Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides

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Yo me hago amiga de mi nuevo olor.

Y caigo en cuenta de que el olor de Juan Luis tampoco es el mismo. No sé si aún, estando a oscuras, podríamos distinguirnos.

Juan Luis y yo somos los de siempre. La misma sustancia, los mismos hábitos, los mismos gestos entre los dos. Tantos años juntos nos han hecho parecidos y nos reconocemos uno en el otro. Todo está igual. Lo único que ha cambiado son los sentimientos. Y eso no puede verse. Los ojos no llegan a esos espesores.

Siento que se me arranca mi propia sombra, como Peter Pan.

Tumbada en la piscina, con una Margarita que me acompaña cuando no lo hace la piña colada en su enorme carcasa de coco con la flor al centro, el sol me convierte en una perezosa lagartija. Y lo sería del todo si a mi mente no acudieran tantas imágenes.

Victoria, mi Victoria.

– A mi mamá no debemos abandonarla, no debemos separarnos de la familia. Sería desleal que ella perdiera lo único que ha justificado su existencia luego de que papá desapareció. ¿Te imaginas, Blanca, qué sentimientos de angustia por la pérdida volverían a ella? Hemos debido reemplazar a papá -idealizado, claro-, asumiendo todas las funciones de madre y de padre, acogiendo y satisfaciendo a mamá, ayudándola a disminuir sus sentimientos de culpa y humillación.

– Pero, ¿no sería eso natural frente a cualquier muerte?

– No. Nosotros debíamos rehabilitar la imagen de nuestro padre y de la familia. Debíamos ser buenos estudiantes, buenos profesionales, tener buenos matrimonios. Nuestra obligación era ser fuertes y salir adelante para demostrar que a pesar de todo lo que nos habían hecho, no nos habían derrotado.

Se trenza su enorme pelo, gesto típico de Victoria cuando quiere sugerir que no es importante lo que dice.

– Doble tarea, Blanca. Debíamos vivir alrededor de la familia -organizada en torno a nuestro drama- que nos impedía cualquier autonomía. Sin embargo, también debíamos ser el puente de mamá con la vida. Yo sentía que mi deber era comenzar a vivir cuando ella dejó de hacerlo y demostrar que me la podía, a pesar de mi trauma. Era todo contradictorio, ya que cualquier éxito fuera de la casa, que sí me era exigido, terminaba siendo una forma de separarme de la casa.

– Qué complicado -comento mientras tomo la bombilla del mate y se la paso a Victoria.

– Yo intentaba cumplir todos los mandatos, créeme. Y al mismo tiempo me rebelaba contra ellos. Y en esa pelea interna, difícilmente distinguía mis propios impulsos o mis propias necesidades.

Levanto la vista y nuestras miradas se encuentran.

– Eres lúcida, Victoria. ¿Cómo has logrado comprender todo esto en tu interior?

– Sofía. Sin Sofía, sencillamente me habría ido a la mierda.

¿Cómo me atrevo yo, Blanca, a hablar de un yo diluido, cuando el de Victoria no tiene siquiera contornos? Ella me lo dijo: tú tienes sentido común, y lo tienes a raudales; soy yo la que estoy perdida. Tomo un trago de mi Margarita y presiento que Victoria está sufriendo. Me levanto bruscamente de mi silla frente al mar, subo a mi habitación y tomo el teléfono.

Hay demora para Santiago de Chile, esperaré, no tengo nada qué hacer. Me quedo dormida.

El llamado a Chile, nunca llegó. En cambio, me despertó uno de Nueva York.

– ¿Cómo lo estás pasando?

– Estupendo.

– ¿Cómo es eso? ¿No me echas de menos?

– Sí, pero como es la primera vez que estoy sola en otro país… Me siento como si fuera un hombre.

– Con lo protegido que es ese resort… Espero que no andes merodeando por el pueblo.

– No -le mentí-, ¿cuándo te vienes?

– Creo que todavía tengo para un par de días. Pero llegaré con muy buenas noticias.

– ¿Otra bonificación?

– No, Blanca, hablo de noticias más sustanciales. Ya te contaré.

– No, Juan Luis, no me dejes con la curiosidad. Adelántame algo.

– Allá te lo cuento.

