Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides
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Prendo la televisión. Diviso en la pantalla a ese perverso pajarito, Piolín, golpeando al gato mientras mantiene su cara de inocente. La apago.
Y entonces debo reparar en la música. La caja con los discos del Gringo. Ahí está, en un closet, sin abrir. No he tenido la fortaleza necesaria para hacerlo. Si no la tuve entonces, ¿por qué habría de tenerla ahora? El legado del Gringo: Schubert, Mahler, Mozart, Brahms. Si dejo a un lado mis recuerdos, estas horas muertas podrían aliviarse con esas notas, podrían ser del todo otras con esas notas. ¿Me insuflarían vida, como la respiración artificial a un ahogado? Gracias a Dios hubo alguien que me las enseñó antes de ser encerrada en esta jaula. Puedo retomarlas. Ahora ya no aprendo nada, no existen para mí los nuevos goces, salvo los anteriores, los que ya me fueron instruidos. (Y uso la palabra goce por un mero fluir de la costumbre; si fuese más rigurosa, jamás debiera volverla a pronunciar mi mente.)
Tan prohibido es en mí el recuerdo del Gringo que he suprimido también la música. Qué tonta he sido. Abriré la caja, instalaré el equipo en mi dormitorio, de todas maneras en el living no lo ocupa nadie. Al principio dolerá. Luego vendrá el placer y la música será música, dejará de ser la cama en el piso. Escucharé todos sus discos. Todos, salvo el Trío para Piano. Ése no. Ése, nunca más. Vislumbro, suavemente, un suspiro salvador.
Trinidad me dice, mamá, yo soy la dueña de todos tus besos. Es raro, no lo había pensado, pero por cierto que lo es. Soy joven y no habrá más besos. Nunca más.
Mi sexualidad rota. Finita.
Entonces, en el amor, la sola unión de la carne era un lenguaje. El silencio era un lenguaje gracias a la fuerza de la carne. Qué ironía, ahora el cuerpo sería el único en hablar y el silencio adquiriría un sentido. Ahora, que el cuerpo ya no habla. Ahora, que la carne no da la certidumbre de todas las cosas.
Soy un imbunche, amputada, cosida por arriba y por abajo.
Desesperada en mi ocio, entro y ordeno el dormitorio de Trinidad, y me siento en su cama aspirando los últimos olores a guagua que ya se van.
En los tiempos de mi abuela, las medias eran de seda y se zurcían. En el tiempo de mi madre eran de nylon y se les ponía barniz de uña para detener el punto que se corría. En estos tiempos son de cualquier material y se botan a la basura.
En los tiempos de mi abuela el consumo casi no existía. En los de mi madre empezaron a descubrirlo con timidez. En los míos ha llegado a convertirse en una actividad cultural.
Las muñecas. Mi abuela tuvo una a la que amó, vistió y adornó su cama eternamente. Rostro de porcelana, ojos de cristal, objeto único, inintercambiable. Mi madre no tuvo más de dos y yo, no más de tres. Pero entre las tres estaba la Jo. Así se llamaba mi muñeca. Era de goma negra, rulitos en relieve sobre su cabeza color chocolate. Yo adoraba a la Jo y las otras dos pasaban a segundo lugar. Trinidad tiene veinte muñecas y ninguna es de verdad querida. Todas son prescindibles y las preferencias no duran más de una noche. En la vida de Trinidad no hay espacio para la Jo. No por ser negra ni de goma, sino por ser una de muchas. Cuando yo hago orden, como hoy día, boto restos de muñecas que Trinidad ni siquiera alcanza a echar en falta. ¿Puede ella amar realmente ese plástico rosado de las Barbies actuales?
En los tiempos de mi abuela -me lo explicaba ella- nada se echaba a la basura. Tampoco la experiencia. Un beso era casi único en la vida y se atesoraba. El dolor se guardaba con rigor para no olvidarlo. Así aprendieron de él. En los tiempos míos, medias, dolores y besos, todo se consume, todo se rompe, todo se desecha.
Trinidad y la abuela no se conocieron.
