Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Estaba casi convencido de que accedería a una especie de túnel y de que tendría que avanzar por él a gatas, pero de hecho me encontraba de pie en otro pasillo, más espacioso que el que acabábamos de dejar pero claramente reservado a los empleados del hotel. El suelo no estaba enmoquetado, y en las paredes podían verse tuberías desnudas. Volvíamos a estar en penumbra, aunque un poco más adelante el suelo se hallaba surcado por una franja de luz eléctrica. Caminamos un breve trecho hacia la luz, y al cabo Sophie se detuvo de nuevo y empujó una puerta de incendios que había junto a la luz. Un segundo después estábamos en el exterior, en una tranquila calle lateral contigua al edificio.

Era una noche espléndida, llena de estrellas. Miré a lo largo de la calle y vi que estaba desierta y que todas las tiendas estaban cerradas. Cuando empezamos a andar, oí que Sophie decía en tono alegre:

– Qué sorpresa, encontrarnos así con el abuelo… ¿No te parece, Boris?

Boris no respondió. Caminaba a grandes zancadas delante de nosotros, hablando entre dientes consigo mismo.

– Tú también debes de estar muerto de hambre -me decía Sophie-. Espero haber hecho comida suficiente. Me he entusiasmado tanto preparando todo eso antes, que al final no he cocinado ningún plato consistente. Esta tarde me parecía que había hecho mucho, pero ahora pienso que…

– No seas boba, será suficiente -dije yo-. Eso es exactamente lo que me apetece. Un montón de cosas para picar, una detrás de otra… Entiendo perfectamente por qué a Boris le gusta tanto ese tipo de ágapes.

– Mamá nos los solía preparar cuando yo era niña. En las noches especiales. No en los cumpleaños o en Navidad; esas fechas las festejábamos como todo el mundo. Pero en veladas que queríamos que fueran especiales, sólo para los tres, mamá solía preparar ese tipo de cosas. Montones de cositas deliciosas, una detrás de otra. Pero luego nos mudamos, y mamá no estaba bien, y ya no volvimos a disfrutar de esas cenas. Espero no haberme quedado corta. Debéis de estar tan hambrientos… -Luego, de pronto, añadió-: Lo siento. No he estado muy brillante en la recepción, ¿no crees?

Volví a verla sola y desvalida en medio de la concurrencia, y alargué el brazo y le rodeé el hombro. Ella respondió pegándose a mí con fuerza, y durante los minutos siguientes caminamos así, juntos, sin hablar, por una serie de calles laterales desiertas. En un momento dado Boris se rezagó para ponerse a nuestro lado y preguntarnos:

– ¿Me dejaréis cenar sentado en el sofá?

Sophie se quedó pensativa unos instantes, y al cabo dijo:

– Sí, de acuerdo. Esta noche sí, de acuerdo.

Boris siguió andando a nuestro lado unos pasos más, y luego preguntó:

– ¿Puedo cenar tumbado en el suelo?

Sophie se echó a reír.

– Bueno, por esta noche, te dejamos. Pero mañana, en el desayuno, tendrás que volver a sentarte a la mesa.

Esto pareció gustar a Boris, que echó a correr hacia adelante lleno de entusiasmo.

Nos detuvimos ante una puerta situada entre una peluquería y una panadería. La calle era estrecha, y los numerosos coches aparcados en la calzada la hacían aún más estrecha. Mientras Sophie buscaba la llave, miré hacia arriba y vi que sobre la planta baja de las tiendas había otros cuatro pisos. En algunas de las ventanas había luz, y me llegó débilmente el sonido de un televisor.

Subí tras Sophie y Boris dos tramos de escaleras. Cuando Sophie abrió la puerta, me asaltó el pensamiento de que tal vez debía actuar como si conociera perfectamente el apartamento. Pero, por otra parte, era igualmente posible que lo que tuviera que hacer fuera comportarme como un invitado. Al pasar al interior, decidí observar atentamente cómo se comportaba Sophie y actuar en consecuencia. Y resultó que, nada más cerrar la puerta, Sophie dijo que tenía que encender el horno y desapareció en el interior del apartamento. Boris, por su parte,

tiró al aire la chaqueta y echó a correr remedando el ulular de una sirena de la policía.

