Marcela Serrano - Para Que No Me Olvides

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Obsesiva en mi propio deseo. ¿Puede un sexo ser escindido, puede una parte de él obtener el goce máximo y la otra aullar por sentir -no lo que le da el placer-, sino la lenta y dolorosa ilusión de la posesión? Anhelando desarticularlo al Gringo, en eso estoy. Su cuerpo, quiero decir. Y palpar como está hecho por dentro, metérmele en cada miembro, sus células, sus membranas, sus glándulas. Sus contracciones musculares, su materia viva.

Soy tu parásito, acepta esta pegajosidad. Quedé atrapada, no era mi intención.

Almacenada en ti.

Y en eso estaba, enfrascada en mi pasión, cuando sentí a través de las paredes de la habitación de mi hotel la voz infantil de una niña que le decía a su madre: Momma, I love you. La repetición del gesto me aseguró que no lo había inventado yo. Momma, I love you . Y en un instante vi como todo mi cuerpo, un minuto antes ambicionando fusiones totales, se constreñía hasta que el nudo se situó claramente en el corazón.

Quisiera de verdad saber qué es lo doloroso en mí: mi ser hija o mi ser madre. Pero de que hay dolor, lo hay. Trinidad. Mi Trinidad tan lejana. (¿Mi Trinidad jugando con las ardillas en el Central Park?) Qué daría por tocar su pelo rubio, por besar esa cara y esos ojos color de los gatos. ¿Por qué Jorge Ignacio quiere tanto a Juan Luis y no a mí? ¿Qué hice mal? ¿Es que lo crié en la ilusión que sería para siempre el único hijo, que la aparición de Trinidad, tantos años después, no me fue perdonada? ¿Y por qué para Juan Luis la paternidad tiene un solo nombre: Jorge Ignacio? Siete meses en cama y dos operaciones para parir a mi Trinidad. Cada día de esos siete meses temiendo que el embarazo no llegase a puerto. Y arribó esta criatura minúscula, prematura, de un kilo ochocientos, rubia como el alba, y me invadió. Una mezcla de animalidad y metafísica. Juan Luis la culpa de tantas cosas. Porque algo pasó. No sé qué, pero pasó. Madre e hija compartimos como con nadie el mismo cuerpo. Y he terminado por ser su cuerpo velador. Entonces el placer cambió y Juan Luis no me lo perdonó.

Un día veíamos una película -de esas antiguas, creo que Casablanca- en la televisión. Trinidad, muy seria, con su escasa pronunciación, me preguntó:

– Mamá, cuando tú eras chica, ¿la vida era en blanco y negro?

Más deberes que colores había entonces. El goce no era muy prestigiado. ¿Te he contado que además de la libreta negra, mi madre era de cuentas regresivas? Comenzaba en enero a recordarme cuánto tiempo me quedaba de vacaciones y parecía alegrarse haciéndome ver la fecha de entrada al colegio a medida que ésta se acercaba. Ensombrecía todo mi contento.

Nada de goces que no fueran santos o instruidos. Mi pobre tío Eugenio, amaba el fútbol por sobre todas las cosas y era mirado en menos por no tener dotes intelectuales. Su sueño era ser comentarista deportivo. La abuela se opuso tenazmente: no podía existir un quehacer por la pura diversión. Tampoco cumplía con los requisitos de estatus. Sabio el tío Eugenio, se cambió de nombre y así pudo trabajar en la radio sin enfurecer a la familia. Y hasta hoy lo pasa regio.

Nadie estaba para divertirnos, eso corría por nuestra cuenta. Un día yo daba vueltas aburrida alrededor de mi mamá, y mis tías saltaron: se pasea como un perro enjaulado esta niña, ¿es que no tiene ninguna vida interior? La «vida interior». Me aterraba la sola idea de no tenerla, de que no se me diera espontáneamente, como las inspiraciones.

Antes que nada, nos enseñaron todas las buenas maneras.

No decíamos pipí ni caca, eso era vulgar. Hablábamos de uno y dos, respectivamente. Así sonaba más fino. Me costó mucho en el colegio, y luego en el mundo exterior, acostumbrarme a oír esos dos vocablos. Hasta hoy me parecen un poco ordinarios. Decíamos traste, nunca poto.

Era enorme la lista de las palabras excluidas.

Cada vez que nos bañábamos en la piscina de la casa o íbamos al río en el campo y debíamos lucirnos en traje de baño delante de los inevitables amigos de mis hermanos, mi madre nos gritaba, jurando que nadie sino ella hablaba francés en el mundo: «¡Attention avec ta figure!». Uno inmediatamente se incorporaba, se tapaba, asustada de estar mostrando o haciendo algo malo. Esto continuó por muchos años, frente a cada fiesta u ocasión de encuentro con el sexo opuesto, lo que siempre me produjo el temor de estar al borde del descontrol. Si no era así, ¿por qué me lo decía, entonces? Al menos mi mamá se rió el día que partí de luna de miel y Alfonso me gritó, fuerte y claro, delante de todos: Blanca, ¡attention avec ta figure!