Las manos del Gringo eran nerviosas y alertas. Diestras eran sus manos. Las mías son torpes. He accedido a bordar un poco para que me dejen tranquila. Elegí bordar alfombras, me pareció menos evidente que hacer pañitos o manteles. Me pincho con la aguja. Se me confunden las lanas de distintos colores. Cuando ya me he sacado sangre del dedo, la tiro al suelo y miro la luz por el ventanal.
Uno hace con sus manos lo que vio hacer a las manos anteriores. Por generaciones, las manos de las mujeres del campo han frotado la tierra y han lavado en la artesa. Las de la ciudad han picado la cebolla y han acarreado la bolsa de la feria. Ambas han dejado sus huellas en la masa del pan, en la madera de la escoba. Otras en los palillos y en las agujas. Y hubo algunas que tomaron un lápiz, escribieron cartas, apuntaron en diarios, en libros…, de esas manos vienen las mías.
Y Trinidad, ¿qué harán sus manos si han visto las mías ociosas?
Mientras Juana, con una pierna sobre la otra, se instala a leerme el diario, miro su traje de dos piezas color café, de pied de poule. No me gusta ese tono de café. Hoy tiene puesta la prótesis con su cuidadoso guante. Vuelvo la vista atrás, a la fiesta aquella de hace tres años.
Estábamos sentados alrededor de una mesa en el pasto bajo el gran toldo, llenos de petites bouchés y tragos de diversos colores. Asistía también una nueva estrella de la televisión -una de esas estrellas fugaces-, bonita y engreída. Gregorio la cercaba. Ella no alcanzaba a querer algo y ya su deseo se cumplía. Apenas sacaba la cigarrera, el encendedor se prendía ante sus narices, así con el trago, la silla, todo. A pesar de esto, ella no parecía excesivamente seducida. Gregorio le hablaba de mil cosas, nosotros mirábamos de lejos, yo con pena por Juana, los otros con sorna. Hasta que Pía exclama.
– ¡Mírenlo, por favor! Está abriendo su billetera y le muestra su colección de tarjetas de crédito.
Todos centramos los ojos en aquel rectángulo de cuero y efectivamente: una gran cantidad de tarjetas alineadas destellaban. Ella abrió su boquita, por fin impresionada.
– ¡Qué horror, arribista de mierda! -casi grita Víctor-. Recurrir a eso…
– Algo dice de ella también -interrumpió Sofía-. Si eso es lo que la seduce…
– Pobre Juana -murmuré-. Qué mala suerte el marido que le tocó.
– ¿Le tocó?-terció Sofía con desdén-. ¿Le tocó? ¿Acaso los maridos «le tocan» a una, no se eligen?
– Sorry, pero con un brazo menos no tenía mucho donde elegir -sentenció Víctor.
– Claro -agregó Felipe- el huevón era un don nadie y ni cagando se hubiera pinchado a una niña bien.
– O sea -intervino Sofía irónica-, cambió el brazo ausente por el estatus, ¿cierto?
– Exactamente, y bien le ha ido, después de todo. Puede darse lujos como tirarse a las modelos de la tele, porque, total, la Juana está hipotecada…
Alfonso miraba la escena con disgusto.
– Hay algo que falla en la sensibilidad de este hombre. Parece que careció de algunas cosas elementales para tener más humanidad: haber comulgado en su infancia, haber tenido unas hectáreas en Colchagua o haberse preocupado de los pobres en los años sesenta. Pero si se las saltó todas, ahí lo tienes, conquistando con tarjetas de crédito.
Despierto. Juana me lee la sección del cable. Algo sobre carne de rata dentro de las salchichas en un pueblo ruso. Como es mi nuevo hábito, no le pongo atención. Me aburro, me aburro, me aburro.
Llega Sofía. Se instala a mi lado y conversa -monologa- el largo de un cigarrillo. Tiene prisa, como es su hábito, las llaves del auto en la mano. Ni el café se lo toma sentada. Comenta algo de Alfonso, problemas con una paciente, una primípara añosa. Me mira divertida, sorbe de la taza.
– Los hombres definitivamente no tienen aparato síquico. Es una la que vive todas las depresiones que ellos se niegan. Cada vez que tomo un Bromazepan le pregunto a Alfonso, ¿te pasa algo, mi amor, estás deprimido? ¿Por qué me estoy tomando yo este calmante?
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