Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides
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Un día en la playa, un grupo de muchachos hablaba sobre un tema que habían recién descubierto y que les parecía fascinante por lo oscuro, impreciso y misterioso: la menstruación. La mirada de estos chiquillos hacia nosotras contenía la pregunta que, por supuesto, nunca formularían: ¿sí o no? ¿Te llegó ya? Le preguntaron a Alfonso si Pía y yo menstruábamos. Él, muy serio, respondió: No. Mis hermanas no. A ellas no les pasa ni nunca les pasará.
Pía suele decirme que haber sido mujer, y además la segunda de las mujeres, es un poco reiterativo. Es que ser la quinta de seis hermanos es como no ser. Quedé en tierra de nadie. Las preocupaciones eran usualmente para los «grandes» o para «la guagua de la casa». Gracias a eso, Alfonso y yo gozamos de bastante independencia. Como dice Sofía, eso fue lo que nos salvó, el que nadie nos diera boleto. Pero a igual grado de independencia, la indiferencia. Nadie gritó de júbilo con mi primer diente, nadie registró mis primeras palabras ni guardaron mis primeros mechones de pelo. Nos obligaron a hacer juntos la Primera Comunión para capearse una ceremonia más y a mi confirmación – en la que por cierto me nombré Genoveva- asistió sólo mi abuela. Gracias a Dios entonces no existían las reuniones de padres y apoderados, seguro que nunca habrían asistido a las mías y en el colegio me habrían creído huérfana. ¿De dónde saqué yo la peregrina idea de tener diez hijos? Créeme que los habría tenido si hubiese podido. Cuando salí de la consulta del ginecólogo aquella primera vez que me habló de esterilidad, recuerdo haber tomado un taxi a la oficina de Juan Luis y haber llorado a mares todo el camino. Mientras creí que no podría nunca parir, me volví loca de desesperación. ¡Diez hijos! Pero ahora que te conozco a ti, me pregunto, ¿dónde habrías quedado tú, entonces?
* * *
Loúnico aburrido de esta aventura de estar sola es beber sola. Con Victoria y Sofía nos conversaríamos el ron y el tequila.
Amorosas ellas, no quisieron estar ausentes de mis cuarenta años.
– Es imperdonable que te arranques en esta fecha.
– Nosotros te haremos una celebración privada antes que partas a Puerto Vallarla.
– En la casa del campo -propuso Victoria.
– En la casa del campo -accedí.
Y después Sofía me dijo: no es muy atinado el momento que eliges.
Tenía razón. Esa noche prendí la televisión, me golpearon unos mea culpa que traté de sentir sinceros. Cambié de canal y un militar se defendía. En el otro, un antiguo dirigente casi lloraba.
Se había dado a conocer al país el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación.
Sofía volvió al ataque: es un momento difícil para Victoria, debemos distraerla en lo posible. Vacila entre la ilusión y el desencanto, siente que los ojos están puestos sobre ellos, vuelve a revivirlo todo, pero siente que si esta vez pierde, la derrota es definitiva.
Fuimos las tres allí, con cerros, naranjas y Jacaranda. La señora Yolanda me mandó una torta de biscochuelo con manjar. Bernardo me regaló un dibujo de una mujer alta, delgada y rubia, sola entre los cerros verdes.
– Soy una vieja -sentencié. Ambas, mayores que yo, rieron.
– Ya conocemos la crisis -dijo Sofía-. Podemos anticipártela, que de algo le sirvan a las demás las miserias ya vividas…
– Pero el tipo de crisis depende de lo que se está viviendo en ese preciso momento, no todas son iguales -acotó Victoria, cortando un segundo trozo de torta-. Qué espanto, estoy a régimen y no he parado de comer…
– El caso de Blanca es sui generis. Sospecho que se está desordenando un poco.
– Claro, desordenada estoy…
– Parece recién allanada… -rió Victoria.
– En el fondo, Juan Luis me ha aislado bastante del mundo, ¿no creen ustedes? Qué poco le costó convencerme que mi casa era el mejor lugar. La armé como un útero-matriz. Y aquí he estado, calentita todos estos años.