La vida era, en una buena dosis, en francés. Cada vez que jugábamos con mis hermanos hombres a cualquier juego que incluyese corporalidad, saltaba mamá: «Jeu de mains, jeu de villains». Y nosotros nos separábamos inmediatamente, con villanos imaginarios en la cabeza que hacían algo raro con sus cuerpos.

Había un Jesús en el pasillo de la casa, ése del corazón llameante. Yo le tenía miedo. Le pedí a mamá que lo sacara. Me reprendió: debes ocultar el miedo, para así sobreponerte a él. Y durante años crucé ese pasillo aterrada. Hasta el día que vi la película Drácula y me traumaticé hasta tal punto que en las noches salía con un crucifijo por la casa, avanzaba por ese mismo pasillo con él en alto para alejar la posibilidad o la tentación de que Drácula nos visitara. Se me ocurrió incorporar al Jesús llameante a esta tarea. Fue entonces que mi padre, el único no afrancesado de la familia, me apodó «Miss Tragedy». ¿Fue sólo por lo de Drácula?

Amaba yo a mi padre, pero con cierta distancia. No imploraba su presencia como lo hacía con mamá, ni andaba rastreando sus olores por la casa. Para que me apreciara, le demostraba que yo era un ser espiritual. Para cada cumpleaños le regalaba un «Spiritual Bouquet»: diez Ave Marías, once Padres Nuestros, un Credo, cien jaculatorias (que eran más cortas) y dos rosarios. Algunas veces olvidaba los rosarios y cuando caía en cuenta de que aún no los había rezado, me sentía tramposa. Oré mucho por mi padre, y él sabía que yo era la que más rezaba de toda la familia.

Leía las Vidas Ejemplares, mientras Pía gozaba a la Pequeña Lulú. Las vírgenes se me aparecían por todos lados y preguntaba por ellas; nadie me daba respuestas. Sólo me quedaba claro que la virginidad se peleaba con la vida misma, como las heroínas de estas historietas. Por ello supuse que debía ser algo muy importante. Yo quería ser Genoveva de Brabante. En las ilustraciones tenía el pelo muy rubio y muy largo y se paseaba por el bosque, tan linda, con un niño en brazos. Entonces decidí por única vez dejarme crecer el pelo.

Nadie me enseñó nada, hasta que ese cura maldito me confesó. Yo no tenía más de trece años y estábamos con mi mamá en una iglesia que no era la nuestra. Fui a confesarme, como lo hacía siempre en la mía. Y empecé con mi lista, la repetía de memoria: he desobedecido, he dicho mentiras, me he portado mal, le contesté a mi papá, le pegué a mi hermano, olvidé mis oraciones… Y el cura me interrumpe: ¿No ha tenido malos pensamientos? ¿Qué es eso, padre?, le pregunté a través de los hoyitos en la madera del confesionario. ¿No ha tenido ganas de que un muchacho la toque? ¿No ha pensado cosas cochinas al leer una revista o al tocarse su propio cuerpo? No, padre. Pues, prepárese a combatirlos, hija, los malos pensamientos ya le llegarán. Salí asustada. Yo era inocente. Y obvio, él me dio la idea. Esa noche tuve mi primer «mal pensamiento». Éramos tan sanos todos, tanto que parecíamos tontos. Por eso odié que ese cura me introdujera posibilidades hasta entonces insospechadas.

Mi papá, dentro de sus actos originales, tomó por una época a una china como profesora, puertas adentro, una especie de institutriz. Creo que había una guerra, puede haber sido la propia revolución, no recuerdo, y la forma de cooperación con este país lejano era aceptando en nuestros hogares a algunos de los refugiados. La china pasó a ser el centro de atención de todos nosotros. Nunca habíamos visto una en la vida: otra raza nos significaba otro planeta. ¿Y cuál crees tú, Trini, que era nuestra máxima curiosidad? Saber si tenía poto. Nos dábamos tareas diarias: que Pía y Blanca se metan debajo de la mesa, mientras ella come y le miren debajo de la pollera. Así lo hacíamos. Veíamos oscuridad, ropas sin colores, unos calzones grandes y sueltos, no más que eso. Que la siguiéramos cuando fuera al baño. Obedecíamos, pero ella nos cerraba la puerta. Y mis hermanos se enojaban: ustedes no sirven para nada, nos decían. Hasta que Felipe y Arturo hicieron un pequeño orificio en la pared de su baño y lograron mirar estando ella dentro. (Como ambos eran hombres, a poco andar las prohibiciones quedaron para las mujeres y ellos se sentían muy machos por liberarse del léxico familiar.) Así es como volvieron gritando, muy impresionados: tiene poto, tiene poto, y mea igual que todas las mujeres. Con esto, el encanto por la china se desvaneció.

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