Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides

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Y se bajó del auto como la mujer más digna que jamás haya visto, digna y orgullosa: de su marido, de su pasado, y llena de esperanzas de limpiar al fin su nombre.

¿Cuánto tiempo llevas, Blanca, siendo cómplice de historias de horror y borrándolas luego de tu memoria para dormir tranquila, para no pelear con Juan Luis, para trabajar intacta en tus beneficencias, para seguir como siempre, sin un conflicto, viviendo en esa familia tuya, aferrada a su espléndida levedad?

Para que la próxima vez que Pía te diga, con cara de hermana mayor con trotadora, «Sofía no tiene ningún sentido de las conveniencias», tú puedas seguir asintiendo.

Las evidencias te enrostran, no te dejan salida. Sin embargo, tú continúas con el discurso ese: Victoria sí, el país no.

¿El Gringo te ha contado que nunca se duerme sin recordar los ojos de su amigo cuando moría a su lado? Si no te lo ha contado, podrías sospecharlo.

Por favor, deja fuera las consideraciones políticas u ideológicas que tanto detestas. Se trata de humanidad. Yo sé que el Gringo te habla a ti en otro lenguaje. El Gringo nunca usa términos políticos como lo hacemos Victoria y yo. Lo concreto de tal lenguaje le parece casi procaz, viviendo él en la sutileza o la sofisticación de sus libros. O quizás se siente amenazado si lo sacan de la abstracción.

De todos modos, Blanca, no importa qué lenguaje hable el Gringo contigo. Tú sabes lo que él vivió, una experiencia límite: la tortura. Sé que has decidido eliminar esa palabra de tu léxico. Si no la conocías antes, menos quieres conocerla ahora. Pero existe.

Ese hombre que amas fue sometido a una experiencia extrema de dolor físico y síquico con el objeto de quebrarlo. Es mentira, Blanca, que lo primordial de la tortura sea sacar información. Lo primero es la destrucción. En mi profesión le llamamos «el colapso de las estructuras del yo». Y este colapso se vive diferente cuando es causado por la mano del hombre. No te hablaré de sicología, quiero hablarte de lo que el Gringo no te dice. Quiero que caigas en cuenta de lo que le pasó a ese cuerpo tan hermoso. :

En la tortura, el Gringo estuvo furiosamente solo e inerme. El mundo interno y externo se confundieron en su cuerpo deshecho. No tenía cómo defenderse ni a quién recurrir; su vida y su muerte dependían absolutamente del torturador, quien se convirtió en su único referente disponible. Esto lo humilló y su involuntaria dependencia le generó culpas. Por eso silenció para siempre una parte de lo allí vivido.

Es muy difícil, Blanca, hablar sobre la tortura. Yo lo sé bien por mis pacientes, no en vano me he especializado en estos temas. Ni la vergüenza ni la negación son suficientes para explicar lo que encierra este silencio. Aunque una parte de la tortura se transforme posteriormente en palabras, hay otra parte que sencillamente no puede ser expresada. No hay lenguaje. El Gringo guarda adentro una cantidad de horror imposible de ser dicho. ¿Has tratado de imaginar, tú, que a todo le haces el quite, qué habrán hecho con él esas mujeres que lo torturaron? ¿Lo has pensado alguna vez, mientras lo acaricias? Y ese horror le tiene que haber salido más tarde, por otros lados de sí mismo. El dolor que no pudo ser hablado buscará otro lenguaje que no sea la palabra.

Yo sospecho, Blanca, que la capacidad de hablarlo protege un poco el cuerpo. Recuerda que no fue éste su tema cuando declaró ante la Comisión: allí habló de la muerte de su amigo. Es probable que en todos estos años nunca haya dicho una sílaba. Quizás seas tú la destinada a escucharlo.

Vuelvo a Victoria. Cuando te dijo, ¿sabes, Blanca, lo que significó para mí la llegada de la democracia? Que la desaparición de mi papá se hiciese realidad. Nunca soñé tanto con él como en esos días. Me vino de golpe un convencimiento de que estaba vivo. ¿Cómo podía yo aceptar realmente que estaba muerto si no fui capaz de encontrarlo? Es como si yo misma lo hubiese matado.

