Antonio Molina - Ardor guerrero
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– Lo que hay que tomar en la Zapa es un urtain.
El urtain, lo mismo por su tamaño que por su composición y su textura, era más que un plato el sueño materializado del hambre, como los jamones y los pavos que soñaba Carpanta en los tebeos: dos chuletas de cerdo a la parrilla, dos huevos fritos, una montaña de patatas fritas, pan, vino, gaseosa y postre, todo por ciento cincuenta pesetas, en algún comedor angosto y populoso de reclutas, con la televisión a todo volumen, con el aire espeso de olores de cocina y seguramente también de olores cuartelarios, los que traíamos nosotros, los que pertenecían a nuestra propia falta de higiene personal y los que habíamos heredado de la mugre de otros, los soldados cuyos tres cuartos y uniformes de domingo llevábamos nosotros ahora.
Comerse un urtain, el primero de todos, después de una semana de soportar el rancho del campamento, constituía un delirio de gula, aunque ni los huevos ni la carne fueran demasiado frescos y las patatas estuvieran refritas. En la imaginación cuartelaria, en los paraísos artificiales que todos acabábamos compartiendo, el sueño del urtain se situaba en una posición tan de privilegio como el sueño de la novia con la que se iban a satisfacer las más desatadas ambiciones carnales durante el permiso de la jura. El urtain, la novia a la que se llamaba por teléfono los fines de semana y a la que se le escribían cartas laboriosas y sentimentales en hojas de papel rayado, las mujeres innominadas y desnudas que aparecían en las revistas pornográficas, las borracheras de cubata de ron en alguna discoteca, en el curso de las cuales alguna chica carnosa y ardiente se daría el lote con uno de nosotros: esos eran los sueños del recluta, manifestados en voz alta, exagerados por el exhibicionismo, por la simple y mecánica competitividad masculina en un lugar disciplinario y cerrado, y muchos los repetían por imitación, y otros por un simulacro de hombría y orgullo, y al final, cuando llegaba el domingo, todos salíamos a la calle tan idénticos en nuestros sueños como en nuestros uniformes, y algún tímido, que jamás en su vida se atrevió a mirar a una mujer en Vitoria, se apartaba unos pasos del grupo de reclutas y le decía a alguna un piropo, un piropo lamentable, entre cobarde y jactancioso, que seguramente ya era antiguo cuando mis tíos o mi padre se fueron a la mili:
– Como te dé un beso a pulso se te caen las bragas a plomo.
– Eso es un cuerpo, y no el de la Guardia Civil.
– No vayas por el sol, bombón, que te derrites…
Llegábamos a Vitoria en una turba cimarrona, en una chusma mestiza de orígenes y acentos, rapados, renegridos, con nuestras gorras absurdas y nuestros tres cuartos arrugados como harapos, sucios y vulgares, representando sin duda lo más lamentable del mundo exterior en aquella ciudad en la que parecía unirse la condición administrativa y levítica de las capitales de provincia castellanas con la altanería y la oficialidad del gobierno vasco recién instalado (unas semanas después de que llegáramos nosotros al campamento se había aprobado en referéndum el estatuto de autonomía).
Éramos la encarnación populosa de las peores pesadillas del nacionalismo euskaldun, una invasión de pobres, de desmedrados campesinos extremeños, jiennenses o canarios que sólo entonces habían salido de sus pueblos, y que gracias al ejército español estaban viendo mundo y aprendían a fumar porros y a usar la jerga de la droga y las cárceles. Nuestra condición de chusma gregaria y marginal nos empujaba a agruparnos instintivamente en el gueto soldadesco de la Zapatería y la Cuchillería, por donde apenas iba gente de paisano, igual que en los barrios para negros o turcos de las desalmadas capitales europeas apenas se ven caras de piel blanca. Salíamos huyendo del recinto militar y acabábamos hacinándonos en calles y bares donde sólo había reclutas, y el humo de los restaurantes baratos donde se asaban las chuletas de los urtain nos atraía y nos identificaba como los olores a guisos y las músicas africanas o árabes en un suburbio de París.
