Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides
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Me inquietó Victoria ese día. Sentí miedo frente a un rostro que pierde, o está perdiendo, el dominio de su expresión. El Gringo me dice más tarde, me dice que todos están así, que la extroversión de Victoria habla por los demás, que han debido vivir todas las muertes de nuevo a raíz del informe de la Comisión y de la espera.
– Empezaron una nueva búsqueda, ya no la de su padre, sino la búsqueda en la memoria, de datos, testimonios y recuerdos, reconstruyendo fichas, radiografías dentales, huesos. Todo ello ha movilizado en Victoria angustias y culpas en torno a su papá y a la posibilidad de corroborar su muerte.
– Me cuesta entenderlo, Gringo.
– Es que la vida se les ha dado vueltas, Blanca, en lo bueno y en lo malo. Cuando salieron las primeras noticias en los diarios, ellas nos confirmaron que no había sido una fantasía alucinatoria, sino que realmente la gente había sido detenida, desaparecida, asesinada y luego enterrada sin sepultura. Fue como aprobar el examen de realidad negado durante años.
Lo miré, no sé qué mirada fue.
– Todos miran con esos mismos ojos tuyos, que callan educados, pero que por dentro gritan: no sigas, no quiero saber, no me envenenes.
Era tan duro el Gringo a veces.
Cada sílaba revoloteando en el olor de la madrugada, cuando fui al día siguiente a tomar el avión que me trajo hasta aquí, a Puerto Vallarta. El amanecer en mi ciudad, aquel olor mezclado entre el pan recién hecho y el alquitrán. Y yo, tomada del brazo de Juan Luis, convenciéndome, tratando de convencerme de que el Gringo no tenía razón.
* * *
Hastaque encontré la casa de John Huston. No la de la bahía, a ésa sólo se accede por el mar, sí la del pueblo, la que lo enamoró de este lugar. Quise a Huston, recién muerto, hasta el último día aquí en Puerto Vallarla. Lo amé por todas sus películas, por haber llevado al cine el libro preferido del Gringo, amaba tanto Bajo el volcán. Camino hacia el hotel, sintiendo la cosquilla de esa arena blanca. Pienso en las iguanas, en la calentura de la Elizabeth Taylor con Richard Burton que empezaron aquí su amor, bajo estas palmeras los primeros besos de esos dos y pensé en la pasión que sale en los diarios y en la mía tan callada y también pensé que empezar el amor en Puerto Vallarta debe ser tan húmedo, me habría gustado ser yo la de La noche de la iguana, me habría gustado hacer algo importante, si hubiese tenido las pechugas de la Taylor, quizás toda mi vida habría sido distinta.
Vuelvo a la habitación y llamo al Room Service. Pido tacos, me gusta la comida mexicana.
Sentada en la mesa de mi suite, con todo el mar al frente, devoro mis tacos y un pedazo de pollo. Lo destrozo con las manos aceitosas y recuerdo casi con vergüenza a mi abuela puntualizándome que ella comía exactamente igual «sola en mi cuarto o frente a la Reina de Inglaterra» y me siento levemente decadente cuando miro hacia atrás y la veo hasta el último día comiendo con sus cubiertos Cristophle y sus copas de cristal tallado, aunque fuese en una bandeja frente a la televisión. Tomo un trago de coca-cola en vaso plástico y vuelve mi abuela. Mucho de lo suyo pudo desmoronarse, menos las cosas que le dieron identidad. Aquellas la acompañaron hasta el final. Y mi confusión es grande. No quiero pensar en identidades cuando estoy diluida, diluida hasta el punto de no saber quién soy.
No nos engañemos, Gringo. Yo también soy ésta. Con o sin inquietudes de identidad, mi mundo es éste, te guste o no. Mi mundo es el de los resorts en un balneario como Puerto Vallarla, el de las cremas Clinique que llevo en el bolso, el de los pasajes Clipper Class, el de los BMW para los maridos. Y el de las langostas que comimos esa noche con Juan Luis, cuando partió a Nueva York, cuando me tomó, cuando cerré los ojos y le di la bienvenida y pensé: es mi marido, tiene todo el derecho.