Abandonado en el recibidor, aproveché la oportunidad para echar una buena ojeada a mi entorno. No había la menor duda: Sophie y Boris daban por descontado mi conocimiento del apartamento, y a medida que contemplaba más y más las puertas entreabiertas, el papel pintado amarillo y sucio de las paredes, de tenues motivos florales, las tuberías vistas que ascendían del suelo al techo por detrás del perchero, sentí que volvía gradualmente a mí la memoria de aquel vestíbulo.

Al cabo de unos minutos entré en el salón. Aunque había ciertas cosas que no reconocí -la pareja de hundidos sillones a ambos lados de la abandonada chimenea eran sin duda adquisiciones recientes-, tuve la impresión de recordar aquella sala con más claridad que el vestíbulo. La gran mesa de comedor ovalada, pegada a la pared, la segunda puerta que daba a la cocina, el sofá oscuro e informe, la gastada alfombra anaranjada me resultaban nítidamente familiares. La luz indirecta -una simple bombilla con una tulipa de zaraza- proyectaba unas sombreadas formas en torno que me hicieron dudar de si se trataba o no de manchas de humedad en el papel pintado. Boris estaba echado en el suelo, en medio de la sala, y al ver que me acercaba se dio media vuelta hasta quedar boca arriba.

– He decidido hacer un experimento -declaró, dirigiéndose tanto al techo como a mí-. Voy a mantenerme con el cuello así.

Miré hacia el suelo y vi que había encogido el cuello hasta embutir la barbilla en la clavícula.

– Ya veo. ¿Y cuánto tiempo piensas estar así?

– Veinticuatro horas como mínimo.

– Bravo, Boris.

Pasé por encima de él y entré en la cocina, que era larga y estrecha y que me resultaba familiar. Las paredes mugrientas, las huellas de telarañas cerca de los frisos, los deteriorados enseres para la colada… espoleaban con insistencia los resortes de mi memoria. Sophie se había puesto un delantal y, arrodillada ante la cocina, arreglaba algo dentro del horno. Al verme alzó la mirada, hizo un comentario sobre la comida, señaló el interior del horno y rió con alborozo. Yo también reí, y luego, después de echar otra mirada a la cocina, me di media vuelta y volví a la sala.

Boris seguía echado en el suelo, y cuando me vio entrar volvió a acortar el cuello de inmediato. No le presté atención y me senté en el sofá. Vi un periódico allí al lado, sobre la alfombra, y lo cogí pensando que tal vez fuera el que publicaba en primera plana mis fotografías. Era de hacía unos días, pero decidí examinarlo de todos modos. Mientras leía la información de la primera plana -una entrevista con el señor Von Winterstein en relación con los planes de conservación de la ciudad antigua-, Boris seguía tendido sobre la alfombra, sin hablar, emitiendo de cuando en cuando unos extraños ruidos que remedaban los de un robot. Cada vez que le dirigía una mirada furtiva, veía que su cuello seguía contraído, y decidí no decir nada y esperar a que acabara él mismo con aquel ridículo juego. No sabría decir si acortaba el cuello cada vez que adivinaba que iba a mirarle o si lo tenía permanentemente contraído, y al poco dejé de interesarme. «Que se quede, pues, ahí echado», me dije a mí mismo, y seguí leyendo.

Al cabo de unos veinte minutos, Sophie entró en la sala con una fuente llena de cosas. Vi que había volovanes, banderillas, pastelillos salados…, todo ello de tamaño reducido y de aire alambicado. Sophie dejó la fuente sobre la mesa de comedor.

– Estáis muy silenciosos -dijo mirando a su alrededor-. Venga, vamos a disfrutar. ¡Boris, mira! Y aún falta otra fuente como ésta. ¡Todo lo que más te gusta! Vamos, ¿por qué no eliges un juego de mesa mientras voy a buscar lo que falta?

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