Luego nos dijo a ambas: somos los leprosos de este régimen. Eso nos dijo. Y tú, mi Blanca, eres como esas monjas del medioevo. Alimentaban a los leprosos, pero les tiraban la comida con los baldes a sus cuchitriles. No entraban.

Tampoco tú quieres contagiarte.

Tampoco quieres ver, con tu mirada esquiva, que al desaparecer, la muerte del padre de Victoria, de ese Bernardo de los bigotes y de la mirada suave, es una muerte múltiple, inacabada, fragmentaria e interminable.

¿Quieres sumarte también tú a esa mayoría silenciosa, la que no quiere saber?

Tú supiste mucho más de lo que habrías elegido, ¿verdad? Fuiste sabiendo, por ejemplo, por qué un niño inteligente como Bernardo fallaba en el colegio, ese preciso año, en el momento exacto de la Comisión de Verdad y Reconciliación y no en otro. Sabías que la familia entera, marcada por la pérdida y el trauma, se estaba destruyendo y te hiciste la lesa. Trataste a Bernardo como a un niño común y corriente, como si aquel impreso con la cara de su abuelo no le velara el sueño.

Tú estabas con nosotros, antes de partir a Puerto Vallaría, ese día que el Presidente dio a conocer el Informe al país. Nos reunimos todos en casa de Victoria, nos programamos para estar juntos ese día. Te arriesgabas a una fuerte pelea en tu casa, pero por primera vez pareció no importarte. Querías vivir ese momento en Avenida Grecia, en ningún otro lugar. Me di cuenta de que no cederías ante Juan Luis, que el Gringo no te esperaría en vano, que algo creíste recobrar de una Blanca que alguna vez pudo haber sido.

Nos sentamos frente al televisor, ya no los dos aparatos -uno de sonido y otro de imagen-, sino el que tú llevaste en forma casual un día, diciendo, no quiero que Trinidad tenga televisión en la pieza. Victoria, quédate tú con ella por mientras, en tu modo fino e imperceptible. Te sentaste pegadita al Gringo y fue la única vez que te atreviste -olvidándote, quizás- a no guardar apariencias. Te vi tan conmovida ese día, dijiste más tarde, por fin, el informe terminó, ahora todo cambiará y Victoria y el Gringo y los demás serán más felices. Pero al día siguiente te lo negaste y hoy vuelves a tu país para comprobar que nada ha cambiado.

Y ahora el Gringo te espera, pero no como tú esperarías que te esperara, y te dirá al oído ,… y si contemplas llorando las estrellas y se te llena el alma de imposibles, es que mi soledad viene a besarte…

* * *

Aterrizandoen Santiago, toda la oscuridad de la ciudad y su inmundicia me envolvió.

Santiago. Yo no había leído un solo diario frente al mar, venía de otro mundo, asoleado y ensimismado. Lo he hecho por primera vez en el avión. En mi ausencia hubo un asesinato -otro-. Los matutinos me ló dicen, no se habla de otra cosa. En casa veo el noticiero en la televisión. ¿Y el Informe Rettig? ¿Es que ya nadie lo recuerda? No entiendo nada.

Llamo a Sofía. Sí, el Informe enterrado. Un solo asesinato borró los otros miles y miles, me dice. Pero, ¿cómo lo lograron?, pregunto. Sofía me insiste, con la voz cansada, que así fue. Parece que el horror del país no duró.

Todo me pareció confuso, caótico. Hasta el aire de ese otoño.

Anunciar mi partida a Nueva York, abandonar mi país contra mi voluntad, dejar al Gringo desgarrándome el corazón. (Vendré muy seguido, Gringo, no te dejaré, debes esperarme.)

Un caos.

Voy a Avenida Grecia. Del escepticismo a la tristeza, a la tristeza total.

Victoria se apena un poco más cada día; todos a su alrededor se apenan un poco más cada día.

Victoria ronda desconcentrada por las calles; todos a su alrededor rondan desconcentrados por las calles.

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