Las mujeres de mi especie, Gringo, no tocan el suelo con la cara.
Entre nosotras, nos olemos y sabemos que somos de las mismas. Una palabra dicha basta, el código es universal y nos reconocemos en él.
Las mujeres de mi especie, Gringo, tememos mucho. El entorno es difuso y mucha energía ha sido puesta a su servicio por transformarlo en contorno de formas sólidas. Para poder asirnos, espantar el miedo a que las manos nos queden sueltas.
Por lo único que damos la vida es por lo concreto, por cuerpos que reiteren nuestra existencia, el cuerpo de un hombre, de un niño o de la tierra, mientras las partículas puedan tocarse.
Parte del patrimonio de las mujeres de mi especie es que nos crean más tontas de lo que somos. Nuestra potencia es un secreto bien guardado. Somos las fieras animales cuando se trata de defender lo nuestro. A veces lo nuestro se tiñe con ojos queridos o con la madera envejecida del portón de la casa, mientras ese nuestro se remita inequívocamente a nosotras mismas.
Las mujeres de mi especie se pasan pocas películas. Saben con exactitud las líneas del dibujo que las limita. No incurren en sexos ajenos ni escalan a la nube rosada del romanticismo. Sabemos perfectamente a qué atenernos. Y si alguna se extravía, es sólo por un rato, y vuelve en la más total discreción.
No te equivoques, Gringo, no perdemos la brújula con facilidad. Una de cada mil la pierde, y la pierde con todo, lo cual implica también cierta grandeza. La historia se ha escrito al margen de nosotras, pero nosotras mismas la hemos moldeado desde atrás. Nuestra invisibilidad es nuestro capital. Desde ese invisible actuamos a nuestro antojo y todo marcha como nos lo propusimos hace siglos.
A las mujeres de mi especie les atrae que otras mujeres saquen la voz. No la sacaremos nosotras, no nos gusta chillar. Miramos a aquellas otras con un dejo callado de admiración, pero con la sabiduría que nos han traspasado, esa sabiduría que nos advierte: más vale no optar por la valentía. Se nos difuminan aquellas otras mujeres al corto andar, las vemos patéticas, aún aceptando que somos salpicadas por su ayuda.
Éstas de mi especie han sido las dueñas de la historia y del país, no las Victorias cuyo lamento se suma a tantos otros para ser acallados al primer cambio del cielo. Ni las Sofías, que en su exceso se han quedado con la pura dureza.
Las mujeres de mi especie, Gringo, no enarbolan banderas. Tienen el buen juicio de saber que tarde o temprano todo mástil se tambalea en su propia base y que no hay tela que resista mucho tiempo al viento.
Las mujeres de mi especie saben entornar los ojos y les quedó el hábito ancestral de mirar por sobre el hombro. Es que una rara y contradictoria seguridad va plasmada a esos ojos y eso es lo único que hace tolerable la inseguridad cósmica que da el existir.
Estas mujeres son más sarcásticas de lo que sus hombres imaginan, y más despiadadas de lo que sus hijos creen. Nuestro virtual sometimiento y nuestra aparente cobardía son las cartas que mostramos, las otras están ocultas. Las mujeres de mi especie no se arriesgan.
En las mujeres como yo, Gringo, el alma es menos escurridiza. Nos atrincheramos en nuestras creencias; éstas nos cubren protectoras, y la fe es nuestro gran escudo y aliada.
Las mujeres de mi especie invocan el nombre de Dios. Y no lo hacen en vano.
* * *
Buscoel olor de Juan Luis en la pieza. No lo encuentro.
Mi olor ha cambiado. Creí que Juan Luis lo advertiría. Es el mismo cuerpo, el mismo Van Cleef and Arpéis, el mismo desodorante, la misma ducha diaria, las mismas cremas. Pero ya no es mi olor. Como si mis hormonas secretaran otros fluidos. Como si el olor del Gringo se hubiese mezclado con el mío, engendrando uno nuevo, distinto, que no pertenece a nadie, ni siquiera a él ni a mí. Quizás Juan Luis nunca buscó mi olor y no se da cuenta que ya no lo encuentra.
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