– Juan Luis te ha rodeado de tantas cosas ricas, que no te ha dejado poner en duda tu modo de vida. Desde los viajes a la ropa de designers… Todo lo que una mujer supuestamente desearía. ¿Cómo va a aceptar él que tengas quejas?
– Pero igual me siento aislada. Cuando estábamos de novios, yo era una persona amistosa y Juan Luis no me compartía con nadie: todo hombre cercano era una amenaza. Sin embargo, él seguía visitando a sus amigas de antes, incluso las invitaba a salir de vez en cuando. La única vez que me rebelé -y lo planté- él se enfermó, amenazó con abandonar su carrera y partir al fin del mundo.
– ¿Y? -me miraban concentradas.
– Me sentí culpable y volvimos. Fue mi único momento de poder y no lo aproveché. Nadie tuvo que advertirme que sus leyes no eran las mismas para mí. Creo que sencillamente lo asumí como algo que formaba parte de la naturaleza.
– ¡Cómo nos han anulado nuestras diferencias! -exclama Victoria sofocada-. Anulado y subrayado.
– Lo más triste es que no paramos en esta búsqueda loca de reconocimiento, de simetría. ¡Y miren cómo nos va! -suspira Sofía, jugando con las blandas migas del pan amasado-. Acuérdense de esa frase de Octavio Paz: «La femineidad nunca es un fin en sí mismo, como la hombría» -un mechón castaño le cruza el rostro, ablandándolo.
– Mmmm…, me encantan esos zapatos, Sofía, ¿dónde los compraste? -casi no escucha la respuesta y continúa-. Volvamos a tus cuarenta años. Vamos descartando situaciones posibles…
– Ojo, no hay que descartar ninguna -avisa Sofía-. Nunca se puede cantar victoria, nunca. Pongamos de ejemplo a mi mamá. Iba tan bien, cumplió cuarenta en las más auspiciosas condiciones: a los cincuenta y cinco enviudó. El problema fue que su autonomía, su autoestima, su buena relación con el mundo, todo partió a la tumba junto con mi padrastro. ¿No les da la sensación de bluff?
– Y tú no le das mucha pelota…
– Es que hoy es bastante intolerable, tanto para sí misma como para los demás. Sus atributos fueron ciertos en la medida que los refrendó su marido. Por eso insisto: no se puede cantar victoria.
– No seas dura, Sofía -le pido.
– A veces más vale ser dura frente a las madres, Blanca, que quedarse amarrada a esos cordones umbilicales que estrangulan.
– No pienso en mi madre. Pienso en Trinidad, en cómo me verá en el futuro.
– Hagas lo que hagas, lo harás mal -se acerca a tocar la lana de mi sweater, hace un gesto de aprobación y continúa-. De algún modo u otro, uno lo hace mal…
– ¿Crees tú?
– Nuestras madres hicieron tantas cosas mal con nosotras y no las perdonamos. Hemos hecho un esfuerzo por ser distintas, pero igual fallaremos, desde otros puntos de vista. No te hagas ilusiones: ser mamá y cagarla con los hijos es la misma cosa, aunque las formas cambien de generación en generación.
Se me apretó el corazón. ¿Cuáles cobros me haría Trini en su adultez? ¿Cómo evitarlos? Pero Sofía parece estar convencida de que es irremediable. Con la punta del cuchillo le sigo la huella al manjar blanco y distraídamente me lo voy comiendo.
– Igual -prosigue Sofía- me arrepiento de no haber tenido hijos con Alfonso. Él ya tenía los suyos y yo los míos, bastaba. Estaba tan imbuida en sacar adelante mi proyecto personal, en ser alguien. Hoy, no quiero ser nadie. Vengo definitivamente de vuelta. Y ya es tarde.
– Al menos tienes marido -la consuela Victoria- y más encima amante y fiel -se me acerca-. ¿Qué crema estás usando? No tienes ni una arruga…
– Clinique… ¿Hasta qué edad vivirán los hombres pendientes del sexo? -pregunto, preocupada si era aún tiempo de que Juan Luis me fuese infiel, cosa que jamás haría Alfonso.
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