cuánta mili te queda.
– Más o menos un año…
– A mí me jodería.
Tal como había anunciado el sargento, a la mañana siguiente, a las ocho, después del desayuno, que al menos era más sustancioso y sosegado que el del campamento, los padres, abuelos y bisabuelos de la compañía que estaban fuera de servicio se dieron el gusto de ver cómo los conejos nos preparábamos para salir de maniobras, para cumplir en la temible montaña de Jaizkibel, de la que todo el mundo contaba barbaridades, nuestro destino de cazadores de montaña. Nos hablaban de vientos homicidas que derribaban a los hombres durante las escaladas y de tormentas de nieve en medio de las cuales se extraviaban soldados inexpertos que aparecían luego congelados. Se afanaba uno preparando su equipo de guerra, el que le acababan de asignar, la mochila, el saco de dormir, los cubiertos, la bandeja de estaño, los vasos y platos de metal, que nos envolvían en un ruido de buhoneros, el casco, que no nos habíamos puesto nunca, y que tendía a estarnos demasiado grande y a bailarnos lastimosamente en la cabeza, los cargadores, el cetme completo, al que ya todos llamábamos el chopo, el machete, la ropa de invierno, para no morirnos de frío en la cima de aquella montaña, las camisetas de felpa, los calcetines de lana picante, los pijamas de franela traídos de nuestras casas. Los cabos y los cabos primeros llevaban subfusiles, o metralletas, según la terminología ignorante de la población civil, y los oficinistas, por algún motivo misterioso, iban a la temible montaña armados con pistolas, pero pistolas de madera, rudamente talladas y barnizadas y enfundadas en las pistoleras que se ataban al cinto.
Los cabos, los cabos primeros y los sargentos pasaban ladrando órdenes entre las camaretas, en la furrielería y en la armería se agolpaba un tumulto de soldados en busca de armas o de municiones o de cascos. La urgencia se volvía angustiosa, como antes de la jura, había que ordenarlo y que guardarlo todo y a mí todo se me perdía y se me acababan los minutos antes de bajar a formación. Ya estaba sonando la corneta y yo aún no había pasado los cordones por las hebillas infinitas de mis botas nuevas de montaña, pero ese toque no era para nosotros, me tranquilizaba, reconocía sus notas, que estaban anunciando la llegada del coronel al acuartelamiento. A lo mejor un veterano que andaba escaqueado con una escoba y un recogedor por las honduras de las camaretas se me quedaba mirando, siguiendo con los ojos mis carreras de un sitio para otro, de la taquilla a la mochila, y murmuraba como una condolencia, rascándose la barba o la nuca:
– ¿Adonde vas con tanta prisa, conejo?
– A Jaizkibel.
– A mí me jodería.
Y a mí también, y a todos, supongo, salvo a algunos perturbados y algunos fanáticos, como el Chusqui, aquel cabo primero vocacional que se había reenganchado al terminar su mili y que era tan bruto que nunca aprobaba los exámenes de ingreso en la academia de sargentos. El Chusqui, algunos tenientes y capitanes jóvenes, algunos sargentos atléticos y chulescos que ostentaban pequeñas banderitas españolas en las correas de los relojes, agradecían la llegada de las maniobras, de la subida a Jaizkibel, como una liberación de la rutina cuartelaria, del encierro nada heroico en el que vivían los militares en San Sebastián, rodeados por un paisaje que para la mayor parte de ellos era extraño y de una población hostil, amenazados, en peligro siempre de recibir un tiro o de saltar por los aires al encender por la mañana el contacto del coche. Si la vida militar era la preparación y la espera de algo que nunca sucedía, las maniobras tenían para los oficiales y los sargentos más jóvenes o más fervientes como un grado mayor de aproximación a la guerra, y allá se los veía excitados y enérgicos por el patio, apenas reconocibles todavía para mí, no individualizados, resumidos en la apostura idéntica, en los gritos, en los ademanes de las órdenes, frenéticos y extraviados en el desorden que ellos mismos agravaban con sus interjecciones, tratando de organizar aquel escándalo de compañías que formaban con todos los pertrechos, de camiones y jeeps que no acababan de alinearse, de piezas de artillería ligera, de remolques con la cocina de campaña, de mulos, mulos antiguos y tranquilos que cargaban las ametralladoras desmontadas y las cajas de municiones, mulos grandes y fuertes, como en la batalla del Ebro, como en la del Marne, imagino, sólo que a finales de 1979, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, antes llamado Tercio Viejo de Sicilia, parte del cual se disponía a salir de maniobras en una mañana húmeda y luminosa de diciembre con el mismo imponente despliegue de soldados, armas y vehículos que si se dirigiera hacia un campo de batalla, a la confrontación sanguinaria y heroica en la que la Infantería cargaba siempre con la parte más dura, pero también la más gloriosa, la definitiva, la que decidía, a pesar de todos los avances tecnológicos, el curso de una guerra.
Y allí íbamos nosotros, infantes o conejos, obedeciendo órdenes con prontitud desorientada y mecánica, firmes, ar, de frente, ar, derecha, ar, paso de maniobra, ar, cargados como buhoneros, lentos como galápagos bajo el peso de las mochilas y los cetmes, desfilando delante del coronel al son del himno que tocaba la banda, ardor guerrero vibra en nuestras voces, nosotros, la fiel infantería, la celebrada carne de cañón, subiendo a los camiones que ya temblaban con los motores en marcha y nos sofocaban de humo negro, porque también eran camiones viejos, aunque no de la batalla del Ebro ni de la del Marne, pero sí de muy ruidosos mecanismos, con los frenos inseguros y la suspensión inexistente, camiones altos, con una aterradora propensión a volcar en las curvas, o al menos a inclinarse cortándonos la respiración, sobre todo si los soldados veteranos que los conducían daban en la gracia de asustar a los pelotones de conejos que viajábamos en ellos, amontonados como ovejas, sentados bajo las lonas con remiendos sosteniendo nuestros fusiles entre las piernas y viéndonos ridículos los unos a los otros con nuestros cascos torcidos y también anacrónicos, pues su forma era idéntica a la de los cascos alemanes de la Segunda Guerra Mundial…
Era nuestro segundo o tercer día en el cuartel y el primero en que salíamos más allá de los muros de ladrillo y de los portalones herrados, de modo que el paisaje que vimos al cruzar el puente sobre el río me pareció casi desconocido a la luz de la mañana. Aún quedaban rastros de niebla en el aire, una opacidad parda y azulada en las orillas boscosas, pero hacía una mañana magnífica de luz invernal, y en las laderas verdes y suaves de los cerros se levantaba un vapor de tierra fértil, como de estiércol calentado por el sol. Algunas veces olía intensamente a mar y se escuchaban sobre nuestras cabezas graznidos y aleteos de gaviotas que volaban hacia el interior siguiendo el cauce del río.
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