En el juego de aprendizajes y de olvidos que determinaba nuestra instrucción militar una de las cosas que habíamos olvidado primero eran los buenos modales en las comidas, así que la mayor parte de nosotros, salvo unos pocos exquisitos definitivos, comíamos haciendo toda clase de ruidos de masticación y deglución y hablábamos con la boca llena, ayudándonos sonoramente del tinto con gaseosa para bajar los colosales bocados de chuleta de cerdo y las sopas de huevo frito que engullíamos. El calor de la comida, del vino y del coñac, el sofoco de los comedores pequeños y poco ventilados, llenos de humo y de voces, nos producían una mezcla de excitación nerviosa y de invencible somnolencia, la somnolencia dulce y embrutecida del hartazgo, y después de comer solíamos irnos al cine, aún de día, a una hora infantil, las cuatro de la tarde, porque no teníamos otra cosa que hacer y estábamos ya cansados de dar vueltas por Vitoria, aquella ciudad de cielo gris y mujeres demasiado bien vestidas y con caras severas que a muchos nos producían una timidez exagerada por el miedo al ridículo que también era parecida a las timideces de la adolescencia: el uniforme nos resultaba ahora tan vejatorio como los granos en la cara diez años antes.
Llegábamos al cine sin darnos cuenta todavía de que estábamos repitiendo el primer paso en el ritual de la desolación de los domingos: no calculábamos que cuando saliéramos ya sería de noche, ya tendríamos que ir pensando en volver al cuartel, y no sólo porque se acercaba la hora de retreta, sino por un motivo más melancólico aún, porque no teníamos absolutamente nada que hacer, porque se oían en todas partes los resultados de los partidos de fútbol en los transistores y nos faltaban ánimos o dinero para entrar en las cafeterías, en esos bares desiertos y demasiado iluminados de los domingos por la noche.
El primer domingo de mi cautiverio militar yo vi la película Hair de la que recuerdo confusamente que trataba de hippies y de soldados que mueren en la guerra de Vietnam, pero cuya música, que me gustaba mucho, permanece muy clara en mi memoria. Age of Acuario y Let the sunshine in, dos canciones que se habían escuchado mucho en la radio cuando yo tenía trece o catorce años y que alcanzaron de nuevo una gloria fugaz gracias a aquella película, traían una emoción de rebeliones y desobediencias lejanas, con toda su tontería y todo su entusiasmo, con su magnífica alegría coral y su misticismo astrológico, y en la butaca del cine, aquella tarde de domingo, a mí se me formaba un nudo en la garganta y me venían las lágrimas a los ojos, y como estaba en la oscuridad, y a salvo por tanto del ridículo, me permití llorar un rato, debilidad ésta a la que un número sorprendente de personas suele abandonarse en los cines.
Habría muchos domingos así, los domingos innumerables del ejército, tan parecidos entre sí, tan idénticos en la memoria, convertidos en un puro sentimiento de amargura y desamparo, de incierta decepción, la decepción del día que tanto pareció prometer y no condujo a nada, tan sólo a la caída de la noche, al regreso desganado o angustioso primero al campamento y luego al cuartel, la sensación de haber entrado al cine cuando aún era de día y de salir en plena oscuridad, como si el tiempo nos hubiera estafado mientras veíamos tontamente una película, como si hubiera ocurrido mientras tanto un cataclismo, el de la extinción de la luz diurna.
En las ciudades con acuartelamientos la noche del domingo tiene un dramatismo particular, como una mayor densidad de las sombras nocturnas, un contraste más fuerte entre la claridad y la oscuridad, entre las luces blancas de las farolas y la tiniebla de los descampados y de las calles suburbiales por las que corren los soldados en dirección al cuartel unos minutos antes del toque de retreta, arrancados de los bares o de los cines, de la vida común, borrachos todavía, lentos y turbios de hachís, exaltados por las horas de libertad, conversando o cantando canciones soeces mientras corren, deteniéndose a encender cigarrillos, a terminar de abotonarse una guerrera, mirando el reloj con un miedo invencible al arresto, a que empiece a sonar la corneta y ellos la oigan todavía de lejos.
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