– No seas pesado…

– ¿Cómo te verías viviendo frente al Central Park?

– ¡No me digas que te ofrecieron un traslado!

– Es un súper ascenso, Blanca. Este es el golpe de mi carrera… Blanca, ¿estás emocionada?

– Sí, Juan Luis, sí… Pero tienes razón, mejor lo hablamos cuando llegues. Te espero.

Le corté rápidamente.

Me levanté de la cama con dificultad y avancé hasta el baño. Urgué en mi bolso de cosméticos una cajita de plata, extraje de ella una pastilla blanca y me dispuse a pasar la noche. Tenía la garganta cerrada, el pecho con congoja. Mi cajita de plata era un regalo que Juan Luis no conocía, tampoco las pastillas que guardaba. Pobre Juan Luis, pensé, me sigue creyendo sana. Y recordé el botiquín de Victoria, el que yo llamaba «el valle de las muñecas». Traté de recordar todos esos nombres: Ranitidina, Ranitax Nocte, Modival, Aurerix, Robipnol, Diazepan, Bromazepan, Dormex, Valium, Lexotanil. Y mi hermano Alfonso despachando recetas ante la insistencia de Sofía. Claro, mi cajita de plata era inocua frente al botiquín de Victoria.

Nueva York. Dios mío, Dios mío…

Nada habría estado más lejos de mi imaginación un año atrás, esto que Nueva York no me produjera una explosión excitante. Y cuando me encontré indiferente frente a una obra en Broadway o a un sweater de hilo en Brooks Brothers, no me reconocí.

Ahora sí. Destapada. Desacatada. Descorrida. Destemplada. Trato de soñarme a mí misma, me sueño otra que no soy. Me sueño como esos ojos -¿esmeraldas eran?- que me vieron. Me veo atrapada en mi visión de mundo y le peleo, le peleo. Mentira. También hay otra y yo lo sé. Debo ganarme a pulso la visión mía y equilibrarla con la de Victoria. No quiero perderme, le digo a las urracas de Puerto Vallarta.

Santiago de Chile.

Mi pueblo es el cielo, como dice aquella canción.

* * *

– El mundo del Gringo y el mío, terminó, Blanca -me dijo Victoria antes de partir-. Todo se hizo trizas a nuestro alrededor. Y él sigue siendo ese gigante poderoso, enorme, fuerte. Pero no tiene dónde poner su fuerza. Y sus ojos se endulzan, se aclaran con la pena cuando dicen que el mundo ha cambiado. Yo sé exactamente lo que siente -difícil que lo sepas tú- y no puedo hacer nada por él ni él por mí. Quedo inundada de añoranzas tan grandes como él, la impotencia me repleta. No puedo ni tocar su tristeza. ¿Cuál fue el momento exacto en que nos derrumbamos? No es el poder ni su falta el único problema. Es la perspectiva de que nunca lo tendremos, que nuestra era se acabó y eso es irreversible. Fuimos preparados para realizar los sueños y nos han atado las manos. Esta vez no las ató un verdugo. El mundo entero pareciera haberse confabulado para que la atadura la hiciéramos nosotros mismos. Él me dijo: ganarán los pragmáticos. Yo le respondí: por lo tanto, no haremos ningún sueño. Me preguntó: ¿valdrá la pena entonces? Callé. No era la duda lo que me acalló, sino la evidencia de que cualquier palabra y cualquier intento de consuelo eran inútiles. Es tanto más fácil transar, concluyó. Malditos nosotros, pensé entonces, mirando sus ojos tristes, nosotros aquí, indemnes. Y con las ilusiones en pie.

Eso me dijo Victoria.

Y luego me dijo el Gringo: los símbolos, Blanca, los entregamos día a día. Recuerda a Heinrich Böll y su Billar a las nueve y media. Hemos comido del sacramento del búfalo.

Nueva York como salvación. Porque siento que Victoria y el Gringo viven en la oscuridad de la noche.

* * *

Penetrar.

Introducir, horadar, invadir, incursionar, acometer, imprimir, estigmatizar, agujerear, perforar.

Mi cuerpo codicioso. Se me retuerce. Me devoran las ganas, como si fuesen una gangrena. Y yo que creí que el placer era tan fácil. Que teniéndolo bastaba.

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